No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

miércoles, 4 de septiembre de 2013

El caso de la platería robada



I

Pablo González estaba fuera de la oficina lavando su viejo pero bien mantenido Kia Pop. Pese a los años, el vehículo casi no tenía problemas, y para el uso que le daba su rendimiento resultaba bastante económico. La economía no estaba en su mejor pie en ese instante por la escasez de clientes, por lo cual debía extremar recursos para ajustarse al exiguo presupuesto que manejaba, y no poner en riesgo el sustento de su familia. Pese a todo, González era un agradecido de la vida, pues no obstante las dificultades, nunca había dejado de proveer lo necesario para su hogar, aparte del amor que reinaba en su joven familia.

Media hora más tarde, González se aprestaba a ir a su casa, luego de esperar pacientemente a que alguien apareciera a pedir sus servicios, cosa que nunca sucedió. Cuando ya tenía todo cerrado, decidió pasar al bar de su ex jefe y ex socio Ernesto Benavides y su señora Antonieta Garrido, para tomar un combinado y disfrutar de una amena charla. En cuanto entró fue saludado cariñosamente por la pareja, quienes se aprestaban para retirarse del lugar. De pronto Garrido miró hacia una mesa en que esperaba sentada una vieja mujer.

—Dios mío Ernesto, se nos olvidó la Filomena—exclamó la mujer.
—¿Qué Filomena? Ah chucha, la señora Filomena—dijo Benavides.
—¿Qué les pasó, se les olvidó la señora en la mesa?—dijo González, divertido.
—La señora Filomena es una abuelita buena onda, que viene a tomarse un trago viejo de vez en cuando—dijo Benavides—. A veces está acompañada, otras demasiado sola.
—Habíamos quedado con Ernesto de acompañarla un rato, pero de verdad que se nos olvidó—agregó Garrido—. Y ahora viene para acá.
—¿Les viene a cobrar sentimientos?—preguntó González.
—No, no le habíamos dicho, simplemente se nos olvidó—dijo Benavides.
—Hola señora Filomena—dijo Garrido, abrazando a la añosa mujer.
—Hola hijita, ¿cómo estás?—dijo la anciana, para luego girar y abrazar a Benavides—Y usted Ernesto, ¿cómo ha estado?
—Bien señora Filomena, justamente nos estábamos acordando de usted—respondió Benavides.
—Y este chiquillo es amigo de ustedes?—preguntó la mujer, refiriéndose a González.
—Buenas tardes, mi nombre es Pablo González y sí, soy amigo de la familia hace algunos años—respondió González poniéndose de pie y estrechando la mano de la mujer.
—Ya que no me presentan, mi nombre es Filomena Almonacid—dijo la mujer, para luego girar nuevamente hacia Benavides—. Oiga Ernesto, necesito pedirle una ayudita, como usted fue detective privado…
—Es que yo ya estoy retirado hace años, doña Filomena—dijo Benavides—. Pero el señor González es quien quedó a cargo de mi vieja oficina, tal vez él la pueda ayudar.
—Es que me da no sé qué molestar a alguien a quien no conozco—dijo Almonacid.
—Cuénteme qué le pasa, y veré si le puedo dar un consejo, señora Filomena—dijo González, viendo en los rostros del matrimonio una expresión de agradecimiento al dejar a la mujer acompañada y poder volver a su hogar.
—Bueno, nosotros los dejamos, buenas tardes—dijo Garrido, mientras la pareja se despedía de la anciana y el detective.

Pablo González quedó en la pequeña mesita del bar junto a Filomena Almonacid. La mujer parecía ser octogenaria, de ojos vivaces y sonrisa amable, con ropa pasada de moda pero bien cuidada y limpia, y llevaba en su mano derecha una pequeña copa con una sombrilla de adorno.

—Bueno señora Filomena, ¿en qué la puedo ayudar?—dijo González, mirando con curiosidad a la mujer.
—Le cuento señor González. Tengo una casa vieja, la única herencia grande que le dejaré a mis hijos; el resto de las cosas, todo, son más que nada chucherías—dijo Almonacid—. Pero hay algunas de esas chucherías que están desapareciendo de mi casa, muy lentamente, y eso me tiene un poco angustiada.
—¿Qué está desapareciendo de su casa?—preguntó González, empezando de inmediato a dudar del estado mental de la anciana.
—Mi abuela me heredó un viejo juego de cubiertos, que según ella eran de plata, pero que en realidad no parecen más que una imitación de alpaca—dijo la mujer—. El juego viene en una maleta de madera con terciopelo, donde viene el espacio preciso para cada pieza. Bueno, desde hace algunos meses, están empezando a desaparecer de la caja de a poquitito, como para que no se note.
—A ver, vamos por partes, ¿está segura de no estar usando usted esas piezas y que luego no recuerda dónde las dejó?—preguntó de inmediato González.
—No, yo no uso esos cubiertos, son el único recuerdo de mi abuelita—dijo la mujer—. Esas piezas tienen más de ciento ochenta años, y deben estar oxidadas. Yo tengo un servicio que me trajo una nieta, con mangos de color rosado, muy bonitos.
—Y si no usa regularmente las piezas, ¿cómo se dio cuenta que le faltaban algunas?
—Señor González, no tengo muchos quehaceres durante el día. A veces para matar el tiempo, saco mis recuerdos y los reviso, los miro, los atesoro y los sueño—dijo Almonacid.
—Ya veo… ahora, si es del siglo diecinueve, lo más probable es que sí sean de plata, porque en esa época era común usar ese tipo de metales—dijo González—. ¿Sus cubiertos son muy pesados?
—Sí, bastante… en verdad no había pensado que pudiera ser plata pura… de hecho tampoco me importa, lo que me importa es que es el único recuerdo de mi abuela, y que de a poco se escapa de mis manos—dijo la mujer, con voz algo angustiada.
—Claro, la entiendo bien—dijo González—. ¿Usted vive con alguien, señora Filomena?
—No, vivo sola. Yo enviudé hace cinco años, y desde esa fecha la gente parece turnarse para acompañarme—dijo Almonacid—. Mis hijos han tratado muchas veces de convencerme que me vaya a vivir con ellos, pero la verdad es que no quiero, me siento bien tal y como estoy. Ellos le pagan a una señora que vaya a hacer las cosas más pesadas de la casa tres veces a la semana, y el resto del tiempo siempre aparece alguien a visitarme, y a ayudarme a matar el tiempo.
—Qué bien, se nota que su gente la quiere—dijo González—. Y aparte de venir acá de vez en cuando, ¿hace alguna otra salida?
—De vez en cuando visito a alguna amiga en su casa… la verdad es que este último tiempo las visitas a las casas se han transformado en visitas al cementerio… Mi generación está muriendo, señor González—dijo la mujer, melancólica—Eso es lo que más me duele, sé que me queda poco tiempo en este mundo, y que todas estas chucherías quedarán tal vez botadas o arrumbadas en un rincón… pero así y todo aún son mías, y no quiero que desaparezcan de mi vida antes que yo.
—Claro, es lo mínimo que puede esperar—comentó González, para luego preguntar—Señora Filomena, ¿mañana en la tarde estará acompañada en su casa?
—Sí, mañana viene mi hija mayor a tomar once, ¿por qué?—preguntó Almonacid.
—¿La puedo visitar en su casa, para ver si la puedo ayudar con sus cubiertos desaparecidos?
—La verdad señor González es que no tengo dinero para pagar sus honorarios—respondió Almonacid.
—No le cobraré, señora Filomena—dijo González—. No voy a hacer una investigación formal, simplemente iré a su casa a hablar con su hija y a que me muestre su caja de chucherías, a ver si se me ocurre algo para ayudarla.
—De verdad lo haría?—dijo la mujer, esperanzada—. Muchísimas gracias señor González. Lo espero mañana en la tarde, a la hora que pueda. Tendré algo rico… una torta para la once.
—Pierda cuidado señora Filomena—dijo González—. Y por favor, no se haga muchas ilusiones, recuerde que sólo iré a mirar sus chucherías, y a comer torta.

II

Pablo González llegó a las seis en punto a la casa de Filomena Almonacid. La vieja propiedad aún tenía los aires señoriales de las edificaciones de la primera mitad del siglo XX, y se veía bastante bien cuidada para su antigüedad. Como no pudo encontrar un timbre, el detective abrió la reja para llegar a la puerta y golpear un par de veces. Algunos segundos más tarde abrió la puerta una mujer muy parecida a la señora Almonacid, pero con unos veinte años menos a cuestas.

—Buenas tardes, qué necesita?—preguntó la mujer.
—Buenas tardes, soy Pablo González, conocido de unos amigos de la señora Filomena Almonacid.
—Ah sí, el detective privado—dijo la mujer, sonriendo—Pase por favor, mi madre ha hablado todo este rato de usted. Mucho gusto de conocerlo, me llamo Filomena Poblete, y soy la hija mayor de Filomena.
—Mucho gusto, señora.

González siguió a Poblete por un pasillo distribuidor hasta un gran comedor donde destacaban varias vitrinas llenas de adornos de loza y metal, y varias cajas de madera de incierta antigüedad y contenido. Al centro de la sala había una mesa rectangular bastante larga, en cuya cabecera se encontraba Filomena Almonacid, sentada en un sitial con patas y brazos tallados.

—Señor González, buenas tardes, qué gusto de verlo nuevamente—dijo Almonacid, poniéndose de pie para saludar al detective.
—Buenas tardes señora Filomena, ¿cómo ha estado?
—Muy bien, muy bien—dijo la mujer—. Asiento por favor. Veo que ya conoció a mi hija Filomena.
—Gracias—dijo González, mirando a ambas mujeres—Bueno señora Filomena, vamos a lo nuestro, ¿cuál de todas las cajas es la que tiene la platería que usted dice que ha empezado a desaparecer?
 —Esta es—dijo Almonacid, poniéndose de pie y dirigiéndose a la vitrina más antigua del comedor, desde la cual sacó una caja de madera oscura con un seguro, bisagras y bordes de bronce oxidado. Con sumo cuidado la mujer corrió el mantel de encaje para poner sobre la madera desnuda la caja, la cual crujió cuando Almonacid soltó el seguro, y luego al abrir la tapa por lo oxidado de las bisagras. Dentro de la caja había una cubierta de terciopelo negro con espacios con la forma de cada pieza del juego de cubiertos, los cuales estaban casi en su totalidad ocupados, salvo unos cuantos vacíos. Con mucho cuidado González sacó una de las cucharas de café para mirarla con detención: el trabajo del orfebre era sobrio y pulcro, con unas pocas líneas labradas en paralelo a la forma de la pieza, y un pequeño número grabado en la parte posterior del mango.
—Esto es plata—dijo González—. Tengo un conocido que es anticuario, y él me explicó que en los metales preciosos se graba el número de kilates en alguna pare de la pieza. Ese es el número que tiene ahí; no lo alcanzo a  ver, pero confirma que es plata.
—O sea que la colección tiene algo de valor—dijo la hija.
—Tal vez bastante, pensando en la antigüedad y en la cantidad de plata utilizada—dijo González—. Aparte de la familia, ¿qué otras personas visitan la casa?
—Además de un par de amigas de mi edad, a las que espero no tener que ir a ver a sus velorios todavía, la señora Ester es la única que viene para acá—dijo Almonacid—. Ella es la señora que contrataron mis hijos para que me ayude con los quehaceres del hogar.
—Bueno señor González, supongo que no habrá venido sólo a ver los cubiertos de mi madre—dijo la hija de la dueña de casa—Usted es nuestro invitado a tomar onces, y es lo que vamos a hacer ahora, ¿les parece?

Durante la siguiente hora, el detective compartió una opípara once con madre e hija, donde conversaron de historias de vida y sueños para el futuro. Luego de agradecimientos y parabienes, y después de comprometerse a ayudar a investigar la desaparición de las piezas de plata faltantes, González se despidió de Almonacid, y fue escoltado por la hija de ésta a la puerta. Justo antes de despedirse, la mujer salió con él de la casa y cerró la puerta tras de sí.

—Señor González, necesito conversar algo con usted—dijo la mujer.
—Dígame, señora Filomena—dijo González.
—Mi madre está con problemas severos de memoria, señor González. Como usted se dio cuenta, ella maneja sus vitrinas con llaves, de las cuales no hay copias, por tanto el único modo que esas cucharas se hayan extraviado es que ella las haya cambiado de lugar y no recuerde dónde las dejó.
—Ya veo—dijo González.
—Yo de verdad le quiero agradecer su visita, y el tiempo que le ha dedicado, pero aquí no hay nada que investigar—dijo la mujer.
—Claro, la comprendo—respondió González—. ¿Y han pensado en buscar ayuda profesional?
—De hecho estábamos esperando su visita—dijo Filomena—Conversamos con nuestra mamá y quedamos en que después que usted la visitara, nos permitiría llevarla a un médico. Como acá no hay geriatras, la vamos a llevar a un neurólogo para ver qué opina él.
—Ojalá todo resulte bien, y no sea algo irreversible ni muy grave. De todos modos, si creen que puedo ayudar en algo, no duden en ubicarme.
—Muchísimas gracias señor González, usted es una persona admirable—dijo Filomena, emocionada.

III

Pablo González estaba en la agencia una semana después, trabajando en un seguimiento. Aparentemente la infidelidad y los celos se estaban poniendo de nuevo de moda, lo que le traería cierta bonanza económica; sin embargo, como el tema era casi estacional, tenía que aprovechar la racha para poder guardar algo de dinero para el período de vacas flacas. Mientras terminaba de revisar el audio de un micrófono escondido en la oficina de la pareja de su cliente, una cara conocida se asomó por la puerta.

—Hola don Ernesto, ¿cómo ha estado?—dijo González, saludando a su ex jefe y ex socio.
—Hola Pablo, ¿cómo está todo en tu agencia?—preguntó Benavides.
—Bien don Ernesto, tal como usted me dijo, no llueve pero gotea—respondió González—. ¿Cómo va todo en el bar, se acostumbró bien a la nueva pega?
—Excelente, con Antonieta estamos felices, fue una buena inversión desde el punto de vista económico y humano, porque además recuperamos a muchos amigos alejados por el asunto pega—dijo Benavides, contento.
—¿Y a qué se debe su visita, don Ernesto?—preguntó González.
—Nos tiene preocupados la Filomena, Pablo—respondió Benavides—. Desde que te dejamos hablando con ella no ha vuelto a aparecerse por el bar.
—Qué raro… tal vez el control con el neurólogo…
—¿Qué neurólogo?—preguntó preocupado Benavides.
—Los hijos la querían llevar al neurólogo, porque decían que lo de la desaparición de las cucharas de plata tenía que ver con su memoria—dijo González.
—Pucha, ojalá no sea así—dijo Benavides.

De pronto el ruido de un vehículo frenando bruscamente se sintió a la salida de la oficina. Un par de segundos después, un joven entró con cara de asustado a la oficina.

—¿Usted es el detective González? Soy nieto de Filomena Almonacid, por favor venga conmigo, el psiquiatra de mi nona necesita hablar con usted, urgente.
—Te sigo en mi auto—dijo González, para luego girar hacia Benavides—. Don Ernesto, ¿me cuida la oficina?
—Por supuesto Pablo, que te vaya bien.

González subió a su Kia Pop y salió raudo tras el vehículo del nieto de Almonacid. Luego de menos de cinco minutos de conducción, ambos automóviles se instalaron frente a la puerta de la casa de la simpática anciana. En el antejardín había dos o tres personas con cara de miedo, una de las cuales temblaba de pies a cabeza.

—Sígame, rápido—dijo el muchacho, para luego subir corriendo la escalera hasta el segundo piso, donde se encontraba la habitación de su abuela. Cuando entró, vio a la mujer sentada en la cama, rodeada de familiares  y de un hombre de mediana edad.
—Hola señora Filomena, ¿cómo ha estado?—dijo González.
—Hola señor González. He estado bien, pero parece que he asustado a mucha gente estos días—dijo Almonacid, mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.
—Señor González, ¿podríamos hablar un instante afuera?—dijo el hombre desconocido de mediana edad.

González, el hombre desconocido y la hija mayor de Almonacid salieron al pasillo que daba al dormitorio de la mujer.

—Señor González, soy el doctor Alberto Herrera, soy psiquiatra, y estoy viendo el caso de la señora Almonacid—se presentó el hombre.
—¿Psiquiatra? Pucha, no sabía que la señora Filomena estaba tan mal—dijo González—. ¿No se suponía que la vendría a ver un neurólogo?
—Señor González, quien haya venido a ver a mi madre no importa mucho ahora—dijo Filomena, con cara de asustada—, ¿usted no le dejó ningún aparato de esos que usan en espionaje por casualidad?
—¿Cómo? Disculpe pero no entiendo la pregunta—dijo el detective.
—Señor González, no sé cómo explicarle esto… de hecho desde mi visión profesional no encuentro explicación alguna—dijo Herrera.
—Bueno, ¿alguien me va a decir qué diablos pasa?—dijo González, algo molesto.
—Venga, pasemos para que lo vea con sus propios ojos—dijo Filomena.

González entró de nuevo a la habitación de Almonacid, escoltado por el psiquiatra y la hija; antes que alguien interviniera, González tomó la palabra.

—Señora Filomena, ¿por qué me dijo recién que ha asustado a mucha gente estos días?
—Bueno, es que por fin descubrí a quien me robaba las cucharas de plata—dijo la mujer, poniendo cara de seriedad.
—Qué bien, ¿quién es el ladrón?
—Ladrona para ser más precisos—dijo Almonacid—. Es mi abuelita.
—Ajá—dijo González, algo apenado al ver el estado de enajenación mental de la anciana mujer.
—La misma cara puso mi hija cuando le conté—dijo Almonacid, sentándose erguida en la cama—. Verá, después que usted me visitó, decidí tomar el toro por las astas y ver qué pasaba con mis cubiertos, luego que mi hija me dijera que quería traer a un neurólogo a mi casa. Así que esa noche me quedé en pie y bajé en la madrugada al comedor: ahí vi que la vitrina estaba abierta, y que mi abuelita estaba sacando una cucharita de café. Me quedé bien calladita para que no me viera, para saber qué hacía con la cucharita. Lentamente mi abuelita subió la escalera, entró a mi habitación, y la guardó debajo de mi colchón.
—Cuando mi madre me contó esto, de inmediato supe que no debía llamar a un neurólogo sino al psiquiatra—dijo la hija de la mujer—. Así di con el doctor Herrera, el único que aceptó atenderla acá.
—¿Y por qué su abuelita guardó la cuchara bajo su colchón?—preguntó González, confundido por el curso de la historia.
—Cuando yo era niña no había mucho en qué entretenerse señor González, y a la gente adulta le costaba pasarla bien con los niños—dijo Almonacid—. Entonces a mi abuelita se le ocurrió un juego: ella me escondía una cucharita en cualquier parte de mi habitación, y yo tenía que encontrarla. Si la encontraba antes de una hora, me regalaba una chaucha.
—Pero usted sabe que su abuelita falleció—dijo González, con suavidad.
—Por supuesto, si yo estuve con ella cuando se murió—dijo Almonacid—. Yo tenía como ocho o nueve años, y mi abuelita me había escondido hacía poco rato la cuchara de ese día. Yo estaba en lo mejor buscándola cuando escuché un golpe enorme y prolongado: mi abuelita se había tropezado, y rodó escalera abajo. Cuando llegué a su lado ya había fallecido, parece que se quebró el cuello en la caída. Pobrecita, a sus noventa años tenía sus huesitos demasiado frágiles y no aguantó el porrazo.
—Y entonces, ¿cómo es posible que su abuelita haya vuelto a jugar con usted, señora Filomena?—preguntó González.
—Es lo mismo que le pregunté a la señora Filomena cuando la entrevisté hace un rato atrás—dijo el psiquiatra—. El problema es que no alcanzó a responderme.
—¿Por qué?—preguntó curioso González.
—Porque mi abuelita decidió ponerse a jugar justo cuando estaba hablando con el doctor—dijo Almonacid, para de pronto fijar su vista en la puerta de entrada de la habitación—. Mire, ahí viene de nuevo.

González miró hacia la puerta de entrada. Por ella venía entrando una cuchara de café del juego de Filomena Almonacid, flotando en el aire y dirigiéndose hacia la añosa mujer.

—¿Ahora entiende por qué la pregunta acerca de si usted le había traído algún aparato a mi madre?—preguntó asustada la hija de la mujer.

González miró con detención la cuchara. Luego de convencerse que no tenía ningún hilo ni imán, se acercó con lentitud y sin titubear la sujetó con la punta de sus dedos. La pequeña cuchara, en vez de dejarse estar en su mano, pareció cobrar fuerzas y empezó a moverse hacia el ropero de Almonacid, a vista y paciencia de todos en la habitación: cuando González llegó a la puerta del viejo ropero, sintió un par de tirones en la cuchara, guiándolo hacia la manilla. Cuando abrió la puerta, la cuchara guió su mano hasta el fondo de madera, para luego empezar a ascender hasta llegar a la barra donde se colgaban los ganchos con la ropa; luego la cuchara se desplazó hacia uno de los soportes en que se unía la barra con la estructura del mueble. Justo sobre dicho soporte la cuchara chocó contra algo metálico.

—Acá está, doña Filomena—dijo González.
—No puede ser…—dijo la anciana mujer, al ver en la mano de González la cuchara que había entrado volando a su habitación, y junto a ella la cuchara que nunca había encontrado, luego del deceso de su abuela.
—Al parecer su abuelita quería terminar el juego—dijo González, entregándole a la mujer ambas cucharas. De inmediato Almonacid se puso de pie, sacó de su velador las cucharas restantes, bajó al comedor, sacó la caja, y colocó todas las piezas faltantes en sus respectivos lugares: pasadas varias décadas, el juego por fin había terminado.

IV

Ernesto Benavides estaba recordando viejos tiempos en el escritorio de la agencia de detectives. De pronto un enojado Pablo González entró por la puerta, refunfuñando.

—Hola Pablo, ¿qué te pasó que estás tan enojado?
—Hola don Ernesto, estoy choreado por lo que le pasó a la señora Filomena—dijo González.
—¿Le pasó algo grave?—preguntó preocupado Benavides, al ver que la actitud de González no cambiaba
—Sus hijas y un psiquiatra decidieron internarla en un hogar de ancianos.
—Pobrecita, ¿tiene Alzheimer?—preguntó Benavides.
—No, no tiene nada.—dijo González.
—¿Y entonces?
—Tiene un fantasma en su casa, y para la familia y el psiquiatra reconocer que existe ese fantasma está fuera de toda lógica, pese a haber visto las pruebas de su existencia—dijo González, aún molesto.
—Definitivamente no hay peor ciego que el que no quiere ver—dijo Benavides—. Vamos, te invito un combinado, necesitas despejar tu mente un rato que sea.
—Está bien don Ernesto—dijo González, aún apesadumbrado—. Creo que debo poner en práctica uno de los tantos consejos que me ha dado en esta pega.
—¿Cuál sería?—preguntó Benavides.
—Que no me olvide de olvidar.

FIN

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