I
Pablo González estaba terminando de
instalar el nuevo letrero de la que era ahora su agencia de seguimientos.
“Investigaciones González” fue el nombre que el ex carabinero eligió para el
nuevo paso en su cada vez más atípica carrera profesional. A sabiendas que la
situación se pondría un poco más complicada, pues muchos de los clientes no
vieron con buenos ojos el alejamiento de Ernesto Benavides y por ende ya no
servirían como promotores de las bondades de la agencia, González debería
empezar a hacerle propaganda a su trabajo, si quería subsistir en un medio de
escasa demanda, haciendo uso de su creatividad, y pidiendo la ayuda a todos sus
familiares, amigos y clientes satisfechos con sus servicios. Justo al bajar del
escabel que había usado para llegar a la altura del viejo letrero para hacer el
cambio, una conocida voz llamó su atención.
—Parece que estamos creciendo bastante
rápido, don Pablo.
—Hola don Joaquín, ¿cómo está?—dijo
González, estrechando la mano del dueño del bar al que iba de vez en cuando a
beber un trago para sacarse de la cabeza alguna mala jornada.
—Bien don Pablo. Hace tiempo que no se
aparece por mi negocito, ahora veo por qué—dijo Joaquín Henríquez—. Oiga, ¿y
qué se hizo don Ernesto?
—Don Ernesto se retiró y me dejó a cargo
de la agencia. Ahora soy algo así como su arrendatario.
—Ya veo. ¿Y no me invita a pasar a
conocer su oficina?—dijo Henríquez.
—Me pasé para mal anfitrión, por
supuesto don Joaquín, pase—dijo González levantando el escabel y haciendo pasar
a Henríquez, quien de inmediato se sentó frente al escritorio.
—Bonito lugar, no parece agencia de
detectives—dijo Henríquez—. Bueno, de hecho es la única agencia de detectives
que conozco, así que no tengo mucho con qué comparar.
—Es que no es mucha la gente que
necesita de una agencia de detectives tampoco, don Joaquín.
—Claro, yo no he necesitado nunca de
una… al menos hasta ahora—dijo Henríquez.
—¿Necesita mis servicios don
Joaquín?—preguntó González, sentándose de su lado del escritorio.
—Necesitar no es la palabra precisa, don
Pablo—respondió Henríquez.
—Bueno, cuénteme de qué se trata la
situación y ahí veremos qué se puede hacer—dijo González.
—No sé ni siquiera si lo que quiero se
puede hacer o no… —titubeó el hombre—. Pero bueno, lo mejor es contarle. Quiero
que encuentre un auto.
—¿Le robaron su auto? ¿Hizo ya la
denuncia a carabineros?—preguntó de inmediato González.
—No don Pablo, no me han robado nada—se
apuró en contestar Henríquez—. Verá, el bar que tengo es herencia de mi padre,
él lo abrió y lo trabajó hasta viejo, y me enseñó todo lo que sé del rubro.
Pero mi padre, antes de abrir el bar, trabajaba como mecánico, y por cosas del
destino tuvo que cambiar de giro.
—Ya veo—dijo González, tratando de
encontrar la conexión de la historia con el caso.
—El asunto es que mi padre tenía un
Chevrolet 1956 Bel Air, un clásico para los amantes de las cuatro ruedas. El
viejo lo trabajó mucho, lo pintó con los colores originales, le arregló el
motor decenas de veces—dijo Henríquez entusiasmado, para de pronto guardar unos
segundos de silencio y cambiar su semblante—. Mi padre me dijo que esa era la
mejor herencia que me podía dejar, mejor aún que el bar. Me dijo que ese
vehículo era casi una cuenta de ahorros.
—Vaya, no logro imaginar cómo se habrá
visto esa joya—comentó González, al escuchar la voz algo apenada del hombre.
—Era espectacular… bueno, mi padre era
un hombre sabio, y efectivamente el auto era una cuenta de ahorros—continuó
Henríquez—. Un par de años después de su muerte, tuve muchos problemas de
deudas por malas decisiones de inversión. Antes de cerrar el bar o de terminar
en la cárcel, decidí venderle el auto a un coleccionista, que me dio una
pequeña fortuna por él. Con ese dinero pude pagar todas mis deudas, mejorar y
ampliar el bar, e inclusive hacer un par de inversiones inteligentes.
—Y ese es el auto que quiere que
encuentre.
—Por supuesto don Pablo—dijo presto
Henríquez—. Usted comprenderá que ya llamé al coleccionista al que le vendí el
Bel Air, pero me dio pésimas noticias: él también tuvo problemas económicos y
debió deshacerse de varios vehículos, dentro de los cuales estaba mi auto.
—Vaya, se ve difícil lo que usted
necesita don Joaquín—dijo González, pensando en cómo encontraría el vehículo—.
¿Y ahora tiene el dinero suficiente como para pagar por él?
—Por supuesto, para pagar el auto y
también sus servicios—dijo Henríquez, pasándole un cheque a González—. Según
recuerdo de una conversación con don Ernesto, ese es el adelanto que él pedía.
¿Es suficiente para que acepte mi caso?
—Por supuesto don Joaquín, es suficiente
para empezar a investigar su caso—respondió González, pensando en el peculiar
encargo que recibió como primer caso de
su nueva etapa dentro del rubro de los detectives privados.
II
Pablo González venía saliendo de la
oficina del suboficial Manuel Salgado bastante frustrado, luego de comprobar
que la placa patente del Bel Air que había pertenecido a Joaquín Henríquez
estaba registrada a nombre de quien se lo compró a él, pero que de ahí en más
había desaparecido su rastro. Sin tener datos oficiales, encontrar el vehículo
se podría convertir en una tarea imposible de cumplir. Lo primero que haría
sería buscar en rubros de servicios para vehículos, y luego buscaría en compra
ventas y arriendos de automóviles, para tratar de encontrar alguna pista. Su
primera parada fueron las bencineras: en una de ellas, a la salida de la calle
que daba a la carretera Panamericana, uno de los bomberos viejos pudo
identificar el modelo que se veía en la fotografía que les mostró González. El
hombre le comentó que cada vez venía un conductor diferente, que el vehículo
cargaba combustible una vez al mes, y que esa vez había ocurrido por última vez
un par de semanas atrás. Desalentado por el tiempo que debería esperar para
apenas ver el vehículo y comprobar que se trataba del que buscaba su cliente,
González fue a su segundo objetivo: los talleres mecánicos. Un vehículo de esa
antigüedad necesitaría recurrentes ajustes y reparaciones, y obviamente el
dueño lo llevaría donde algún mecánico viejo que conociera de esa mecánica
automotriz clásica, y no lo andaría paseando de un lugar a otro arriesgando su
integridad. Para ganar tiempo empezó con los talleres más antiguos, cuyos
dueños fueran mecánicos añosos, lo que aumentaba la posibilidad de obtener algo
con lo que poder trabajar: en todos ellos le fue mal, pues nadie parecía haber
visto alguna vez un vehículo como el que aparecía en las fotografías. Luego de
recorrer todos los talleres de la zona sin resultados, quedaba solamente buscar
en locales de arriendo y compraventa: si no lograba nada con ellos, debería
esperar dos semanas hasta que volviera a
cargar combustible en la bencinera de la carretera.
El detective González iba de vuelta a la
agencia a buscar la cámara fotográfica para hacer un seguimiento pendiente.
Luego de una semana dando vueltas por bencineras y talleres mecánicos, había
conseguido un segundo caso que también necesitaba para poder mantener
funcionando el negocio y de paso, reforzar su nombre dentro del medio. Su
esposa sabía que esa noche no llegaría, así que decidió irse junto con su hija
a la casa de su madre, a regalonear en familia; así, González podría trabajar
con la tranquilidad que su familia estaría segura y pasándola bien en su
ausencia. El detective entró a la oficina, encendió la luz, y sintió un fuerte
y agudo dolor en su nuca que le hizo perder casi de inmediato el conocimiento.
La cabeza de González sonaba dentro de
sus oídos, como si un silbato dentro de su cráneo fuera soplado sin descanso.
Junto con ello, voces a lo lejos parecían querer decirle algo, pero en su
estado no lograba captar nada. De pronto un vaso de agua en su cara lo hizo
reaccionar abruptamente, y escuchar lo que las voces le decían.
—Despierta conchetumadre… tan mina que
salió este huevón—dijo una aguda voz de hombre.
—Te dije que se te pasó la mano con el
palo que le diste, ahuevonao—dijo una voz diferente, también de hombre pero más
grave.
González por fin pudo abrir los ojos,
estaba en una especie de galpón pequeño, como una bodega de forraje para el
ganado pero vacía. Frente a él había dos hombres, uno joven y obeso, muy
malagestado y con un bate de madera en su mano derecha, y el otro más viejo,
alto y huesudo, con un rostro poco expresivo y un cigarro en la mano. Cuando
intentó pararse de la silla en que estaba sentado, sintió las amarras en sus
muñecas atadas por detrás del respaldo de madera.
—Menos mal que despertaste maricón, ya
me tenías aburrido de verte dormir—dijo el joven obeso de voz aguda, jugando
con el palo.
—Trata de decirme maricón de frente y
desatado, chancho culiao—respondió González, haciendo que el gordo se
abalanzara sobre él, siendo apenas detenido por el viejo.
—Cálmate huevón, te está provocando—dijo
el viejo, alejando al gordo de un empujón y quitándole el arma de madera, para
luego dirigirse a González—. Y voh no te hagai el choro, te trajimos vivo
porque el jefe quiere hablar contigo.
—¿Qué jefe?—preguntó González.
De pronto un crujido en la puerta alertó
a los dos hombres: González desde su silla vio entrar a un tipo canoso, bajo,
gordo, vestido con ropa de marca pero sin un estilo definido. El hombre caminó
hacia él, se detuvo a un metro de distancia, y justo antes de empezar a hablar
lo observó con detención, inclinándose un poco hacia adelante para ver mejor su
rostro. Luego de un par de segundos se enderezó y dijo con voz sorprendida:
—No puedo creerlo, el matapacos en
persona.
III
Pablo González estaba desconcertado. Lo
habían golpeado, secuestrado, inmovilizado, y ahora que llegaba el autor
intelectual del plagio, parecía conocer su historia de vida.
—Parece que no te acuerdas de mí—dijo el
hombre, todavía con expresión de sorpresa en su mirada.
—No sé quién es usted—dijo González, esforzándose por hacer memoria
mientras el tipo pareciera estar viendo un fantasma.
—Claro, lo más seguro es que ni te acuerdes de mí, si estabas ocupado
sacándole la chucha al Pérez ese, tu capitán traficante—dijo el hombre—. No has
cambiado mucho, según recuerdo. Y por lo que veo seguiste en el rubro, pero por
fuera.
—No te recuerdo. ¿Tienes nombre?—preguntó González, sin lograr asociar la
cara del hombre con el día en que empezó a cambiar su vida.
—Mi nombre no importa, dime Marco si quieres—respondió el hombre—. Cuando
hicieron la operación, yo era uno de los burreros, me tragué completita la
historia del paco encubierto… el maricón estuvo meses, casi un año viviendo con
nosotros, para poder pescar al maricón del Pérez… me costó un mundo salir de la
cana, menos mal que tenía con qué pagarle al abogado para que me consiguiera la
condicional. De ahí me fugué y volví al negocio.
—¿Y por qué me secuestraron?—preguntó González—. Yo no tengo nada que ver
con carabineros ni investigaciones, no me dedico a cuentos de drogas, y como te
decía no te recuerdo, pese a que estuviste ahí.
—Ah eso, verdad—dijo el autodenominado Marco, sonriendo—. No tiene nada que
ver con esto, olvídalo, es algo más importante aún: ¿por qué andas como loco
buscando mi auto? Un conocido mío le avisó a mis soldados que alguien andaba
preguntando por todos lados por mi joyita, y por eso te mandé buscar y traer.
—¿Tu auto?—preguntó González, maldiciendo su mala suerte—. ¿Tú eres el
actual dueño del Bel Air que me encargaron encontrar?
—A ver… ¿cómo es eso que te encargaron mi auto?—preguntó Marco.
—El primer dueño del auto me contrató para encontrarlo porque quiere
intentar recuperarlo, por eso tengo las fotos, la patente, y toda la
información original del vehículo—dijo González, pensando en comprar algún tipo
de sahumerio una vez salvara la situación y terminara el caso—. Fui primero a
la comisaría, luego a las bencineras, después a los talleres mecánicos, me
quedaban sólo las automotoras.
—Ya… el auto se lo compré a un coleccionista, junto con cinco autos más,
¿ese es el que lo quiere recuperar?—preguntó Marco.
—No te puedo decir quién es mi cliente, pero no es él—dijo González—. Tú
entiendes, secreto profesional.
—Sí claro… es raro el cuento matapacos, el coleccionista que me lo vendió
dijo que eran autos heredados de su padre, que él era el segundo y único dueño,
y que nunca habían salido de la familia—dijo Marco, poniéndose nervioso—. ¿Y
cómo es tu cliente?
—Así—dijo la voz de Joaquín Henríquez abriendo la puerta; acto seguido el
dueño del bar apuntó su pistola semi automática y sin pensarlo dos veces disparó
cuatro veces, matando a los dos soldados de Marco, y dejando al traficante de
rodillas y tapándose la cabeza—. ¿Cómo estás Marco, me echaste de menos?
—No me matís Joaco, la dura, nunca quise cagarte… mi contacto en Bolivia me
jugó chueco y pasé a pérdida, y tuve que elegir a quién cargar… huevón, te voy
a devolver todo, te lo juro—dijo casi al borde de las lágrimas el traficante.
—¿También me vas a devolver a mi señora, maraco hijo de puta?—dijo
Henríquez, mirando con frialdad al narcotraficante que seguía botado en el
suelo en posición fetal.
—Don Joaquín, ¿qué está pasando aquí?—preguntó González, mientras intentaba
forzar sus amarras.
—Lamento haberlo usado don Pablo—dijo el hombre, sacando una cortaplumas
automática con la que cortó las ataduras de González, quien lentamente se paró
y retrocedió, lejos de la línea de fuego de su cliente.
—No sé a qué se refiere—dijo González, mirando a ambos hombres sin entender
lo que estaba sucediendo.
—¿Recuerda que le conté que había tenido problemas económicos y había
tenido que vender mi auto? Pues bien, esos problemas fueron causados por este
marica de mierda que me jugó chueco con la compra de varios kilos de cocaína,
para vender en el bar—dijo Henríquez, para sorpresa de González—. Por favor, no
creerá que con lo que deja un bar se pueda vivir con comodidades en esta zona
del norte, don Pablo.
—Está claro que no, que todos los beneficios se los lleva Santiago—dijo
González, buscando su revólver en la pistolera de la espalda.
—No busque su arma don Pablo, acá la tengo—dijo Henríquez mostrándole el
revólver con la mano izquierda—, esos dos tarados no la notaron cuando lo
aturdieron, pero yo sí.
—¿Qué tiene que ver su señora en todo esto?—preguntó González.
—La Juanita…—dijo Henríquez en medio de un suspiro, para luego patear en
las costillas a Marco—. Mi Juanita tenía cáncer, y una parte importante del
dinero de las ganancias de la cocaína se me iban en pagar sus terapias, y en
hacer su vida más llevadera… gracias a esta mierda me quedé sin cocaína y sin
plata, y atochado en deudas del bar. Con la plata del auto pude pagar a tiempo
para que no me mataran, pero lamentablemente las lucas no me alcanzaron… mi
Juanita se murió… yo sabía que iba a morir, que era irreversible, pero quería
que muriera sin sentir dolor… mi mujer se murió llorando de dolor, porque no
tenía plata para pagar la cantidad de morfina que necesitaba, y el médico nunca
le dio la dosis suficiente para que muriera al menos tranquila.
—Joaco, perdóname, te juro…—intentó decir Marco, siendo interrumpido por un
violento pisotón que le quebró todos los dedos de la mano derecha, haciéndolo
gritar desaforadamente.
—Duele harto, ¿cierto conchetumadre?—dijo Henríquez, mirando a Marco—. Así
le dolía a mi esposa, pero ella aguantó una semana, y así y todo no gritaba
tanto como tú.
—Don Joaquín… déjelo, péguele un par de patadas más y de ahí lo entrega a
carabineros—dijo González, preocupado por lo que le podía hacer al traficante y
a él mismo—. Yo voy a testificar en su
favor.
—Escucha al matapacos Joaco, sácame la chucha y estamos, no me matís, te
voy a pagar todo, por favor…
—Llevo años esperando este momento, y no lo voy a desaprovechar, don
Pablo—dijo Henríquez—. Ni se imagina cuánto he gastado para dar con este mal
parido. Todo lo que usted hizo para ubicarlo, yo ya lo había hecho, pero cuando
descubrían que era yo, arrancaban. Por eso decidí contratarlo a usted, para
poder usarlo para dar con el escondite de estos desgraciados. Yo jamás quise
perjudicarlo don Pablo, y le pido mil disculpas por lo que ha tenido que
pasar—dicho eso, Henríquez se acercó a la puerta de la bodega en que se
encontraban, y lanzó con fuerza el revólver de González hacia fuera, sin
objetivo definido.
—¿Qué está haciendo?—preguntó González.
—Don Pablo, este es el fin del camino para este hijo de puta y para mí,
pero no tiene por qué serlo para usted—dijo Henríquez—. Una vez que salga de
acá, buscará su revólver, lo recogerá, y… bueno, usted decidirá qué hacer. Yo
ya vendí el bar, y en cuanto termine de torturar y matar a este huevón
desapareceré para siempre. Si usted decide ser un héroe, y se devuelve armado a
salvar a esta mierda, lamentablemente tendré que matarlo.
—Matapacos, por favor… si matai a este huevón te paso veinte… no, treinta
kilos de cocaína pura, tú sabís cuánto vale—dijo Marcos, llorando en el suelo—.
Te doy lo que querái huevón, pide y será tuyo pero por favor mata a este
huevón… por favor, me va a hacer mierda…
—Don Joaquín… usted sabe que fui carabinero, no puedo hacerme el tonto—dijo
González, mirando a Henríquez y tratando de adivinar qué pasaba por su
atormentada mente.
—Lo imagino… bueno, vaya por su revólver. Ojalá se demore harto—dijo
Henríquez, volviéndose hacia Marco para empezar a pisotear sus manos y
antebrazos y patear sus costillas, mientras apuntaba a González.
Pablo González salió del lugar. El ex carabinero se encontraba en medio de
la nada, con un frío que calaba los huesos y una gran luna llena iluminando la
zona. De inmediato el detective empezó a adivinar dónde podía haber caído su
arma según la posición de la puerta de la bodega, mientras se escuchaban de
fondo los gritos destemplados de Marco: en esos momentos le hubiera servido un
arma cromada, para poder ver el reflejo de la luz de la luna sobre ella.
González apuró el paso y calculó cuánta distancia podría haber recorrido su
revólver. De pronto vio al lado de una piedra su Taurus 38 intacto; justo
cuando se agachó a recogerlo, un largo y sonoro “No” salido de la bodega fue
interrumpido por una impresionante explosión que casi desintegró la construcción,
dejando trozos de madera, carne y fibra esparcidos por doquier. Luego que logró
ponerse de pie y que sus oídos dejaran de sonar, podría haber jurado que de
fondo se escuchó el motor de una motocicleta.
IV
El detective González estaba de vuelta a la tarde siguiente en su oficina,
luego de pasar toda la noche declarando en el lugar de los hechos y
posteriormente en la comisaría con sus ex colegas, y la mañana completa en la
oficina del fiscal, para después ir a su casa a bañarse y a contarle a su
esposa todo lo que le había tocado vivir esa extraña jornada, y almorzar para
reponer fuerzas y retomar el trabajo habitual. En la oficina se dedicó a
eliminar los pre informes que tenía para Henríquez, y a buscar los datos para
el seguimiento que no había podido hacer la noche anterior. Lo único positivo
de toda esa situación era que había cobrado el cheque del adelanto que le había
dejado Henríquez, y que había quedado con saldo a favor luego de esos días de
investigación. Terminada la jornada, y antes de ir al domicilio donde debía
empezar el seguimiento, decidió pasar al bar de Henríquez, a ver qué sucedería
con el lugar y quién sería el nuevo propietario del negocio. Para sorpresa suya
el local estaba abierto, por lo que decidió entrar: pese a estar varios
segundos mirando a quienes estaba tras la barra, no podía dar crédito a lo que
sus ojos veían.
—¿Qué te pasa Pablo? Parece que estuvieras viendo un fantasma.
—¿Don Ernesto? ¿Señora Antonieta? ¿Qué diablos están haciendo acá?—exclamó
estupefacto González, al ver a su ex jefe y su esposa tras la barra del bar.
—Ni te imaginas lo que sucedió Pablo—dijo Ernesto Benavides, estrechando la
mano de González—. Ayer por la tarde apareció por nuestra casa don Joaquín
Henríquez, el dueño del bar. Dijo que había hablado contigo, que te había hecho
un encargo, pero que por motivos personales debía irse rápidamente de Chile, y
que necesitaba vender con urgencia el bar.
—El señor Henríquez nos lo ofreció, lo conversamos con Ernesto, y decidimos
que era una buena idea tener esta fuente de entradas—dijo Antonieta Garrido—.
Le hicimos una oferta con la plata de mi jubilación y unos ahorros que tenía
Ernesto, y la aceptó de inmediato.
—Así que estás frente a los flamantes nuevos empresarios de la noche
nortina… ah, casi lo olvidaba, el señor Henríquez dejó el cheque por lo que te
debía del encargo que te hizo—dijo Benavides entregándole el documento al
detective, mientras González no salía de su asombro.
—¿Se siente bien, Pablo? Lo veo demasiado sorprendido—dijo Garrido, algo
preocupada.
—Por lo visto no tienen idea de lo que pasó con Joaquín Henríquez—dijo
González—. Hace una semana…
—Espera un poco—interrumpió Benavides, sacando de la vitrina tres vasos
cortos y una botella de whisky—. Por lo visto esta será nuestra primera
historia de bar, y tienes que contarla como corresponde—dijo Benavides,
sirviendo los tres vasos para luego, junto con su mujer, escuchar atentos el
relato que Pablo González les tenía que contar.
FIN
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