No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

miércoles, 21 de agosto de 2013

El caso del auto perdido



I



Pablo González estaba terminando de instalar el nuevo letrero de la que era ahora su agencia de seguimientos. “Investigaciones González” fue el nombre que el ex carabinero eligió para el nuevo paso en su cada vez más atípica carrera profesional. A sabiendas que la situación se pondría un poco más complicada, pues muchos de los clientes no vieron con buenos ojos el alejamiento de Ernesto Benavides y por ende ya no servirían como promotores de las bondades de la agencia, González debería empezar a hacerle propaganda a su trabajo, si quería subsistir en un medio de escasa demanda, haciendo uso de su creatividad, y pidiendo la ayuda a todos sus familiares, amigos y clientes satisfechos con sus servicios. Justo al bajar del escabel que había usado para llegar a la altura del viejo letrero para hacer el cambio, una conocida voz llamó su atención.



—Parece que estamos creciendo bastante rápido, don Pablo.

—Hola don Joaquín, ¿cómo está?—dijo González, estrechando la mano del dueño del bar al que iba de vez en cuando a beber un trago para sacarse de la cabeza alguna mala jornada.

—Bien don Pablo. Hace tiempo que no se aparece por mi negocito, ahora veo por qué—dijo Joaquín Henríquez—. Oiga, ¿y qué se hizo don Ernesto?

—Don Ernesto se retiró y me dejó a cargo de la agencia. Ahora soy algo así como su arrendatario.

—Ya veo. ¿Y no me invita a pasar a conocer su oficina?—dijo Henríquez.

—Me pasé para mal anfitrión, por supuesto don Joaquín, pase—dijo González levantando el escabel y haciendo pasar a Henríquez, quien de inmediato se sentó frente al escritorio.

—Bonito lugar, no parece agencia de detectives—dijo Henríquez—. Bueno, de hecho es la única agencia de detectives que conozco, así que no tengo mucho con qué comparar.

—Es que no es mucha la gente que necesita de una agencia de detectives tampoco, don Joaquín.

—Claro, yo no he necesitado nunca de una… al menos hasta ahora—dijo Henríquez.

—¿Necesita mis servicios don Joaquín?—preguntó González, sentándose de su lado del escritorio.

—Necesitar no es la palabra precisa, don Pablo—respondió Henríquez.

—Bueno, cuénteme de qué se trata la situación y ahí veremos qué se puede hacer—dijo González.

—No sé ni siquiera si lo que quiero se puede hacer o no… —titubeó el hombre—. Pero bueno, lo mejor es contarle. Quiero que encuentre un auto.

—¿Le robaron su auto? ¿Hizo ya la denuncia a carabineros?—preguntó de inmediato González.

—No don Pablo, no me han robado nada—se apuró en contestar Henríquez—. Verá, el bar que tengo es herencia de mi padre, él lo abrió y lo trabajó hasta viejo, y me enseñó todo lo que sé del rubro. Pero mi padre, antes de abrir el bar, trabajaba como mecánico, y por cosas del destino tuvo que cambiar de giro.

—Ya veo—dijo González, tratando de encontrar la conexión de la historia con el caso.

—El asunto es que mi padre tenía un Chevrolet 1956 Bel Air, un clásico para los amantes de las cuatro ruedas. El viejo lo trabajó mucho, lo pintó con los colores originales, le arregló el motor decenas de veces—dijo Henríquez entusiasmado, para de pronto guardar unos segundos de silencio y cambiar su semblante—. Mi padre me dijo que esa era la mejor herencia que me podía dejar, mejor aún que el bar. Me dijo que ese vehículo era casi una cuenta de ahorros.

—Vaya, no logro imaginar cómo se habrá visto esa joya—comentó González, al escuchar la voz algo apenada del hombre.

—Era espectacular… bueno, mi padre era un hombre sabio, y efectivamente el auto era una cuenta de ahorros—continuó Henríquez—. Un par de años después de su muerte, tuve muchos problemas de deudas por malas decisiones de inversión. Antes de cerrar el bar o de terminar en la cárcel, decidí venderle el auto a un coleccionista, que me dio una pequeña fortuna por él. Con ese dinero pude pagar todas mis deudas, mejorar y ampliar el bar, e inclusive hacer un par de inversiones inteligentes.

—Y ese es el auto que quiere que encuentre.

—Por supuesto don Pablo—dijo presto Henríquez—. Usted comprenderá que ya llamé al coleccionista al que le vendí el Bel Air, pero me dio pésimas noticias: él también tuvo problemas económicos y debió deshacerse de varios vehículos, dentro de los cuales estaba mi auto.

—Vaya, se ve difícil lo que usted necesita don Joaquín—dijo González, pensando en cómo encontraría el vehículo—. ¿Y ahora tiene el dinero suficiente como para pagar por él?

—Por supuesto, para pagar el auto y también sus servicios—dijo Henríquez, pasándole un cheque a González—. Según recuerdo de una conversación con don Ernesto, ese es el adelanto que él pedía. ¿Es suficiente para que acepte mi caso?

—Por supuesto don Joaquín, es suficiente para empezar a investigar su caso—respondió González, pensando en el peculiar encargo que recibió como  primer caso de su nueva etapa dentro del rubro de los detectives privados.



II



Pablo González venía saliendo de la oficina del suboficial Manuel Salgado bastante frustrado, luego de comprobar que la placa patente del Bel Air que había pertenecido a Joaquín Henríquez estaba registrada a nombre de quien se lo compró a él, pero que de ahí en más había desaparecido su rastro. Sin tener datos oficiales, encontrar el vehículo se podría convertir en una tarea imposible de cumplir. Lo primero que haría sería buscar en rubros de servicios para vehículos, y luego buscaría en compra ventas y arriendos de automóviles, para tratar de encontrar alguna pista. Su primera parada fueron las bencineras: en una de ellas, a la salida de la calle que daba a la carretera Panamericana, uno de los bomberos viejos pudo identificar el modelo que se veía en la fotografía que les mostró González. El hombre le comentó que cada vez venía un conductor diferente, que el vehículo cargaba combustible una vez al mes, y que esa vez había ocurrido por última vez un par de semanas atrás. Desalentado por el tiempo que debería esperar para apenas ver el vehículo y comprobar que se trataba del que buscaba su cliente, González fue a su segundo objetivo: los talleres mecánicos. Un vehículo de esa antigüedad necesitaría recurrentes ajustes y reparaciones, y obviamente el dueño lo llevaría donde algún mecánico viejo que conociera de esa mecánica automotriz clásica, y no lo andaría paseando de un lugar a otro arriesgando su integridad. Para ganar tiempo empezó con los talleres más antiguos, cuyos dueños fueran mecánicos añosos, lo que aumentaba la posibilidad de obtener algo con lo que poder trabajar: en todos ellos le fue mal, pues nadie parecía haber visto alguna vez un vehículo como el que aparecía en las fotografías. Luego de recorrer todos los talleres de la zona sin resultados, quedaba solamente buscar en locales de arriendo y compraventa: si no lograba nada con ellos, debería esperar  dos semanas hasta que volviera a cargar combustible en la bencinera de la carretera.



El detective González iba de vuelta a la agencia a buscar la cámara fotográfica para hacer un seguimiento pendiente. Luego de una semana dando vueltas por bencineras y talleres mecánicos, había conseguido un segundo caso que también necesitaba para poder mantener funcionando el negocio y de paso, reforzar su nombre dentro del medio. Su esposa sabía que esa noche no llegaría, así que decidió irse junto con su hija a la casa de su madre, a regalonear en familia; así, González podría trabajar con la tranquilidad que su familia estaría segura y pasándola bien en su ausencia. El detective entró a la oficina, encendió la luz, y sintió un fuerte y agudo dolor en su nuca que le hizo perder casi de inmediato el conocimiento.



La cabeza de González sonaba dentro de sus oídos, como si un silbato dentro de su cráneo fuera soplado sin descanso. Junto con ello, voces a lo lejos parecían querer decirle algo, pero en su estado no lograba captar nada. De pronto un vaso de agua en su cara lo hizo reaccionar abruptamente, y escuchar lo que las voces le decían.



—Despierta conchetumadre… tan mina que salió este huevón—dijo una aguda voz de hombre.

—Te dije que se te pasó la mano con el palo que le diste, ahuevonao—dijo una voz diferente, también de hombre pero más grave.    



González por fin pudo abrir los ojos, estaba en una especie de galpón pequeño, como una bodega de forraje para el ganado pero vacía. Frente a él había dos hombres, uno joven y obeso, muy malagestado y con un bate de madera en su mano derecha, y el otro más viejo, alto y huesudo, con un rostro poco expresivo y un cigarro en la mano. Cuando intentó pararse de la silla en que estaba sentado, sintió las amarras en sus muñecas atadas por detrás del respaldo de madera.



—Menos mal que despertaste maricón, ya me tenías aburrido de verte dormir—dijo el joven obeso de voz aguda, jugando con el palo.

—Trata de decirme maricón de frente y desatado, chancho culiao—respondió González, haciendo que el gordo se abalanzara sobre él, siendo apenas detenido por el viejo.

—Cálmate huevón, te está provocando—dijo el viejo, alejando al gordo de un empujón y quitándole el arma de madera, para luego dirigirse a González—. Y voh no te hagai el choro, te trajimos vivo porque el jefe quiere hablar contigo.

—¿Qué jefe?—preguntó González.



De pronto un crujido en la puerta alertó a los dos hombres: González desde su silla vio entrar a un tipo canoso, bajo, gordo, vestido con ropa de marca pero sin un estilo definido. El hombre caminó hacia él, se detuvo a un metro de distancia, y justo antes de empezar a hablar lo observó con detención, inclinándose un poco hacia adelante para ver mejor su rostro. Luego de un par de segundos se enderezó y dijo con voz sorprendida:



—No puedo creerlo, el matapacos en persona.



III



Pablo González estaba desconcertado. Lo habían golpeado, secuestrado, inmovilizado, y ahora que llegaba el autor intelectual del plagio, parecía conocer su historia de vida.



—Parece que no te acuerdas de mí—dijo el hombre, todavía con expresión de sorpresa en su mirada. 

—No sé quién es usted—dijo González, esforzándose por hacer memoria mientras el tipo pareciera estar viendo un fantasma.

—Claro, lo más seguro es que ni te acuerdes de mí, si estabas ocupado sacándole la chucha al Pérez ese, tu capitán traficante—dijo el hombre—. No has cambiado mucho, según recuerdo. Y por lo que veo seguiste en el rubro, pero por fuera.

—No te recuerdo. ¿Tienes nombre?—preguntó González, sin lograr asociar la cara del hombre con el día en que empezó a cambiar su vida.

—Mi nombre no importa, dime Marco si quieres—respondió el hombre—. Cuando hicieron la operación, yo era uno de los burreros, me tragué completita la historia del paco encubierto… el maricón estuvo meses, casi un año viviendo con nosotros, para poder pescar al maricón del Pérez… me costó un mundo salir de la cana, menos mal que tenía con qué pagarle al abogado para que me consiguiera la condicional. De ahí me fugué y volví al negocio.

—¿Y por qué me secuestraron?—preguntó González—. Yo no tengo nada que ver con carabineros ni investigaciones, no me dedico a cuentos de drogas, y como te decía no te recuerdo, pese a que estuviste ahí.

—Ah eso, verdad—dijo el autodenominado Marco, sonriendo—. No tiene nada que ver con esto, olvídalo, es algo más importante aún: ¿por qué andas como loco buscando mi auto? Un conocido mío le avisó a mis soldados que alguien andaba preguntando por todos lados por mi joyita, y por eso te mandé buscar y traer.

—¿Tu auto?—preguntó González, maldiciendo su mala suerte—. ¿Tú eres el actual dueño del Bel Air que me encargaron encontrar?

—A ver… ¿cómo es eso que te encargaron mi auto?—preguntó Marco.

—El primer dueño del auto me contrató para encontrarlo porque quiere intentar recuperarlo, por eso tengo las fotos, la patente, y toda la información original del vehículo—dijo González, pensando en comprar algún tipo de sahumerio una vez salvara la situación y terminara el caso—. Fui primero a la comisaría, luego a las bencineras, después a los talleres mecánicos, me quedaban sólo las automotoras.

—Ya… el auto se lo compré a un coleccionista, junto con cinco autos más, ¿ese es el que lo quiere recuperar?—preguntó Marco.

—No te puedo decir quién es mi cliente, pero no es él—dijo González—. Tú entiendes, secreto profesional.

—Sí claro… es raro el cuento matapacos, el coleccionista que me lo vendió dijo que eran autos heredados de su padre, que él era el segundo y único dueño, y que nunca habían salido de la familia—dijo Marco, poniéndose nervioso—. ¿Y cómo es tu cliente?

—Así—dijo la voz de Joaquín Henríquez abriendo la puerta; acto seguido el dueño del bar apuntó su pistola semi automática y sin pensarlo dos veces disparó cuatro veces, matando a los dos soldados de Marco, y dejando al traficante de rodillas y tapándose la cabeza—. ¿Cómo estás Marco, me echaste de menos? 

—No me matís Joaco, la dura, nunca quise cagarte… mi contacto en Bolivia me jugó chueco y pasé a pérdida, y tuve que elegir a quién cargar… huevón, te voy a devolver todo, te lo juro—dijo casi al borde de las lágrimas el traficante.

—¿También me vas a devolver a mi señora, maraco hijo de puta?—dijo Henríquez, mirando con frialdad al narcotraficante que seguía botado en el suelo en posición fetal.

—Don Joaquín, ¿qué está pasando aquí?—preguntó González, mientras intentaba forzar sus amarras.

—Lamento haberlo usado don Pablo—dijo el hombre, sacando una cortaplumas automática con la que cortó las ataduras de González, quien lentamente se paró y retrocedió, lejos de la línea de fuego de su cliente.

—No sé a qué se refiere—dijo González, mirando a ambos hombres sin entender lo que estaba sucediendo.

—¿Recuerda que le conté que había tenido problemas económicos y había tenido que vender mi auto? Pues bien, esos problemas fueron causados por este marica de mierda que me jugó chueco con la compra de varios kilos de cocaína, para vender en el bar—dijo Henríquez, para sorpresa de González—. Por favor, no creerá que con lo que deja un bar se pueda vivir con comodidades en esta zona del norte, don Pablo.

—Está claro que no, que todos los beneficios se los lleva Santiago—dijo González, buscando su revólver en la pistolera de la espalda.

—No busque su arma don Pablo, acá la tengo—dijo Henríquez mostrándole el revólver con la mano izquierda—, esos dos tarados no la notaron cuando lo aturdieron, pero yo sí.

—¿Qué tiene que ver su señora en todo esto?—preguntó González.

—La Juanita…—dijo Henríquez en medio de un suspiro, para luego patear en las costillas a Marco—. Mi Juanita tenía cáncer, y una parte importante del dinero de las ganancias de la cocaína se me iban en pagar sus terapias, y en hacer su vida más llevadera… gracias a esta mierda me quedé sin cocaína y sin plata, y atochado en deudas del bar. Con la plata del auto pude pagar a tiempo para que no me mataran, pero lamentablemente las lucas no me alcanzaron… mi Juanita se murió… yo sabía que iba a morir, que era irreversible, pero quería que muriera sin sentir dolor… mi mujer se murió llorando de dolor, porque no tenía plata para pagar la cantidad de morfina que necesitaba, y el médico nunca le dio la dosis suficiente para que muriera al menos tranquila.

—Joaco, perdóname, te juro…—intentó decir Marco, siendo interrumpido por un violento pisotón que le quebró todos los dedos de la mano derecha, haciéndolo gritar desaforadamente.

—Duele harto, ¿cierto conchetumadre?—dijo Henríquez, mirando a Marco—. Así le dolía a mi esposa, pero ella aguantó una semana, y así y todo no gritaba tanto como tú.

—Don Joaquín… déjelo, péguele un par de patadas más y de ahí lo entrega a carabineros—dijo González, preocupado por lo que le podía hacer al traficante y a él mismo—. Yo voy  a testificar en su favor.

—Escucha al matapacos Joaco, sácame la chucha y estamos, no me matís, te voy a pagar todo, por favor…

—Llevo años esperando este momento, y no lo voy a desaprovechar, don Pablo—dijo Henríquez—. Ni se imagina cuánto he gastado para dar con este mal parido. Todo lo que usted hizo para ubicarlo, yo ya lo había hecho, pero cuando descubrían que era yo, arrancaban. Por eso decidí contratarlo a usted, para poder usarlo para dar con el escondite de estos desgraciados. Yo jamás quise perjudicarlo don Pablo, y le pido mil disculpas por lo que ha tenido que pasar—dicho eso, Henríquez se acercó a la puerta de la bodega en que se encontraban, y lanzó con fuerza el revólver de González hacia fuera, sin objetivo definido.

—¿Qué está haciendo?—preguntó González.

—Don Pablo, este es el fin del camino para este hijo de puta y para mí, pero no tiene por qué serlo para usted—dijo Henríquez—. Una vez que salga de acá, buscará su revólver, lo recogerá, y… bueno, usted decidirá qué hacer. Yo ya vendí el bar, y en cuanto termine de torturar y matar a este huevón desapareceré para siempre. Si usted decide ser un héroe, y se devuelve armado a salvar a esta mierda, lamentablemente tendré que matarlo.

—Matapacos, por favor… si matai a este huevón te paso veinte… no, treinta kilos de cocaína pura, tú sabís cuánto vale—dijo Marcos, llorando en el suelo—. Te doy lo que querái huevón, pide y será tuyo pero por favor mata a este huevón… por favor, me va a hacer mierda…

—Don Joaquín… usted sabe que fui carabinero, no puedo hacerme el tonto—dijo González, mirando a Henríquez y tratando de adivinar qué pasaba por su atormentada mente.

—Lo imagino… bueno, vaya por su revólver. Ojalá se demore harto—dijo Henríquez, volviéndose hacia Marco para empezar a pisotear sus manos y antebrazos y patear sus costillas, mientras apuntaba a González.



Pablo González salió del lugar. El ex carabinero se encontraba en medio de la nada, con un frío que calaba los huesos y una gran luna llena iluminando la zona. De inmediato el detective empezó a adivinar dónde podía haber caído su arma según la posición de la puerta de la bodega, mientras se escuchaban de fondo los gritos destemplados de Marco: en esos momentos le hubiera servido un arma cromada, para poder ver el reflejo de la luz de la luna sobre ella. González apuró el paso y calculó cuánta distancia podría haber recorrido su revólver. De pronto vio al lado de una piedra su Taurus 38 intacto; justo cuando se agachó a recogerlo, un largo y sonoro “No” salido de la bodega fue interrumpido por una impresionante explosión que casi desintegró la construcción, dejando trozos de madera, carne y fibra esparcidos por doquier. Luego que logró ponerse de pie y que sus oídos dejaran de sonar, podría haber jurado que de fondo se escuchó el motor de una motocicleta.



IV



El detective González estaba de vuelta a la tarde siguiente en su oficina, luego de pasar toda la noche declarando en el lugar de los hechos y posteriormente en la comisaría con sus ex colegas, y la mañana completa en la oficina del fiscal, para después ir a su casa a bañarse y a contarle a su esposa todo lo que le había tocado vivir esa extraña jornada, y almorzar para reponer fuerzas y retomar el trabajo habitual. En la oficina se dedicó a eliminar los pre informes que tenía para Henríquez, y a buscar los datos para el seguimiento que no había podido hacer la noche anterior. Lo único positivo de toda esa situación era que había cobrado el cheque del adelanto que le había dejado Henríquez, y que había quedado con saldo a favor luego de esos días de investigación. Terminada la jornada, y antes de ir al domicilio donde debía empezar el seguimiento, decidió pasar al bar de Henríquez, a ver qué sucedería con el lugar y quién sería el nuevo propietario del negocio. Para sorpresa suya el local estaba abierto, por lo que decidió entrar: pese a estar varios segundos mirando a quienes estaba tras la barra, no podía dar crédito a lo que sus ojos veían.



—¿Qué te pasa Pablo? Parece que estuvieras viendo un fantasma.

—¿Don Ernesto? ¿Señora Antonieta? ¿Qué diablos están haciendo acá?—exclamó estupefacto González, al ver a su ex jefe y su esposa tras la barra del bar.

—Ni te imaginas lo que sucedió Pablo—dijo Ernesto Benavides, estrechando la mano de González—. Ayer por la tarde apareció por nuestra casa don Joaquín Henríquez, el dueño del bar. Dijo que había hablado contigo, que te había hecho un encargo, pero que por motivos personales debía irse rápidamente de Chile, y que necesitaba vender con urgencia el bar.

—El señor Henríquez nos lo ofreció, lo conversamos con Ernesto, y decidimos que era una buena idea tener esta fuente de entradas—dijo Antonieta Garrido—. Le hicimos una oferta con la plata de mi jubilación y unos ahorros que tenía Ernesto, y la aceptó de inmediato.

—Así que estás frente a los flamantes nuevos empresarios de la noche nortina… ah, casi lo olvidaba, el señor Henríquez dejó el cheque por lo que te debía del encargo que te hizo—dijo Benavides entregándole el documento al detective, mientras González no salía de su asombro.

—¿Se siente bien, Pablo? Lo veo demasiado sorprendido—dijo Garrido, algo preocupada.

—Por lo visto no tienen idea de lo que pasó con Joaquín Henríquez—dijo González—. Hace una semana…

—Espera un poco—interrumpió Benavides, sacando de la vitrina tres vasos cortos y una botella de whisky—. Por lo visto esta será nuestra primera historia de bar, y tienes que contarla como corresponde—dijo Benavides, sirviendo los tres vasos para luego, junto con su mujer, escuchar atentos el relato que Pablo González les tenía que contar.



FIN

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