No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

miércoles, 29 de mayo de 2013

La muerte de Pérez



I

Pablo González estaba sentado en la barra del único bar decente del pueblo. Ya llevaba dos meses trabajando en la agencia de detectives privados de Ernesto Benavides, y si bien es cierto ya estaba aprendiendo los gajes del oficio y utilizando su formación policial para facilitar su trabajo, no podía sacarse de la cabeza las amenazas del capitán Pérez. En el tiempo que llevaba aún no estaba participando activamente de ninguna investigación, pues primero debía aprender los asuntos administrativos del trabajo, que servían para informar a los clientes de los avances de aquello por lo que estaban pagando, y de paso podrían servir de respaldo ante algún requerimiento judicial, y todas las regulaciones que limitaban su campo de acción, para no cometer delitos que empeoraran más su aún precaria situación. Además, tuvo que comprarse un arma de fuego, pues al ser dado de baja debió devolver su revólver institucional; por un asunto de costumbre y nostalgia, decidió comprar el mismo modelo que usaba en su trabajo anterior, un Taurus calibre 38 de seis tiros, cañón mediano y empuñadura de madera. Luego de una aburrida tarde de papeleos varios, González se regaló un tiempo para ir al bar a tomar en silencio mientras miraba el espejo delante del cual estaban alineadas todas las botellas, y en el cual, además de reflejarse las etiquetas traseras de los licores, podía ver el alma amargada de quien aún no se acostumbraba a no ser quien había sido, y que no sabría si podría acostumbrarse a ser lo que era y tal vez sería por el resto de sus días.

González estaba bebiendo su segunda piscola; de pronto una voz conocida hablando tras él lo hizo girar bruscamente y  quedar de frente a quien venía entrando, casi como un reflejo.

—Mi sargento Salgado—dijo González poniéndose de pie y cuadrándose frente a un hombre canoso y obeso que entró al bar con ropa deportiva.
—Despabílate huevón, ya no eres carabinero, no tienes que cuadrarte ni tratarme de “mi sargento”, menos cuando ando de franco—respondió el hombre, para luego saludar efusivamente a González.
—Qué gusto verlo de nuevo, mi sargento—dijo González, contento de ver por fin una cara conocida.
—Manuel, me llamo Manuel huevón porfiado—respondió Salgado.
—Prefiero que me diga Pablo, mi… perdón, Manuel—dijo González, tratando de acostumbrarse al nuevo trato que debía darle a quien fuera uno de sus superiores.
—Está bien, Pablo—dijo Salgado, sonriendo al ver la cara de González al tratarlo por su nombre—. ¿Qué ha sido de tu vida, hombre? ¿Cómo está tu familia?
—Bien, estoy empezando a trabajar en una agencia de detectives privados. Por ahora sólo estoy haciendo pega administrativa y pidiendo los permisos necesarios, pero al menos me alcanza para mantenerme. Mi familia está bien, mi esposa me ha apoyado en todo y el resto de mi familia le hace propaganda a la agencia para que tengamos clientes.
—¿Detective? ¿Te pasaste al bando contrario, ahora eres tira?—dijo Salgado sonriendo, aludiendo a la histórica rivalidad entre carabineros e investigaciones.   
—Detective privado, nada que ver con los tiras, eso jamás—respondió González—. ¿Y qué ha pasado en la comisaría, cómo están todos por allá?
—Quedó la cagada con lo de tu sapeo, Pablo. No creo que sea recomendable que te aparezcas por allá al menos por algunos meses—dijo Salgado.
—¿Y por qué tanto?—preguntó González, debiendo tragarse la rabia al saber que no podía contar la verdad, pues ello pondría en riesgo la vida de su familia.
—Lo de Pérez era sabido por muchos, y todos lo callaban. El día después que te dieron de baja y que trasladaron a Pérez, llegó un general con gente de la Dipolcar para intervenir la comisaría. Dos semanas después había cinco bajas más, incluido el teniente que estaba reemplazando a Pérez,
—¿Mi teniente Gómez?—preguntó sorprendido González
—Ya no es tuyo, ni es teniente.
—Cierto, aún no me acostumbro.
—El asunto es que ahora estamos haciendo la misma pega de antes, pero con siete menos—continuó Salgado—, así que no eres recordado con mucho cariño que digamos.
—Lo imagino—respondió González, mirando su vaso medio vacío.   
—Y han pasado más cosas, tanto o más importantes que las bajas y los arrestos.
—¿Qué más podría haber pasado que fuera peor que lo que vivimos?—preguntó González, cabizbajo.
—Mataron anteayer a Pérez—contestó Salgado.
—¿Qué?—dijo González, casi atragantándose con el sorbo del trago que estaba bebiendo.
—Aún no ha llegado la información oficial a la comisaría—dijo Salgado—. Tengo un amigo que trabaja en la frontera, él me contó ayer cuando nos juntamos.
—¿Pero qué chucha pasó, si apenas llevaba dos meses allá?—preguntó González, sorprendido por la noticia.
—¿Tienes tiempo?—dijo Salgado— Mi amigo me contó todo con lujo de detalles, incluidos los que no se sabrán.
—Por supuesto que tengo tiempo—respondió González, recordando la amenaza que le había hecho Pérez, y que ya no se concretaría.

II

El capitán Dagoberto Pérez llevaba un mes y medio en el puesto fronterizo. El lugar al que había sido destinado no tenía ni la mitad de las escasas comodidades que había en su comisaría de origen, en la región de Atacama. El frío y la poca concentración de oxígeno en el aire hacían sus días cada vez más desagradables, y los constantes roces con sus compañeros lo tenían aislado en uno de los lugares más aislados del país. Pero lo peor de todo para él era estar rodeado de “cholos”, gente con rasgos aymara por doquier, y con un modo de hablar arrastrado que le incomodaba sobremanera, máxime pensando en la cuna que lo había visto nacer, y con el entorno socioeconómico con el que le gustaba codearse, que no era otro que aquel que giraba en torno a las esferas de poder. Inserto en una familia cuyos miembros prominentes ostentaban cargos de alto rango y responsabilidad dentro de carabineros, gracias a los sacrificios propios de una carrera profesional bien llevada, y con un tío ejerciendo como diputado reelecto debido al cariño que le tenían sus votantes, Pérez era la oveja negra de la familia, pues a cada rato intentaba usar a sus seres queridos como plataforma y escudo para cometer abusos de toda índole, sin pagar nunca las consecuencias de sus actos. Sin embargo su último delito fue lo suficientemente grande como para no quedar impune, haciendo obligatoria su destinación a otra comuna para evitar un evidente ajuste de cuentas contra quien creían que lo había delatado, y también evitar que los traficantes intentaran cobrar su cuota en ese perverso juego.  

El capitán Pérez se encontraba de turno una noche, en las cercanías de un paso fronterizo no habilitado, pero usado comúnmente por traficantes menores, burreros, y algunos aymaras que no se consideraban bolivianos ni chilenos, sino miembros de la raza que los vio nacer y cuya sangre llevaban con orgullo. Los policías ya conocían a todos quienes frecuentaban ese paso, así que para evitar problemas innecesarios dejaban pasar a los aymaras de siempre, lo que ocurría a ambos lados de la frontera como una suerte de acuerdo tácito, destinado a respetar a la etnia originaria del lugar, y a mantener las buenas relaciones locales entre ambos pueblos, ajenos del todo a los discursos de la clase política que de tanto en tanto inventaban conflictos limítrofes en una frontera administrativa. Cerca de las diez de la noche, y cuando el frío viento del altiplano arreciaba con violencia en el lugar, el sargento Mamani fue a buscar un poco más de mate de coca al vehículo para soportar el frío y la puna: al ver que no quedaba nada, decidió manejar hasta la comisaría para tener con qué pasar la noche.

—Pérez, te quedas un rato solo acá. Si pasa algo me avisas por la radio—dijo el sargento.
—Capitán Pérez, huevón, respeta mi rango—dijo Pérez mirando con odio al cholo vestido de carabinero.
—Y tienes cara de echar encima tu grado después del cagazo que te mandaste… agradece que no te mandaron a la conchetumadre, huevón—respondió el sargento, mientras encendía el vehículo y empezaba el viaje de media hora a la comisaría.

Pérez se quedó en la inmensidad de la noche solo, vigilando un pedazo de tierra que no parecía terminar en ningún lugar, pensando en quién querría pasar por ahí que no fuera un traficante. De pronto tres sombras aparecieron entrecortadas a la luz de la luna, acercándose al lugar en que se encontraba; de inmediato Pérez encendió una linterna y pasó bala en su ametralladora UZI.

—¡Alto ahí, carabinero!—gritó Pérez hacia las sombras, dos de las cuales empezaron a mover sus manos en alto como si estuvieran saludando.
—¿Sargento Mamani? Somos nosotros—dijo una arrastrada y parsimoniosa voz de mujer, con el típico timbre agudo del altiplano.
—El sargento no está, soy el capitán Pérez, acérquense con las manos en alto y lentamente—dijo Pérez hacia las sombras.
—Buenas noches capitán, soy Violeta Quispe y él es mi hermano José—dijo la joven muchacha, acercándose a la luz de la linterna de Pérez.
—¿Qué hacen por acá a estas horas de la noche?
—Traemos un encargo de nuestro padre—dijo la morena y menuda joven de larga cabellera, al hacerse visible en la inmensidad del desierto—. Nos pidió que fuéramos a comprar un llamito para una ceremonia a Bolivia, porque allá salen más baratos.
—Un llamito para una ceremonia… ¿de verdad creen que me voy a tragar esa mentira?—dijo Pérez con voz altanera—Ese animal debe estar cargado de cocaína.
—Esperemos al sargento Mamani, él nos conoce y le explicará…—empezó a decir el muchacho.
—¿No  sabes la diferencia entre un capitán y un sargento, pendejo?—preguntó Pérez, para luego agregar—. Ese huevón es mi subalterno, yo soy acá el que decide de ahora en adelante, cholos de mierda.   
—No le haga caso a mi hermano capitán, es arrebatado desde chico. Le diré a mi papá para que lo ponga en regla—dijo la muchacha, sujetando del brazo a su hermano y medio escondiéndolo tras ella.
—No es asunto mío este cholo malcriado, lo que me interesa es la droga que traen en ese animal—respondió Pérez, cada vez más enojado.
—Capitán, el llamito es para un ritual religioso, nosotros no llevamos droga, ni siquiera mascamos hoja de coca porque nacimos acá, así que no nos apunamos. Si quiere revise el llamito, no lleva nada encima.
—No llevará nada encima, pero probablemente sí adentro—dijo Pérez pasando la ametralladora hacia su espalda y sacando un gran cuchillo con filo en un lado y borde aserrado en el otro.
—¿Qué va a hacer con ese cuchillo?—preguntó asustada la muchacha.
—¿Qué crees que voy a hacer, chola de mierda?—dijo airado Pérez—. Voy a abrirle la panza a tu bicho para sacarle la coca que trae dentro, y después meterlos presos a ustedes por tráfico.
—¡No puede hacer eso!—gritó espantado el muchacho, cruzándose por delante del animal—. El llamito es sagrado, lo vamos a usar en una ceremonia, no lo puedes matar.
—Quítate maricón, estás obstruyendo una operación policial—dijo Pérez avanzando hacia el animal, siendo nuevamente bloqueado por el joven aymara.
—Por favor, esperemos al sargento, él le explicará—dijo la muchacha, casi paralizada en su lugar.
—No metan a esa mierda de Mamani acá, el caso es mío—dijo Pérez dirigiéndose a la muchacha, para luego girar y tomar por la ropa al joven—. Y tú te sales de en medio, o no respondo.
—No lo puede matar…—en ese instante Pérez tiró con fuerza de la ropa al muchacho lanzándolo al suelo, para luego tomar al llamito por la correa y darle un certero corte en el cuello, matándolo de inmediato. Cuando el joven vio morir al animal, se abalanzó sobre Pérez, el cual lo recibió con un violento puñetazo en la cara, para luego botar el cuchillo, tomar la ametralladora, y dispararle al muchacho cuatro tiros al abdomen.

La muchacha estaba consternada, de la nada su hermano yacía en el suelo herido a bala y desangrándose, en un viaje que revestía una connotación religiosa y que ahora se había convertido en un desastre.

—¡Maldito maricón, mataste a mi hermanito!—gritó la muchacha en medio de las lágrimas.
—Fue en defensa propia. Además, cuando le abra las tripas a ese bicho y le saque de dentro la droga, se van a ir en cana por años—respondió Pérez poniéndole el seguro a la ametralladora. Justo en ese instante llegó al lugar el sargento Mamani, iluminando el lugar con las luces de la camioneta verde y blanca.
—¿Qué chucha hiciste, pedazo de ahuevonado?—gritó Mamani, al ver al menudo José Quispe desangrándose en el suelo, y a Pérez con la ametralladora aún humeante.
—Pillé a estos tratando de pasar ese animal cargado con cocaína…
—Ni siquiera sabes de qué estás hablando, mierda—interrumpió Mamani—. ¿Sabes quiénes son estos niños? Qué vas a saber, si lo único que sabes es dejar la cagada en donde estás.
—Te digo que son traficantes…
—¡Cállate mierda!—gritó desaforado Mamani, tratando de encontrarle el pulso al joven—. Estos niños son los hijos del chamán Alfonso Quispe, él es una autoridad religiosa aymara, es conocido en todo el sur de Bolivia y el norte de Chile, maldito huevón.
—¿Y qué me importa a mi, acaso le van a creer más a los cholos que a un capitán de carabineros?—dijo soberbio Pérez.
—No te preocupes Violeta, tu hermano aún tiene pulso. Vamos en la camioneta al hospital regional—dijo Pérez, tomando en brazos al muchacho agónico y subiéndolo a la doble cabina del vehículo, al lado de su hermana.
—Voy contigo adelante para completar el procedimiento—dijo Pérez, acercándose a la puerta del copiloto. En ese instante Mamani pasó por delante del capitán, empujándolo con violencia, lo que desestabilizó al oficial, dejándolo sentado en el suelo.
—No sabes lo que hiciste huevón, no tienes idea lo que hiciste—dijo Mamani, mirando al capitán casi con pena, para luego subir a la cabina y partir raudo hacia el hospital para tratar de salvar a José Quispe.

III

—¿Que le disparaste a quién?—preguntó con voz incrédula el coronel Gamboa.
—Mi coronel, los sospechosos aparecieron…
—Llevas apenas seis semanas acá, seis semanas y baleaste al hijo del chamán Quispe—interrumpió iracundo Gamboa—. ¿Qué mierda tienes en la cabeza para degollar un llamito que traen dos hermanos en medio de la nada, y luego balear a un cabro de doce años porque te empujó? Maldito huevón, si no fueras sobrino del general Pérez ya estarías fuera de la institución hace años, ¿cómo mierda puedes ser tan distinto al resto de tu familia?
—Coronel, si me deja explicarle…
—Sal de aquí, ándate a tu casa, mañana haré un par de llamados para decidir tu próxima destinación—dijo Gamboa—. Y trata por favor de no toparte con nadie en el camino.
—Coronel, si me da la oportunidad…
—Yo te puedo dar todas las oportunidades que se me antojen Pérez, pero el asunto no es tan simple como parece—dijo Gamboa, mirando por la ventana—. Yo tampoco estoy de voluntario, no hay que ser un genio para darse cuenta que es un tremendo esfuerzo vivir y trabajar acá. Cuando llegué me costó entender un poco a esta gente, pero a diferencia tuya me dediqué varios meses a observar a los lugareños, y por sobre todo a los carabineros que estaban desde antes que yo. Aunque tu orgullo te diga otra cosa, hasta el raso más rasca sabe más que tú cuando llegas a un lugar que desconoces.
—Entiendo mi coronel, le prometo que de ahora en adelante seguiré en silencio al sargento Mamani, aprenderé todo lo que él sepa, y lograré limpiar mi imagen—dijo Pérez, tratando de convencer con su discurso al coronel.
—Lo que te acabo de decir es para que lo apliques en tu próxima destinación, de te acá te irás lo antes posible por tu propio bien—dijo Gamboa.
—¿Por qué insiste en que debo irme, mi coronel?—preguntó casi con rabia Pérez—, ¿acaso teme que lo habitantes del lugar intenten hacerme algo, o que la familia del chamán tome represalias en mi contra?
—Pérez…—empezó a decir Gamboa, para luego suspirar profundamente—. Mira, hay cosas que no se entienden desde nuestra formación. El chamán Quispe es un líder religioso querido y respetado, pero también temido, porque la gente le atribuye poderes. Yo nunca he visto nada por mis propios ojos, pero los rumores vuelan, y mucha gente cuenta cosas de este chamán. Inclusive un carabinero dice que vio cosas no explicables respecto de alguien que le quedó debiendo un animalito a Quispe.
—Disculpe mi coronel, pero eso para mi es ignorancia.
—Ese es otro motivo por el que tienes que irte, no puedes andar gritando a los cuatro vientos que las creencias de la gente que nos rodea es ignorancia. Ándate a tu casa, estás con permiso hasta el lunes. Buenos días—terminó de decir Gamboa, no dando pie a continuar el diálogo.

Dagoberto Pérez estaba frustrado, nada estaba saliendo como debía salir, él debería estar en alguna oficina en Santiago haciendo trabajo administrativo y no en el extremo norte de Chile, cuidando la frontera y siendo cuestionado por balear a un cholo que de seguro era traficante, o que en poco tiempo más lo sería. Y ahora más encima estaban preparando una nueva destinación, por el miedo que todos le tenían al padre del cholo. Pero Pérez no pensaba quedarse callado o sin hacer nada, estaba dispuesto a desenmascarar a ese tal chamán Quispe, pues lo más probable es que fuera un traficante de marca mayor que usaba como pantalla lo de ser chamán. Si era capaz de aclarar ese caso, en vez de redestinarlo le darían la jefatura de la comisaría, y por fin podría limpiar ese antro de toda la basura que lo contaminaba.

Pérez estaba terminando de vestirse. En ese momento, unos pasos apagados y que avanzaban con lentitud empezaron a sentirse en el pasillo que daba al vestidor, y que no se correspondía con el sonido característico de los bototos oficiales que todos usaban en la comisaría. Pérez sacó su arma de servicio y se acercó lentamente a la puerta.

—¿Quién anda ahí?—preguntó con voz fuerte, sin recibir respuesta—. Soy el capitán Pérez, ¿quién anda ahí?

De pronto Pérez vio una silueta menuda acercarse por el lado del pasillo en que había un tubo fluorescente quemado. Su semblante palideció al ver que se trataba de José Quispe, el chico al que le había disparado la jornada anterior. De inmediato Pérez amartilló su revólver y apuntó al joven.

—¿Qué haces acá, cholo de mierda?—preguntó con miedo Pérez—. Ayer te metí cuatro tiros, no te pueden haber dado de alta altiro. Levanta las manos huevón, o te juro que con la quinta bala no fallo.

El muchacho pareció no escuchar, y siguió caminando con su lenta y leve marcha hacia Pérez, quien sin mediar una nueva advertencia disparó de inmediato a la cabeza del niño. En ese instante el tubo fluorescente quemado se encendió, dejando el pasillo iluminado, una bala incrustada en la pared, y nadie más acompañando al oficial. Un par de segundos después todos los carabineros llegaron al lugar con sus armas desenfundadas.

—Capitán Pérez, ¿qué pasó?—preguntó el sargento Mamani, mientras guardaba su revólver.
—El cholo de mierda al que le disparé, vino a atacarme… ¿dónde chucha se metió?—dijo Pérez, aún asustado.
—Mi capitán, con todo respeto, yo soy amigo del chamán Quispe, y ayer fui a visitarlo al hospital—dijo un carabinero de evidentes facciones aymaras—. El hijo del chamán está en la UTI, conectado a no sé qué máquina porque no puede respirar por sus propios medios. Quien sea que se haya metido acá, no era el niño.
—¿Me están agarrando para el hueveo acaso?—preguntó Pérez, desconcertado—. Si creen que van a lograr echarme están muy equivocados, yo sé lo que vi, estaba en penumbras, justo debajo del tubo fluorescente malo, el que ahora está funcionando.
—Capitán Pérez, por favor guarde su arma—dijo Mamani—. Acá no hay ningún tubo fluorescente malo, están todos funcionando normal, y evidentemente lo que sea que usted vio no fue el muchacho al que baleó.
—¿Estás insinuando acaso que lo inventé?—preguntó enrabiado Pérez.
—No capitán, estoy diciendo que no hay nadie en el pasillo que no sea carabinero, que el tubo fluorescente nunca ha estado malo, y que el muchacho al que le disparó está grave e internado en el hospital. No tengo idea qué habrá visto, yo sólo veo una bala incrustada en la pared—respondió calmadamente Mamani.

Dagoberto Pérez guardó su arma, y enfiló sus pasos hacia los vestidores, mientras el resto de los carabineros volvía a su rutina normal. Mientras terminaba de amarrarse los zapatos intentaba entender qué diablos había pasado, sin lograr encontrar explicación alguna. Luego de cerrar su mochila salió al pasillo para dirigirse a la salida, encontrándose nuevamente con el tubo fluorescente en mal estado; de inmediato sacó su revólver y empezó a caminar apegado a una de las paredes. Cuando miró hacia atrás, a la puerta del vestidor, vio nuevamente la silueta de José Quispe, quien avanzaba lentamente hacia él.

—Pendejo culiao—dijo el capitán, para dispararle dos tiros al cuerpo, instante en el cual la luz se normalizó, y la silueta desapareció en el aire.

Pérez se devolvió al vestidor, viendo afirmado frente a su casillero al muchacho, quien parecía mirar permanentemente al suelo.

—Cholo de mierda, ¡muérete de una vez!—gritó Pérez, descerrajándole nuevamente dos disparos.

Dagoberto Pérez salió despavorido corriendo del pasillo de los vestidores, para llegar al salón central de la comisaría donde todos los carabineros estaban con sus armas desenfundadas y listos para ir en ayuda del capitán. El hombre apareció con ojos desorbitados y el arma apuntando al cielo, mirando a todos a ver si en alguno encontraba la explicación que necesitaba para no volverse loco.

—Pérez, guarda el arma hombre, acá estás seguro—dijo frente a él el coronel Gamboa—. Veremos el modo de ayudarte, pero por favor, guarda ese revólver.
—El cholo de mierda ese anda por acá, me está buscando para matarme—dijo Pérez, sin dejar de mirar a todos lados.
—Tranquilo capitán, ya lo hablamos en el vestidor, el niño Quispe está hospitalizado grave, no pudo ser él a quien vio—dijo con voz suave Mamani.
—Sé lo que vi, ese pendejo me está buscando para matarme—dijo Pérez.
—Pérez…—empezó a decir el coronel.
—¡Cállense mierda!—gritó Pérez, mirando para todos lados, y sin bajar su arma—. Ustedes le tienen miedo a ese…—de pronto su mirada se clavó en la puerta de entrada de la comisaría—. Ahí está…

Los ojos de los carabineros se dirigieron al punto que indicaba Pérez con su arma. En el lugar todos vieron la silueta de José Quispe, parado mirando al suelo, y con las cuatro heridas visibles en su polera ensangrentada.

—Dios mío, este huevón tenía razón—dijo espantado el coronel Gamboa.
—Les dije que era ese cholo de mierda, se los dije—dijo Pérez. En ese instante la silueta levantó la cabeza y miró con sus vacíos ojos al capitán.
—No puede ser, ese niño estaba hospitalizado grave anoche—comentó casi como un susurro el carabinero amigo de la familia.
—Pero no te saldrás con la tuya, jamás, cholo de mierda—dijo Pérez, para luego abrir su boca, introducir el cañón de su revólver y disparar la última bala que quedaba en la nuez. En ese preciso momento, la silueta en la comisaría desapareció, para no volver a aparecer nunca más.

IV

Pablo González estaba casi paralizado en su asiento, con la piscola aún en su mano y sin querer creer lo que Manuel Salgado le estaba contando.

—No lo entiendo… ¿pero no me acababa de decir que lo habían muerto?—preguntó González, aún sorprendido con la historia.
—Esa es la versión oficial que llegará a la comisaría—dijo Salgado, apurando el último sorbo de su trago—. La historia dirá que hubo un enfrentamiento con traficantes en la frontera, que Pérez disparó su carga completa, y que una bala disparada por los traficantes le dio de lleno en la boca, matándolo instantáneamente.
—¿Y alguien sabe qué diablos fue lo que pasó, acaso era el fantasma del niño el que lo andaba penando?—preguntó intrigado González.
—Parece que no, porque el niño no murió, dicen que ya despertó y que sigue recuperándose de sus heridas—respondió Salgado.
—Entonces nadie sabe qué o quién era ese niño—dijo González
—Mi amigo dice que es obra del chamán, que así se encargó de vengar el baleo a su hijo—dijo Salgado—. Yo no sé de esas cosas Pablo, lo único que sé es que Pérez se mató, y por fin nos sacamos ese cacho de encima. Ahora simplemente hay que seguir viviendo no más.
—¿Y la familia del capitán aceptará esa historia sin chistar?—preguntó González a Salgado, quien sacaba en ese instante su billetera.
—Eso espero; si no, empezarán las investigaciones y esta cosa se pondrá color de hormiga—comentó Salgado—. De todos modos, como fueron ellos los que encubrieron lo de tu sapeo, no me extrañaría que también hubieran inventado esta historia medio heroica. Tú sabes, siempre es bueno tener un mártir en la familia. Ya Pablo, me voy, voy a dejar pagada la cuenta.
—No es necesario…
—Por lo menos esta vez pago yo—dijo Salgado—. Cuando ya tengas un sueldo seguro, tú invitas.
—Está bien. Gracias Manuel, estamos en contacto—dijo González
—Por supuesto, cuídate—dijo Salgado, despidiéndose de González y abandonando el bar.

Un par de minutos después, Pablo González salió del bar para ir a su hogar. Si bien es cierto la extraña muerte de Pérez lo sorprendió, al menos ahora tenía un problema menos del cual preocuparse. Pese a todo, el destino empezaba a mostrarle una cara algo más sonriente para su incierto futuro.

FIN
  

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2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Buenisima historia, como siempre!

29 de mayo de 2013, 18:36  
Blogger Unknown said...

Super entretenida... una buena precuela para Kon.

29 de mayo de 2013, 23:14  

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