I
Pablo González estaba sentado en la
barra del único bar decente del pueblo. Ya llevaba dos meses trabajando en la
agencia de detectives privados de Ernesto Benavides, y si bien es cierto ya
estaba aprendiendo los gajes del oficio y utilizando su formación policial para
facilitar su trabajo, no podía sacarse de la cabeza las amenazas del capitán
Pérez. En el tiempo que llevaba aún no estaba participando activamente de
ninguna investigación, pues primero debía aprender los asuntos administrativos
del trabajo, que servían para informar a los clientes de los avances de aquello
por lo que estaban pagando, y de paso podrían servir de respaldo ante algún
requerimiento judicial, y todas las regulaciones que limitaban su campo de
acción, para no cometer delitos que empeoraran más su aún precaria situación.
Además, tuvo que comprarse un arma de fuego, pues al ser dado de baja debió
devolver su revólver institucional; por un asunto de costumbre y nostalgia,
decidió comprar el mismo modelo que usaba en su trabajo anterior, un Taurus
calibre 38 de seis tiros, cañón mediano y empuñadura de madera. Luego de una
aburrida tarde de papeleos varios, González se regaló un tiempo para ir al bar
a tomar en silencio mientras miraba el espejo delante del cual estaban
alineadas todas las botellas, y en el cual, además de reflejarse las etiquetas
traseras de los licores, podía ver el alma amargada de quien aún no se
acostumbraba a no ser quien había sido, y que no sabría si podría acostumbrarse
a ser lo que era y tal vez sería por el resto de sus días.
González estaba bebiendo su segunda
piscola; de pronto una voz conocida hablando tras él lo hizo girar bruscamente
y quedar de frente a quien venía
entrando, casi como un reflejo.
—Mi sargento Salgado—dijo González
poniéndose de pie y cuadrándose frente a un hombre canoso y obeso que entró al
bar con ropa deportiva.
—Despabílate huevón, ya no eres
carabinero, no tienes que cuadrarte ni tratarme de “mi sargento”, menos cuando
ando de franco—respondió el hombre, para luego saludar efusivamente a González.
—Qué gusto verlo de nuevo, mi
sargento—dijo González, contento de ver por fin una cara conocida.
—Manuel, me llamo Manuel huevón porfiado—respondió
Salgado.
—Prefiero que me diga Pablo, mi… perdón,
Manuel—dijo González, tratando de acostumbrarse al nuevo trato que debía darle
a quien fuera uno de sus superiores.
—Está bien, Pablo—dijo Salgado,
sonriendo al ver la cara de González al tratarlo por su nombre—. ¿Qué ha sido
de tu vida, hombre? ¿Cómo está tu familia?
—Bien, estoy empezando a trabajar en una
agencia de detectives privados. Por ahora sólo estoy haciendo pega
administrativa y pidiendo los permisos necesarios, pero al menos me alcanza
para mantenerme. Mi familia está bien, mi esposa me ha apoyado en todo y el resto
de mi familia le hace propaganda a la agencia para que tengamos clientes.
—¿Detective? ¿Te pasaste al bando
contrario, ahora eres tira?—dijo Salgado sonriendo, aludiendo a la histórica
rivalidad entre carabineros e investigaciones.
—Detective privado, nada que ver con los
tiras, eso jamás—respondió González—. ¿Y qué ha pasado en la comisaría, cómo
están todos por allá?
—Quedó la cagada con lo de tu sapeo,
Pablo. No creo que sea recomendable que te aparezcas por allá al menos por
algunos meses—dijo Salgado.
—¿Y por qué tanto?—preguntó González,
debiendo tragarse la rabia al saber que no podía contar la verdad, pues ello
pondría en riesgo la vida de su familia.
—Lo de Pérez era sabido por muchos, y
todos lo callaban. El día después que te dieron de baja y que trasladaron a
Pérez, llegó un general con gente de la Dipolcar para intervenir la comisaría.
Dos semanas después había cinco bajas más, incluido el teniente que estaba
reemplazando a Pérez,
—¿Mi teniente Gómez?—preguntó
sorprendido González
—Ya no es tuyo, ni es teniente.
—Cierto, aún no me acostumbro.
—El asunto es que ahora estamos haciendo
la misma pega de antes, pero con siete menos—continuó Salgado—, así que no eres
recordado con mucho cariño que digamos.
—Lo imagino—respondió González, mirando
su vaso medio vacío.
—Y han pasado más cosas, tanto o más
importantes que las bajas y los arrestos.
—¿Qué más podría haber pasado que fuera
peor que lo que vivimos?—preguntó González, cabizbajo.
—Mataron anteayer a Pérez—contestó
Salgado.
—¿Qué?—dijo González, casi
atragantándose con el sorbo del trago que estaba bebiendo.
—Aún no ha llegado la información
oficial a la comisaría—dijo Salgado—. Tengo un amigo que trabaja en la
frontera, él me contó ayer cuando nos juntamos.
—¿Pero qué chucha pasó, si apenas
llevaba dos meses allá?—preguntó González, sorprendido por la noticia.
—¿Tienes tiempo?—dijo Salgado— Mi amigo
me contó todo con lujo de detalles, incluidos los que no se sabrán.
—Por supuesto que tengo tiempo—respondió
González, recordando la amenaza que le había hecho Pérez, y que ya no se
concretaría.
II
El capitán Dagoberto Pérez llevaba un
mes y medio en el puesto fronterizo. El lugar al que había sido destinado no
tenía ni la mitad de las escasas comodidades que había en su comisaría de origen,
en la región de Atacama. El frío y la poca concentración de oxígeno en el aire
hacían sus días cada vez más desagradables, y los constantes roces con sus
compañeros lo tenían aislado en uno de los lugares más aislados del país. Pero
lo peor de todo para él era estar rodeado de “cholos”, gente con rasgos aymara
por doquier, y con un modo de hablar arrastrado que le incomodaba sobremanera,
máxime pensando en la cuna que lo había visto nacer, y con el entorno
socioeconómico con el que le gustaba codearse, que no era otro que aquel que
giraba en torno a las esferas de poder. Inserto en una familia cuyos miembros
prominentes ostentaban cargos de alto rango y responsabilidad dentro de
carabineros, gracias a los sacrificios propios de una carrera profesional bien
llevada, y con un tío ejerciendo como diputado reelecto debido al cariño que le
tenían sus votantes, Pérez era la oveja negra de la familia, pues a cada rato
intentaba usar a sus seres queridos como plataforma y escudo para cometer
abusos de toda índole, sin pagar nunca las consecuencias de sus actos. Sin
embargo su último delito fue lo suficientemente grande como para no quedar
impune, haciendo obligatoria su destinación a otra comuna para evitar un
evidente ajuste de cuentas contra quien creían que lo había delatado, y también
evitar que los traficantes intentaran cobrar su cuota en ese perverso juego.
El capitán Pérez se encontraba de turno
una noche, en las cercanías de un paso fronterizo no habilitado, pero usado
comúnmente por traficantes menores, burreros, y algunos aymaras que no se
consideraban bolivianos ni chilenos, sino miembros de la raza que los vio nacer
y cuya sangre llevaban con orgullo. Los policías ya conocían a todos quienes
frecuentaban ese paso, así que para evitar problemas innecesarios dejaban pasar
a los aymaras de siempre, lo que ocurría a ambos lados de la frontera como una
suerte de acuerdo tácito, destinado a respetar a la etnia originaria del lugar,
y a mantener las buenas relaciones locales entre ambos pueblos, ajenos del todo
a los discursos de la clase política que de tanto en tanto inventaban
conflictos limítrofes en una frontera administrativa. Cerca de las diez de la
noche, y cuando el frío viento del altiplano arreciaba con violencia en el
lugar, el sargento Mamani fue a buscar un poco más de mate de coca al vehículo
para soportar el frío y la puna: al ver que no quedaba nada, decidió manejar
hasta la comisaría para tener con qué pasar la noche.
—Pérez, te quedas un rato solo acá. Si
pasa algo me avisas por la radio—dijo el sargento.
—Capitán Pérez, huevón, respeta mi
rango—dijo Pérez mirando con odio al cholo vestido de carabinero.
—Y tienes cara de echar encima tu grado
después del cagazo que te mandaste… agradece que no te mandaron a la
conchetumadre, huevón—respondió el sargento, mientras encendía el vehículo y
empezaba el viaje de media hora a la comisaría.
Pérez se quedó en la inmensidad de la
noche solo, vigilando un pedazo de tierra que no parecía terminar en ningún
lugar, pensando en quién querría pasar por ahí que no fuera un traficante. De
pronto tres sombras aparecieron entrecortadas a la luz de la luna, acercándose
al lugar en que se encontraba; de inmediato Pérez encendió una linterna y pasó
bala en su ametralladora UZI.
—¡Alto ahí, carabinero!—gritó Pérez
hacia las sombras, dos de las cuales empezaron a mover sus manos en alto como
si estuvieran saludando.
—¿Sargento Mamani? Somos nosotros—dijo
una arrastrada y parsimoniosa voz de mujer, con el típico timbre agudo del
altiplano.
—El sargento no está, soy el capitán
Pérez, acérquense con las manos en alto y lentamente—dijo Pérez hacia las
sombras.
—Buenas noches capitán, soy Violeta
Quispe y él es mi hermano José—dijo la joven muchacha, acercándose a la luz de
la linterna de Pérez.
—¿Qué hacen por acá a estas horas de la
noche?
—Traemos un encargo de nuestro
padre—dijo la morena y menuda joven de larga cabellera, al hacerse visible en
la inmensidad del desierto—. Nos pidió que fuéramos a comprar un llamito para
una ceremonia a Bolivia, porque allá salen más baratos.
—Un llamito para una ceremonia… ¿de
verdad creen que me voy a tragar esa mentira?—dijo Pérez con voz altanera—Ese
animal debe estar cargado de cocaína.
—Esperemos al sargento Mamani, él nos
conoce y le explicará…—empezó a decir el muchacho.
—¿No
sabes la diferencia entre un capitán y un sargento, pendejo?—preguntó
Pérez, para luego agregar—. Ese huevón es mi subalterno, yo soy acá el que
decide de ahora en adelante, cholos de mierda.
—No le haga caso a mi hermano capitán,
es arrebatado desde chico. Le diré a mi papá para que lo ponga en regla—dijo la
muchacha, sujetando del brazo a su hermano y medio escondiéndolo tras ella.
—No es asunto mío este cholo malcriado, lo
que me interesa es la droga que traen en ese animal—respondió Pérez, cada vez
más enojado.
—Capitán, el llamito es para un ritual
religioso, nosotros no llevamos droga, ni siquiera mascamos hoja de coca porque
nacimos acá, así que no nos apunamos. Si quiere revise el llamito, no lleva
nada encima.
—No llevará nada encima, pero probablemente
sí adentro—dijo Pérez pasando la ametralladora hacia su espalda y sacando un
gran cuchillo con filo en un lado y borde aserrado en el otro.
—¿Qué va a hacer con ese
cuchillo?—preguntó asustada la muchacha.
—¿Qué crees que voy a hacer, chola de
mierda?—dijo airado Pérez—. Voy a abrirle la panza a tu bicho para sacarle la
coca que trae dentro, y después meterlos presos a ustedes por tráfico.
—¡No puede hacer eso!—gritó espantado el
muchacho, cruzándose por delante del animal—. El llamito es sagrado, lo vamos a
usar en una ceremonia, no lo puedes matar.
—Quítate maricón, estás obstruyendo una
operación policial—dijo Pérez avanzando hacia el animal, siendo nuevamente
bloqueado por el joven aymara.
—Por favor, esperemos al sargento, él le
explicará—dijo la muchacha, casi paralizada en su lugar.
—No metan a esa mierda de Mamani acá, el
caso es mío—dijo Pérez dirigiéndose a la muchacha, para luego girar y tomar por
la ropa al joven—. Y tú te sales de en medio, o no respondo.
—No lo puede matar…—en ese instante
Pérez tiró con fuerza de la ropa al muchacho lanzándolo al suelo, para luego
tomar al llamito por la correa y darle un certero corte en el cuello, matándolo
de inmediato. Cuando el joven vio morir al animal, se abalanzó sobre Pérez, el
cual lo recibió con un violento puñetazo en la cara, para luego botar el
cuchillo, tomar la ametralladora, y dispararle al muchacho cuatro tiros al
abdomen.
La muchacha estaba consternada, de la
nada su hermano yacía en el suelo herido a bala y desangrándose, en un viaje que
revestía una connotación religiosa y que ahora se había convertido en un
desastre.
—¡Maldito maricón, mataste a mi
hermanito!—gritó la muchacha en medio de las lágrimas.
—Fue en defensa propia. Además, cuando
le abra las tripas a ese bicho y le saque de dentro la droga, se van a ir en
cana por años—respondió Pérez poniéndole el seguro a la ametralladora. Justo en
ese instante llegó al lugar el sargento Mamani, iluminando el lugar con las
luces de la camioneta verde y blanca.
—¿Qué chucha hiciste, pedazo de
ahuevonado?—gritó Mamani, al ver al menudo José Quispe desangrándose en el
suelo, y a Pérez con la ametralladora aún humeante.
—Pillé a estos tratando de pasar ese
animal cargado con cocaína…
—Ni siquiera sabes de qué estás
hablando, mierda—interrumpió Mamani—. ¿Sabes quiénes son estos niños? Qué vas a
saber, si lo único que sabes es dejar la cagada en donde estás.
—Te digo que son traficantes…
—¡Cállate mierda!—gritó desaforado
Mamani, tratando de encontrarle el pulso al joven—. Estos niños son los hijos
del chamán Alfonso Quispe, él es una autoridad religiosa aymara, es conocido en
todo el sur de Bolivia y el norte de Chile, maldito huevón.
—¿Y qué me importa a mi, acaso le van a
creer más a los cholos que a un capitán de carabineros?—dijo soberbio Pérez.
—No te preocupes Violeta, tu hermano aún
tiene pulso. Vamos en la camioneta al hospital regional—dijo Pérez, tomando en
brazos al muchacho agónico y subiéndolo a la doble cabina del vehículo, al lado
de su hermana.
—Voy contigo adelante para completar el
procedimiento—dijo Pérez, acercándose a la puerta del copiloto. En ese instante
Mamani pasó por delante del capitán, empujándolo con violencia, lo que
desestabilizó al oficial, dejándolo sentado en el suelo.
—No sabes lo que hiciste huevón, no
tienes idea lo que hiciste—dijo Mamani, mirando al capitán casi con pena, para
luego subir a la cabina y partir raudo hacia el hospital para tratar de salvar
a José Quispe.
III
—¿Que le disparaste a quién?—preguntó
con voz incrédula el coronel Gamboa.
—Mi coronel, los sospechosos
aparecieron…
—Llevas apenas seis semanas acá, seis
semanas y baleaste al hijo del chamán Quispe—interrumpió iracundo Gamboa—. ¿Qué
mierda tienes en la cabeza para degollar un llamito que traen dos hermanos en
medio de la nada, y luego balear a un cabro de doce años porque te empujó?
Maldito huevón, si no fueras sobrino del general Pérez ya estarías fuera de la
institución hace años, ¿cómo mierda puedes ser tan distinto al resto de tu
familia?
—Coronel, si me deja explicarle…
—Sal de aquí, ándate a tu casa, mañana
haré un par de llamados para decidir tu próxima destinación—dijo Gamboa—. Y
trata por favor de no toparte con nadie en el camino.
—Coronel, si me da la oportunidad…
—Yo te puedo dar todas las oportunidades
que se me antojen Pérez, pero el asunto no es tan simple como parece—dijo
Gamboa, mirando por la ventana—. Yo tampoco estoy de voluntario, no hay que ser
un genio para darse cuenta que es un tremendo esfuerzo vivir y trabajar acá. Cuando
llegué me costó entender un poco a esta gente, pero a diferencia tuya me
dediqué varios meses a observar a los lugareños, y por sobre todo a los
carabineros que estaban desde antes que yo. Aunque tu orgullo te diga otra
cosa, hasta el raso más rasca sabe más que tú cuando llegas a un lugar que desconoces.
—Entiendo mi coronel, le prometo que de
ahora en adelante seguiré en silencio al sargento Mamani, aprenderé todo lo que
él sepa, y lograré limpiar mi imagen—dijo Pérez, tratando de convencer con su
discurso al coronel.
—Lo que te acabo de decir es para que lo
apliques en tu próxima destinación, de te acá te irás lo antes posible por tu
propio bien—dijo Gamboa.
—¿Por qué insiste en que debo irme, mi
coronel?—preguntó casi con rabia Pérez—, ¿acaso teme que lo habitantes del
lugar intenten hacerme algo, o que la familia del chamán tome represalias en mi
contra?
—Pérez…—empezó a decir Gamboa, para
luego suspirar profundamente—. Mira, hay cosas que no se entienden desde
nuestra formación. El chamán Quispe es un líder religioso querido y respetado,
pero también temido, porque la gente le atribuye poderes. Yo nunca he visto
nada por mis propios ojos, pero los rumores vuelan, y mucha gente cuenta cosas
de este chamán. Inclusive un carabinero dice que vio cosas no explicables
respecto de alguien que le quedó debiendo un animalito a Quispe.
—Disculpe mi coronel, pero eso para mi
es ignorancia.
—Ese es otro motivo por el que tienes
que irte, no puedes andar gritando a los cuatro vientos que las creencias de la
gente que nos rodea es ignorancia. Ándate a tu casa, estás con permiso hasta el
lunes. Buenos días—terminó de decir Gamboa, no dando pie a continuar el
diálogo.
Dagoberto Pérez estaba frustrado, nada
estaba saliendo como debía salir, él debería estar en alguna oficina en
Santiago haciendo trabajo administrativo y no en el extremo norte de Chile,
cuidando la frontera y siendo cuestionado por balear a un cholo que de seguro
era traficante, o que en poco tiempo más lo sería. Y ahora más encima estaban
preparando una nueva destinación, por el miedo que todos le tenían al padre del
cholo. Pero Pérez no pensaba quedarse callado o sin hacer nada, estaba
dispuesto a desenmascarar a ese tal chamán Quispe, pues lo más probable es que
fuera un traficante de marca mayor que usaba como pantalla lo de ser chamán. Si
era capaz de aclarar ese caso, en vez de redestinarlo le darían la jefatura de
la comisaría, y por fin podría limpiar ese antro de toda la basura que lo
contaminaba.
Pérez estaba terminando de vestirse. En
ese momento, unos pasos apagados y que avanzaban con lentitud empezaron a
sentirse en el pasillo que daba al vestidor, y que no se correspondía con el
sonido característico de los bototos oficiales que todos usaban en la
comisaría. Pérez sacó su arma de servicio y se acercó lentamente a la puerta.
—¿Quién anda ahí?—preguntó con voz
fuerte, sin recibir respuesta—. Soy el capitán Pérez, ¿quién anda ahí?
De pronto Pérez vio una silueta menuda
acercarse por el lado del pasillo en que había un tubo fluorescente quemado. Su
semblante palideció al ver que se trataba de José Quispe, el chico al que le
había disparado la jornada anterior. De inmediato Pérez amartilló su revólver y
apuntó al joven.
—¿Qué haces acá, cholo de mierda?—preguntó
con miedo Pérez—. Ayer te metí cuatro tiros, no te pueden haber dado de alta altiro.
Levanta las manos huevón, o te juro que con la quinta bala no fallo.
El muchacho pareció no escuchar, y
siguió caminando con su lenta y leve marcha hacia Pérez, quien sin mediar una
nueva advertencia disparó de inmediato a la cabeza del niño. En ese instante el
tubo fluorescente quemado se encendió, dejando el pasillo iluminado, una bala
incrustada en la pared, y nadie más acompañando al oficial. Un par de segundos
después todos los carabineros llegaron al lugar con sus armas desenfundadas.
—Capitán Pérez, ¿qué pasó?—preguntó el
sargento Mamani, mientras guardaba su revólver.
—El cholo de mierda al que le disparé,
vino a atacarme… ¿dónde chucha se metió?—dijo Pérez, aún asustado.
—Mi capitán, con todo respeto, yo soy
amigo del chamán Quispe, y ayer fui a visitarlo al hospital—dijo un carabinero
de evidentes facciones aymaras—. El hijo del chamán está en la UTI, conectado a
no sé qué máquina porque no puede respirar por sus propios medios. Quien sea
que se haya metido acá, no era el niño.
—¿Me están agarrando para el hueveo
acaso?—preguntó Pérez, desconcertado—. Si creen que van a lograr echarme están
muy equivocados, yo sé lo que vi, estaba en penumbras, justo debajo del tubo
fluorescente malo, el que ahora está funcionando.
—Capitán Pérez, por favor guarde su
arma—dijo Mamani—. Acá no hay ningún tubo fluorescente malo, están todos
funcionando normal, y evidentemente lo que sea que usted vio no fue el muchacho
al que baleó.
—¿Estás insinuando acaso que lo
inventé?—preguntó enrabiado Pérez.
—No capitán, estoy diciendo que no hay
nadie en el pasillo que no sea carabinero, que el tubo fluorescente nunca ha
estado malo, y que el muchacho al que le disparó está grave e internado en el
hospital. No tengo idea qué habrá visto, yo sólo veo una bala incrustada en la
pared—respondió calmadamente Mamani.
Dagoberto Pérez guardó su arma, y enfiló
sus pasos hacia los vestidores, mientras el resto de los carabineros volvía a
su rutina normal. Mientras terminaba de amarrarse los zapatos intentaba
entender qué diablos había pasado, sin lograr encontrar explicación alguna. Luego
de cerrar su mochila salió al pasillo para dirigirse a la salida, encontrándose
nuevamente con el tubo fluorescente en mal estado; de inmediato sacó su
revólver y empezó a caminar apegado a una de las paredes. Cuando miró hacia
atrás, a la puerta del vestidor, vio nuevamente la silueta de José Quispe,
quien avanzaba lentamente hacia él.
—Pendejo culiao—dijo el capitán, para
dispararle dos tiros al cuerpo, instante en el cual la luz se normalizó, y la
silueta desapareció en el aire.
Pérez se devolvió al vestidor, viendo
afirmado frente a su casillero al muchacho, quien parecía mirar permanentemente
al suelo.
—Cholo de mierda, ¡muérete de una
vez!—gritó Pérez, descerrajándole nuevamente dos disparos.
Dagoberto Pérez salió despavorido
corriendo del pasillo de los vestidores, para llegar al salón central de la
comisaría donde todos los carabineros estaban con sus armas desenfundadas y
listos para ir en ayuda del capitán. El hombre apareció con ojos desorbitados y
el arma apuntando al cielo, mirando a todos a ver si en alguno encontraba la
explicación que necesitaba para no volverse loco.
—Pérez, guarda el arma hombre, acá estás
seguro—dijo frente a él el coronel Gamboa—. Veremos el modo de ayudarte, pero
por favor, guarda ese revólver.
—El cholo de mierda ese anda por acá, me
está buscando para matarme—dijo Pérez, sin dejar de mirar a todos lados.
—Tranquilo capitán, ya lo hablamos en el
vestidor, el niño Quispe está hospitalizado grave, no pudo ser él a quien vio—dijo
con voz suave Mamani.
—Sé lo que vi, ese pendejo me está
buscando para matarme—dijo Pérez.
—Pérez…—empezó a decir el coronel.
—¡Cállense mierda!—gritó Pérez, mirando
para todos lados, y sin bajar su arma—. Ustedes le tienen miedo a ese…—de
pronto su mirada se clavó en la puerta de entrada de la comisaría—. Ahí está…
Los ojos de los carabineros se
dirigieron al punto que indicaba Pérez con su arma. En el lugar todos vieron la
silueta de José Quispe, parado mirando al suelo, y con las cuatro heridas
visibles en su polera ensangrentada.
—Dios mío, este huevón tenía razón—dijo
espantado el coronel Gamboa.
—Les dije que era ese cholo de mierda,
se los dije—dijo Pérez. En ese instante la silueta levantó la cabeza y miró con
sus vacíos ojos al capitán.
—No puede ser, ese niño estaba
hospitalizado grave anoche—comentó casi como un susurro el carabinero amigo de
la familia.
—Pero no te saldrás con la tuya, jamás,
cholo de mierda—dijo Pérez, para luego abrir su boca, introducir el cañón de su
revólver y disparar la última bala que quedaba en la nuez. En ese preciso
momento, la silueta en la comisaría desapareció, para no volver a aparecer
nunca más.
IV
Pablo González estaba casi paralizado en
su asiento, con la piscola aún en su mano y sin querer creer lo que Manuel
Salgado le estaba contando.
—No lo entiendo… ¿pero no me acababa de
decir que lo habían muerto?—preguntó González, aún sorprendido con la historia.
—Esa es la versión oficial que llegará a
la comisaría—dijo Salgado, apurando el último sorbo de su trago—. La historia
dirá que hubo un enfrentamiento con traficantes en la frontera, que Pérez
disparó su carga completa, y que una bala disparada por los traficantes le dio
de lleno en la boca, matándolo instantáneamente.
—¿Y alguien sabe qué diablos fue lo que
pasó, acaso era el fantasma del niño el que lo andaba penando?—preguntó
intrigado González.
—Parece que no, porque el niño no murió,
dicen que ya despertó y que sigue recuperándose de sus heridas—respondió
Salgado.
—Entonces nadie sabe qué o quién era ese
niño—dijo González
—Mi amigo dice que es obra del chamán,
que así se encargó de vengar el baleo a su hijo—dijo Salgado—. Yo no sé de esas
cosas Pablo, lo único que sé es que Pérez se mató, y por fin nos sacamos ese
cacho de encima. Ahora simplemente hay que seguir viviendo no más.
—¿Y la familia del capitán aceptará esa
historia sin chistar?—preguntó González a Salgado, quien sacaba en ese instante
su billetera.
—Eso espero; si no, empezarán las
investigaciones y esta cosa se pondrá color de hormiga—comentó Salgado—. De
todos modos, como fueron ellos los que encubrieron lo de tu sapeo, no me
extrañaría que también hubieran inventado esta historia medio heroica. Tú
sabes, siempre es bueno tener un mártir en la familia. Ya Pablo, me voy, voy a
dejar pagada la cuenta.
—No es necesario…
—Por lo menos esta vez pago yo—dijo
Salgado—. Cuando ya tengas un sueldo seguro, tú invitas.
—Está bien. Gracias Manuel, estamos en
contacto—dijo González
—Por supuesto, cuídate—dijo Salgado,
despidiéndose de González y abandonando el bar.
Un par de minutos después, Pablo
González salió del bar para ir a su hogar. Si bien es cierto la extraña muerte
de Pérez lo sorprendió, al menos ahora tenía un problema menos del cual
preocuparse. Pese a todo, el destino empezaba a mostrarle una cara algo más
sonriente para su incierto futuro.
FIN
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