No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

viernes, 6 de septiembre de 2013

El secuestro



I

El detective privado Pablo González se encontraba en su oficina, esperando algún cliente para poder mantener su cada vez más alicaído rubro. Luego de quince años metiéndose con la infidelidad, los celos y la inseguridad de las personas, no había muchas sorpresas en el día a día. El único cambio real vino de la mano de la masificación de las tecnologías de la información, y de la sobre exposición de la vida de los privados por internet, lo que llevó a que día tras día sus servicios fueran cada vez menos requeridos: era más fácil buscar por el computador o el teléfono “inteligente” a la persona que perturbaba los pensamientos de celosos e inseguros, además de ser mucho más económico. Así, sus trabajos se restringían a quienes no dominaban dichas tecnologías, o a aquellos que necesitaban evidencias específicas para algún proceso judicial o inclusive, para alguna extorsión.

Esa mañana González había sobrevivido la eterna mañana a punta de café, cigarrillos y el diario. Cuando ya estaba pensando en ir a almorzar a su casa, y tal vez quedarse en ella el resto del día, una mujer de mediana edad, vestida a la moda y alhajada con joyas que parecían reales, entró a la agencia con cara de vergüenza.

—Buenos días… ¿usted es el detective privado?—preguntó la mujer, que ocultaba parcialmente su rostro tras unos grandes lentes oscuros.
—Buenos días señora. Soy el detective privado Pablo González, ¿en qué puedo ayudarla?—preguntó presto González.
—Le cuento. Me llamo Verónica, y creo que mi esposo me está engañando—dijo la mujer, sin sacarse los lentes pese a lo oscuro de la oficina.
—¿Hace cuánto que sospecha de su esposo?—preguntó González, empezando la rutina de preguntas clásicas para esa situación.
—Hace más o menos seis meses. De la nada empezó a comprarme joyas, a renovar mi guardarropa, a darme dinero para que viajara fuera de la ciudad con mis amigas, con la excusa que para él era imposible darme más tiempo por asuntos del trabajo—respondió la mujer, inclinando su cabeza.
—Y antes no era así de dadivoso.
—No era tacaño pero tampoco tan desprendido—dijo la mujer.
—¿Y usted sospecha de alguien?—preguntó González.
—La verdad es que no conozco a mucha gente del trabajo de mi marido—dijo la mujer—. Yo no soy muy sociable que digamos, así que son pocos los amigos que compartimos y menos los que van a la casa.
—Ya veo, ¿y ustedes tienen hijos?—preguntó González.
—Una lola de diecisiete que adora a su padre, y que me cree paranoica—dijo la mujer, nuevamente inclinando su cabeza hacia delante.
—Bueno, estas son mis tarifas—dijo González, entregándole el documento con los valores actualizados de sus servicios—. Si está de acuerdo me deja el adelanto, los datos de dónde ubicar a su marido, y empezaré lo antes posible con el seguimiento.
—Tome, acá está el cheque, ya había visto sus tarifas por internet así que venía lista—dijo la mujer, esbozando una forzada sonrisa—. Esta es la dirección de nuestra casa, mi marido sale todas las mañanas como a las ocho y media rumbo a su trabajo, o al menos eso creo.
—Bien señora Verónica, empezaré entonces mañana a las ocho y media. Buenos días.

Luego que la extraña mujer se retiró, González llamó de inmediato al banco para asegurarse que el cheque tenía fondos. Si bien es cierto de vez en cuando aparecía gente misteriosa en la oficina, algo en esa mujer le daba mala espina; sin embargo, en cuanto le confirmaron que el cheque era legal, empezó a preparar las cosas para trabajar en el caso al día siguiente.

II

Ocho y media de la mañana. Un vehículo sedán del año salió desde el estacionamiento de la casa. Un par de segundos después, el Kia Pop ya casi destartalado de Pablo González salió tras él a distancia prudente, para poder cumplir los requerimientos de su empleadora. El detective estaba aún un poco preocupado por el secretismo de la mujer: no mencionó su apellido —pese a que estaba impreso en el cheque—, no se sacó nunca los anteojos, no dijo en qué trabajaba su marido, y siempre parecía estar mirando para todos lados, como esperando o temiendo algo. La primera sorpresa de la mañana llegó a los quince minutos de recorrido, cuando el vehículo entró a dependencias del ejército: al parecer el hombre era funcionario civil de la institución, pues al bajar de su automóvil iba con ropa de calle, y no con alguno de los uniformes característicos que usaban los miembros de la institución castrense según la ocasión. En general los seguimientos a uniformados eran siempre más complicados e inclusive más riesgosos, pero ya había empezado el trabajo y trataría de hacer lo más posible sin correr riesgos ni meterse en problemas. La segunda sorpresa llegó a los pocos minutos, cuando el hombre salió del edificio para subir nuevamente a su vehículo, sin dar tiempo a González ni para sacar la cámara fotográfica. De inmediato el detective echó a andar su viejo Kia Pop, y salió tras el marido de su cliente.

Cinco minutos después, y luego de manejar casi en línea recta algunas cuadras para luego virar en una población de edificios de baja altura, González vio cómo el hombre se detenía frente a uno de esos edificios, para de inmediato estacionar el auto y subir raudo por las escaleras hasta el cuarto piso. El trabajo empezó a dar frutos de inmediato, así que había que empezar a documentar con imágenes lo antes posible.

Media hora después, González había fotografiado el auto, la patente, el edificio, el letrero donde se veían claramente los nombres de las calles en donde se ubicaba el edificio, y la numeración del mismo. El trabajo entraba en esos instantes en la tediosa fase en que debía esperar a que el hombre saliera del lugar para terminar de establecer su itinerario, para los días siguientes poder obtener pruebas fehacientes del engaño, o de la inocencia del hombre.

Seis horas más tarde, González estaba con el asiento del conductor levemente reclinado, comiendo un sándwich seco que traía en una bolsa plástica para esos días. La jornada había sido extremadamente aburrida, y al parecer el hombre se quedaría bastantes horas más en el lugar. Ya que la situación no iba a variar, González enderezó el asiento y se dispuso a encender el motor, para ir a la agencia a buscar comida para la noche, y avisarle a su esposa que probablemente no llegaría sino hasta el día siguiente. Justo cuando estaba por encender el motor para abandonar el lugar, sintió en su mejilla derecha un objeto metálico apoyándose en ella, seguido de un crujido metálico, típico al amartillar un arma de fuego de puño.

—A ver huevoncito, ¿a qué se supone que estamos jugando?—dijo una voz de hombre que no se dejó ver directamente, pero que pudo identificar por el espejo lateral como el marido de su clienta.
—No sé a qué…
—Te voy a preguntar una vez más no más, ¿a qué estamos jugando? Y no me respondas huevadas, porque no tengo ningún drama en pegarte un tunazo—dijo el hombre.
—Me llamo Pablo González, soy detective privado…
—Ah… déjame hasta ahí no más—dijo el hombre, parándose al lado de la ventanilla sin dejar de apuntar a la cara de González—. Déjame adivinar, la huevona de mi esposa te contrató para seguirme porque cree que le estoy poniendo el gorro, ¿cierto?
—Sí señor—dijo González con voz marcial, para tratar de ponerse a tono con su captor.
—Y esta tonta juraba que no me iba a dar cuenta que me estaban siguiendo… esta no es más huevona porque no nació antes no más—dijo el hombre de duras facciones y cabello entrecano.
—Supongo que eso creyó ella—respondió escueto González.
—A ver lolito, déjame aclararte la película un poco—dijo el hombre—. Soy militar retirado, hago funciones administrativas en el edificio institucional porque no me pueden mover de ahí. ¿Sabes por qué no me pueden mover, te lo dijo mi esposa?
—No señor, hasta hoy ni siquiera sabía que usted trabajaba en el edificio del ejército.
—No me pueden mover porque fui de la CNI durante el gobierno de mi general Pinochet, y le sé muchas yayitas a mis superiores. Si algún huevón me toca, caen varios generales conmigo.
—Entiendo señor—dijo González, enrabiado con la actitud de la mujer que lo puso en esa difícil disyuntiva.
—En cuanto llevabas dos cuadras a la siga mía te caché, no sabes hacer seguimientos a gente con experiencia, lolito—dijo el ex militar, desamartillando el arma.
—Usted tiene demasiada experiencia.
—Claro que la tengo, ni te imaginas la cantidad de marxistas que me tocó seguir a sus casitas de seguridad—dijo el hombre con orgullo—. Esos huevones sabían hacerla, hasta que les aprendimos las rutinas, y hasta ahí no más llegaron. Contigo fue demasiado fácil. Te llevé a mi pega, le avisé a mi jefe que necesitaba salir, y te traje al departamento de mi hermano, que anda fuera de la ciudad. Así que si pensabas decirle bajo cuerda a mi esposa de esta ubicación, te va a salir el tiro por la culata.
—Supongo entonces que este trabajo llegó hasta aquí no más—dijo González.
—Por supuesto huevoncito, hasta aquí no más llegaste—dijo el hombre, guardando el arma—. Ah, quiero que le devuelvas la plata a mi esposa, y le digas que no la supiste hacer. No te preocupes por lo que ella diga, si le devolviste la plata, aunque lo niegue, lo sabré.
—Está bien señor—dijo González, algo más tranquilo—. Creo que se la devolveré mañana, debo esperar al banco al menos veinticuatro horas.
—No hay problema—dijo el ex militar, para luego agregar—. Ah, y si llego a saber que mi esposa te dejó la plata y me dice que se la devolviste, la mato a ella y voy por ti. Ya cachaste que no me voy a demorar mucho en encontrarte, ¿estamos?
—Sí señor, estamos.
—Ya, ándate antes que me arrepienta y te haga pasar por mirista vengativo, huevón—dijo el hombre, para dirigirse a su auto y partir sin rumbo definido.  

Pablo González estaba algo más tranquilo. Había salvado una situación complicada, y ahora simplemente debía volver a su oficina para ordenar el asunto del dinero y llamar al día siguiente a su clienta, para acordar la devolución del dinero.

III

El detective González había por fin terminado de cuadrar el dinero, y al parecer no saldría tan mal parado de la situación en que se había visto envuelto esa tarde. La jornada había terminado, y era hora de ir a su casa a estar con su esposa y su hija para olvidar el mal rato, y tener tiempo esa noche para inventar un discurso convincente para la mujer, y tratar de recuperar algo del dinero invertido en el seguimiento. Justo cuando el ex policía se disponía a abandonar el lugar, un par de golpes en la puerta hicieron que su semblante empeorara un poco más. De inmediato tomó su desgastada mochila y abrió la puerta, saliendo de inmediato para así evitar que su eventual cliente entrara.

—Lo lamento… señora, cerramos por hoy, cualquier cosa que necesite venga mañana a partir de las ocho… no, nueve de la mañana— dijo el detective mirando al piso, para evitar un incómodo cruce de miradas que lo hiciera cambiar de parecer.
—Señor, necesito hablar con usted ahora, es urgente— dijo la mujer que había tocado a su puerta en un castellano mal pronunciado, mezclado con francés.

González levantó la vista: su interlocutora era una mujer madura, alta y delgada, que no parecía pertenecer a ese lugar. No tenía el aspecto de las mujeres europeas que se quedaban a vivir en el norte de Chile, que en general eran algo desordenadas, como si fueran hippies extemporáneas o “alternativas”, como les gustaba que les dijeran; esta parecía una suerte de ejecutiva bancaria o secretaria ejecutiva, por lo pulcra en su vestuario y lo sutil en el uso del maquillaje. Sus casi transparentes ojos celestes y la expresión de angustia en su rostro terminaron por quebrar su voluntad y postergar su cansancio.

—Adelante señora, pase y siéntese— dijo el detective González encendiendo la luz y sentándose en la silla del otro lado del escritorio—. Cuénteme, ¿en qué la puedo ayudar?
—Mi nombre es Marie Olivie, soy ciudadana francesa nacionalizada chilena. Llegué hace veintidós años a Chile como turista, me enamoré de un chileno de origen aymara y me quedé a vivir acá. Con mi marido tenemos un hijo de veintiún años, José Condori, artesano y estudiante universitario, tiene un puesto en la feria artesanal cercana a la playa, el que abre los días que no tiene clases y durante todo el verano, para juntar dinero para el año. Hace tres días salió de la casa hacia la feria, y no hemos tenido noticia alguna de él.
—Ya veo— dijo González, al menos satisfecho por no tener que meterse en un nuevo seguimiento por supuesta infidelidad—. ¿Ya hizo la denuncia formal a Carabineros o Investigaciones?
—Sí, ya está hecha— dijo la mujer—, pero ambos creen que mi hijo se fue de fiesta por ahí con alguna turista, y que aparecerá en un par de días más con resaca y sin dinero.
—¿Y qué le hace pensar que están equivocados?
—Señor González, mi hijo es un joven moderno pero responsable. Le gustan las fiestas pero siempre avisa si va a estar fuera más de un día. Por otro lado él es muy ordenado con su negocio, va a trabajar inclusive estando enfermo, pues sabe que así mantiene el nombre que tiene entre los turistas, y se financia gran parte de los materiales que requiere para su carrera universitaria.
—Señora… Olivie— dijo González, revisando sus notas—, ¿su hijo se droga, o toma en exceso?
—Hasta donde sé, sólo consume marihuana— dijo la mujer con cierta naturalidad, lo que no causó mayor extrañeza en González, acostumbrado a las rarezas de algunos habitantes de la zona—, pero no la compra, tiene un cultivo oculto en un cerro. Según me contó, es un cultivo hidropónico.
—Hidropónico —repitió González mientras anotaba y se divertía en silencio de las ocurrencias del muchacho—. Señora, ¿tienen usted o su marido enemigos o deudas?
—No, tenemos un buen pasar y no molestamos a nadie.
—¿A qué se dedican su marido y usted?— preguntó el hombre, más que nada para averiguar si estaba tratando con una cliente rentable.
—Yo tengo una agencia de turismo esotérico— respondió la mujer—. Administro viajes y tours donde aparte de lo habitual, de gastronomía y naturaleza, le damos al cliente la oportunidad de conocer la magia del norte de Chile, que fue una de las cosas que me dejó en este país.
—¿Y su marido?
—Él es un chamán.
—Eh… ¿eso se puede considerar como un trabajo?— preguntó algo curioso el detective, tratando de no reírse en una situación incómoda como esa—, es decir, ¿es rentable ser chamán? No quiero desmerecer la labor religiosa o hasta el aporte a la medicina alternativa de su marido, simplemente necesito entender un poco el entorno social, cultural y económico de su grupo familiar
—Tal vez para la visión occidental tradicional no lo sea— dijo la mujer, sin cambiar su tono de voz ni su expresión—. Desde el punto de vista social y cultural, él es una suerte de líder de la comunidad, es respetado y hasta querido por muchas personas a las que ha ayudado e inclusive protegido en algunas circunstancias. Y desde el punto de vista económico, aparte de los animales y pequeños regalos que pueda recibir después de alguna ceremonia, él está encargado de toda la parte esotérica de la agencia de turismo.
—Puntualmente, ¿a qué se refiere con eso?
—A que él organiza las visitas a los distintos centros de meditación y sanación, coordina las actividades con los distintos maestros, y también aporta con sus conocimientos como guía para los turistas e inclusive hasta haciendo algunas ceremonias.
—Ya veo— dijo González, tratando de entender quién podría querer raptar al hijo de esa familia de locos—. Mire señora Olivie, lo único que se me ocurre en este instante aparte de la teoría de las policías, que comparto plenamente, es que hayan secuestrado a su hijo para pedir un rescate. Necesito saber el nombre de su marido y dónde ubicarlo, para conversar con él y obtener algo más de información para ver si les puedo ofrecer algo útil y no hacerles perder su tiempo.
—Mi marido se llama José Condori, igual que nuestro hijo, y estará toda esta semana en la oficina de la agencia de turismo. Acá está una tarjeta con la dirección. Vaya cuando quiera, lo estaremos esperando para responder todas sus preguntas y que nos ayude con nuestro hijo.
—Muy bien, trataré de ir mañana en la mañana, supongo que entre las nueve y las once—respondió González,  poniéndose de pie y estirando su mano para despedirse de su potencial cliente.
—Lo esperamos mañana señor González— dijo la mujer, poniendo en la mano extendida del detective un sobre blanco cerrado—. Ese es un adelanto, para lo que necesite. Más adelante me dirá las formas de pago del resto de la investigación. Buenas tardes.
                                                                                                                                   
González se dejó caer en su destartalada silla reclinable, que parecía que iba a romperse cada vez que se sentaba en ella. Cuando abrió el sobre se encontró con una gran cantidad de billetes de veinte mil pesos, que sumaban más que todas las ganancias del semestre anterior. Esa sola imagen fue suficiente para dejar en el olvido el mal día que había pasado; ahora debería preocuparse de buscar en su casa aquel terno que guardaba para matrimonios y funerales, pues sus clientes eran de una categoría a la cual en general no tenía acceso gente como él. Más adelante se preocuparía de averiguar por qué lo eligieron a él, habiendo otras agencias más famosas y de un entorno y trato más agradable que su minúscula oficina y sus modales sobre actuados.

A las ocho de la mañana del día siguiente, el detective González se había levantado, para sorpresa de su esposa e hija, acostumbradas a que el hombre de la casa tuviera horarios incompatibles con colegios y oficinas. La sorpresa fue mayor cuando lo vieron de tenida formal, cosa que jamás hacía por su voluntad y sin antes reclamar por lo incómodo y ridículo de la existencia de las corbatas.

—¿Cuál es la idea Pablo, que llueva en verano para echarnos a perder las vacaciones?— preguntó su esposa en broma, luego de un gran y sonoro bostezo.
—No te burles Marta, tú sabes el sacrificio que significa ponerme esta tenida— respondió el detective privado, evidentemente incómodo con la corbata—, si lo hago es exclusivamente porque las circunstancias lo requieren. Además, tú sabes que yo no tengo vacaciones.
—Si sé gordo, estoy jugando un rato— dijo la mujer, con una enorme sonrisa en su rostro—. Oye, ahora en serio, ¿por qué el disfraz de caballero?
—Porque por fin tengo clientela que vale la pena, y por algo que no es un seguimiento por infidelidad.
—Qué bueno, ¿y de qué es el caso, si se puede saber?— preguntó curiosa su hija, apoyada en el hombro de su madre mientras veía divertida a su padre tratando de desayunar sin manchar su atuendo.
—La desaparición del hijo de unos millonarios medio excéntricos. Prefiero no contarles más porque puede que los conozcan, y a esta gente le gusta la discreción— dijo González.
—Claro, como si hubiera tan pocos millonarios excéntricos por acá— dijo Marta—. Aparecen de un día para otro casi como hippies, y bajan a la ciudad en camionetas del año.
—Tú sabes que todos son traficantes mamá— dijo la muchacha—. Nunca me he tragado esa onda mística con que invaden los valles de por acá.
—Da lo mismo Mariana— intervino su padre—, no somos jueces ni autoridades, sólo personas comunes y corrientes que buscan ganarse la vida en paz. Ya, basta de conversa, no quiero llegar atrasado a mi reunión.
—Que te vaya bien con tus millonarios excéntricos— dijo Marta, besando cariñosamente a su marido.
—Y sácales harta plata, que yo también quiero hacer excentricidades— dijo Mariana.
—Nos vemos a la tarde, de ahí les cuento qué pasó.

Pablo González salió de su casa, al encuentro del que sería el caso más importante de su carrera como detective privado, y del misterio más difícil de entender y aceptar que cualquiera de sus aventuras vividas en sus quince años de ejercicio profesional. 

FIN

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