No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

miércoles, 24 de julio de 2013

El caso de la mascota perdida



I

Pablo González estaba sentado frente a su escritorio leyendo el diario y haciendo el crucigrama para matar el tiempo a la espera que alguien apareciera con algún caso que investigar. La época estival era una temporada de muy baja demanda, por lo que debían prepararse durante el año juntando dinero para sobrevivir la eventual cesantía que sufrirían entre diciembre y febrero. De pronto un hombre añoso y algo desgarbado entró, siendo recibido y atendido por Benavides. Mientras González seguía haciendo el crucigrama, notó que el hombre se inclinó hacia delante para hablar en voz baja con Benavides, quien luego de un par de cruces de palabras, se puso de pie y se acercó al escritorio de González.

—Pablo, te presento al señor Jaime Pereira—dijo Benavides con aire ceremonioso—. Señor Pereira, el detective González es experto en el tema que lo aflige, él se hará cargo de su caso.
—Asiento señor Pereira, cuénteme en qué lo puedo ayudar—dijo González, viendo con curiosidad cómo Benavides salía de la agencia aguantando la risa.
—Buenas tardes señor González. Me da gusto saber que su agencia cuenta con detectives especializados en el caso que traigo—dijo el añoso cliente.
—Bueno, dígame qué lo trae por acá—dijo González, temiendo un fiasco por la actitud de su socio.
—Le cuento. Mi señora y yo vivimos cerca de uno de los cerros que dan hacia Argentina—dijo Pereira—. Ahí tenemos una parcela con animalitos de crianza, para tener leche, huevos, y carne para comer. Además de eso tenemos varias mascotas. Una de esas mascotas, el perrito regalón de mi señora, se extravió hace cinco días.
—Ah, ya veo por qué mi colega lo derivó conmigo—dijo González, pensando en la venganza que debería planificar para su viejo socio—. Veamos, ¿cuándo se dieron cuenta que no estaba su perro?
—Hace cuatro días lo estamos buscando. Mi esposa vio que la comida que le damos estaba íntegra y lo empezó a buscar, sin encontrar rastro de él.
—¿Qué raza es su perro?—preguntó González.
—Ninguna, es un quiltro grandote y lanudo, muy juguetón y muy cariñoso—dijo Pereira—. Mi esposa teme que algún turista haya creído que era callejero y se lo haya llevado.
—Debo suponer entonces que no lo tienen inscrito, ni usa alguna placa de identificación—dijo González, pensando en el lío en que su jefe lo había metido.
—Bueno, inscrito no, pero sí tiene una placa de identificación con su nombre—respondió Pereira—. Nuestro perro se llama Lligul.
—¿Lligul, es acaso un nombre mapuche o algo así?—preguntó extrañado González.
—La verdad no lo sé, mi señora le puso así, y como es su regalón, obedece a ese nombre.
—Bueno, ¿tiene alguna foto del perro?—preguntó González, mientras anotaba el extraño nombre del animal.
—Sí, acá hay unas cuantas—dijo Pereira, sacando un aparatoso computador portátil del maletín que traía, y en el cual desplegó en pantalla un álbum con fotos del perro, acompañado siempre de la mujer, quien en todas las imágenes aparecía luciendo grandes joyas de oro y piedras preciosas.
—Vaya, el animal es enorme, parece un pastor inglés por lo lanudo, pero claramente está mezclado con un… perro sin raza—comentó González, tratando de entender cómo es que la pareja tenía dinero para comprar joyas de ese tamaño y no tenían un perro de raza, o al menos con inscripción o registro.
—Yo siempre creí que era quiltro no más. Todos los días se aprende algo nuevo—dijo Pereira, algo ruborizado.
—Bueno, déme su dirección y el sector donde se extravió el perro, para poder iniciar su búsqueda—dijo González—. Con esto de los perros es un poco más difícil comprometerse con fechas, pero haré todo lo que esté a mi alcance por encontrarlo lo antes posible.
—Muchas gracias señor González, mi señora y nuestro perro le estarán eternamente agradecidos—dijo Pereira, para luego retirarse. Justo en el instante en que el cliente iba saliendo, Benavides volvió a entrar a la oficina; cuando estuvo seguro que el hombre se había alejado lo suficiente del lugar, soltó una enorme carcajada.

—No crea que se va a salir con la suya don Ernesto, esta me la va a pagar—dijo González, sonriendo.
—Te juro, en todos los años que llevo metido en el negocio, jamás había venido alguien para que buscáramos una mascota—dijo Benavides—. Te creo en alguna ciudad de más de un millón de habitantes, pero acá no somos tantos ni tenemos tanta población de perros vagos, como para que necesites de un detective privado para encontrar un perro.
—Sí, es muy loco el caso—respondió González—. Pero más loco será ver cómo busco pistas de un perro… bueno, supongo que algo se me ocurrirá.
—¿Te dejó el adelanto?—preguntó Benavides.
—Por supuesto, con un caso tan loco no voy a correr ningún riesgo—dijo González.

II

Pablo González llegó en su pequeño automóvil al sector donde estaba la parcela desde donde su cliente le indicó que se había extraviado Lligul, el perro mestizo. El viaje era largo y agotador, pues las parcelas se encontraban efectivamente en medio de la cordillera y relativamente cerca de la frontera con Argentina, por lo cual el oxígeno escaseaba a esa altura sobre el nivel del mar. El lugar era extraño, no se condecían las fotos de la mujer ataviada con joyas enormes y aparentemente muy costosas con el entorno de la zona en que estaba: terreno desértico por todos lados, divisiones entre parcelas apenas demarcadas con estacas de madera mal trabajadas y alambre de púas a punto de cortarse, algunos llamitos y guanacos paseando desordenadamente en busca de cualquier brizna vegetal para comer, y la ausencia total de seres humanos, al menos hasta donde su vista era capaz de ver. Para cerciorarse de estar en el lugar correcto, González sacó un viejo mapa geográfico del sector, en donde se identificaba con facilidad el sitio en que se encontraba: la zona no le era desconocida, pues mientras trabajó como carabinero le tocó en más de una oportunidad patrullar en el lugar en busca de traficantes o burreros que quisieran evitar los pasos fronterizos habilitados para internar o sacar su mercancía. El detective estaba desconcertado, y no sabía de qué modo podría encontrar en ese pedazo de desierto altiplánico un perro mestizo de nombre mapuche. De pronto una camioneta todo terreno apareció levantando polvo por la vieja huella de tierra que hacía las veces de camino, deteniéndose al lado del pequeño automóvil del investigador.

—¿Está perdido, joven?—preguntó el conductor de la camioneta, sin apagar el motor.
—Algo así—respondió González—. ¿Usted sabe si por acá las parcelas tienen número para ubicarlas?
—¿Número? No pues hombre, acá las tierras no tienen nombre ni número, acá usted pregunta por el dueño y ahí le dicen cuál es.
—Si no hubiera aparecido usted, tendría que haberle preguntado a un llamito—dijo González, sonriendo—. Busco la parcela de don Jaime Pereira.
—¿Pereira?—preguntó el hombre de la camioneta—. No, no hay nadie de apellido Pereira por acá.
—Qué extraño, me dijeron que él y Leontina Espinoza…
—¿La Leontina? Ella sí, ella vive hace tiempo acá, y esta es justo la entrada de su terrenito—dijo el hombre.
—Ah bueno, muchas gracias, se pasó—dijo González, alejándose del vehículo para empezar a buscar a la mujer.  
—Tenga cuidado joven, la Leontina es guapa y anda armada. Adiós—dijo el hombre, poniendo en movimiento la camioneta para seguir su camino.

González estaba incómodo con la situación, su cliente le había mentido y ahora estaba en medio del altiplano buscando una mujer armada, que quién sabe qué negocios tenía pendientes con Pereira. González fue hacia su automóvil desde donde sacó unos binoculares enormes, con los que empezó a mirar por todos lados, a ver si encontraba la casa, o donde fuera que la mujer se encontrara; luego de un par de minutos, decidió subir al techo del Kia Pop, a ver si desde esa altura podía abarcar más terreno. Justo hacia el oeste de donde estaba estacionado, a cerca de dos kilómetros de distancia, había una casa prefabricada que no parecía corresponder con el lugar en que se encontraba, por la lejanía y la altura; de todos modos, era el único punto de referencia que tenía, y si quería aclarar algunas dudas, debería ir a esa casa e intentar hablar con su dueña. El detective guardó los binoculares, cerró el auto, y empezó la caminata hacia la casa, tratando de hacerse lo más visible posible para no sorprender ni provocar a la dueña del terreno.

Quince minutos más tarde, González estaba llegando a la casa. Si bien es cierto la construcción era de madera, tenía un leve aire señorial que no tenía relación alguna con su ubicación. Justo antes que la puerta de casa se abriera, un perro lanudo enorme salió a su encuentro, deteniéndose frente a él y moviendo la cola casi exageradamente: había encontrado a Lligul.

—Buenas tardes, ¿qué desea?—dijo una voz gruesa de mujer desde la puerta de entrada de la casa.
—Busco a la señora Leontina Espinoza—dijo González, sacándose aparatosamente la chaqueta para que la mujer viera que andaba desarmado.
—Yo soy, ¿qué necesita?—dijo la mujer, alejándose de la puerta lentamente.
—Señora Espinoza, soy el detective privado Pablo González, vengo de parte de don Jaime Pereira por el asunto de un perro llamado Lligul—dijo González.
—¿Qué quiere ese desgraciado con mi perro?—dijo la mujer enrabiada, retrocediendo hacia la entrada y metiendo su mano izquierda al interior del lugar, al parecer para tomar un arma larga.
—El señor Pereira me dijo que su perro se había extraviado, y lo estaba buscando—respondió González, retrocediendo un paso, el mismo que el perro avanzó para colocar su cabeza bajo la mano del detective.
—Venga, pase, si mi perro lo acepta no puede ser tan malo—dijo la mujer.

González avanzó hacia la casa con el perro a su lado, moviendo la cola y haciendo fiestas para recibir alguna caricia. Cuando ya estuvo dentro, vio a la mujer guardando la escopeta que tenía oculta por dentro del marco de la puerta.

—¿Así que el Jaime quiere mi perro? ¿Y para qué, si se puede saber?—preguntó la mujer, mientras González seguía flanqueado por el lanudo animal.
—Lo que mi cliente me dijo es que el perro estaba extraviado. Obviamente me mintió—dijo González acariciando al perro, y mirando por primera vez su placa de identificación—. Pero este no es el perro.
—Este es el único perro grande que tengo—dijo la mujer.
—Entonces cometí un error, el señor Pereira me dijo que el perro que buscaba se llama Lligul, y según veo su mascota se llama… Jewel, como sea que se pronuncie eso.
—Señor González, ¿por casualidad sabe algo de inglés?—preguntó la mujer, sonriendo.  

III

Pablo González estaba en su escritorio, masticando la rabia. En cualquier momento llegaría Jaime Pereira, así que el detective privado trataba por todos los medios de reprimir sus impulsos. Un par de minutos después de servirse un café, y justo cuando iba a encender el tercer cigarrillo de la mañana, un par de golpes a la puerta anunciaron la entrada de Pereira a la oficina.

—Buenos días, señor González, qué bueno que me llamó, mi esposa y yo…
—Siéntese Pereira—dijo González, interrumpiendo el ceremonioso saludo de su cliente—. ¿Sabe qué es lo qué más odio en la vida, después que me disparen? Que me mientan y me hagan quedar como huevón.
—Disculpe señor González, no…
—Ayer fui al domicilio de Leontina Espinoza, Pereira, no me siga mintiendo—dijo González, mientras su cliente lo miraba desconcertado—. ¿Sabe cómo se refirió a usted la señora Espinoza?
—El desgraciado—dijo Pereira, mirando al techo.
—¿Pensaba en algún instante acaso que me robaría el dichoso perro para traérselo a usted?—dijo González.
—Creí que el perro se iría con usted, como se va con toda la gente—dijo Pereira—. Ese perro es regalón hasta del aire, sigue a todo el mundo.
—¿Y por casualidad creyó que no me enteraría de la historia del perro?—preguntó casi iracundo González.
—Supuse que usted no sabría inglés, y no se enteraría que Jewel en inglés significa “joya”—dijo Pereira, apesadumbrado—. Esa vieja de mierda de la Leontina… ¿sabe usted para qué tiene al perro?
—Para hacer caer a tipos inmorales y estúpidos como usted—dijo González.
—¿A qué se refiere, González?—preguntó Pereira.
—A la mentira que inventé acerca de mi perro, huevón estúpido—dijo tras Pereira la gruesa voz de Leontina Espinoza, acompañada del perro mestizo.
—Leontina… ¿cómo se te ocurre andar con ese perro en la calle, mujer?—preguntó Pereira, quien recibió un par de lengüetazos en la cara de parte de Jewel.
—No eres más que otro maldito ladrón bastardo hijo de puta que quiere apoderarse de mi supuesta fortuna—dijo la mujer con rabia, mientras tiraba de la cadena de Jewel para que dejara de hacerle fiestas a Pereira.
—Pero si todo el mundo sabe… ¿supuesta fortuna?—dijo Pereira, mirando a Espinoza, González y al perro.
—Verá Pereira, la señora Espinoza me contó la historia acerca de su perro—dijo González, quien estaba de pie por si debía interponerse entre algún eventual conflicto entre los humanos presentes en su oficina—. La señora Espinoza tuvo una pareja años atrás, que tenía bastante buena situación económica, pero cuyo estilo de vida no era compatible con esta ciudad. Pese a que la relación terminó, el hombre en cuestión decidió ayudar a la señora Espinoza enseñándole un truco para que supiera con qué tipo de personas se relacionaba.
—No entiendo de qué está hablando—dijo Pereira, desconcertado.
—A que las joyas de las fotos no son mías, ladrón de mierda—dijo la mujer.
—Según me contó la señora Espinoza, su ex pareja le regaló a Jewel, quien tiene una cicatriz en su abdomen por una operación que hubo que hacerle de cachorro por un problema intestinal—dijo González—. Este señor le prestó las joyas de su familia a la señora Espinoza, para que se fotografiara con ellas y el perro, y le dijo que contara que la cicatriz del perro era una especie de bolsillo superficial donde guarda dichas joyas.
—Por eso se llama Jewel—dijo Pereira, cabizbajo.
—Desde ese entonces, cada vez que conozco a alguien le cuento la historia del perro, y si me lo intentan robar, ya sé que a esa persona debo alejarla de mi vida—dijo Espinoza, enojada—. Debí haberte dado un par de escopetazos cuando pude, maldito maricón.
—Qué quieres que te diga, las deudas me tiene acogotado, ya no sabía qué hacer, a lo único que podía apostar era a salvarme con las joyas en la guata de tu perro—dijo Pereira—. Lo peor de todo es que la plata para el adelanto a González se la pedí a un prestamista, ese no me la va a perdonar.
—Y no habrá reembolso, ya te dije que no me gusta que me vean la cara—dijo González, mirando a Pereira para luego voltear hacia la mujer—. Señora Espinoza, ¿va a denunciar a este tipo a las autoridades?
—No, no me interesa hacerle daño a este huevón patético, que el prestamista se encargue de él—respondió Espinoza, mientras Pereira se ponía de pie y salía en silencio de la agencia de detectives.
—Nuevamente le pido disculpas por todas las molestias, señora Espinoza—dijo González—, creo que de ahora en adelante deberemos seleccionar mejor a nuestros clientes—dijo el detective, mirando de reojo a Benavides, quien leía unos papeles en el escritorio contiguo..
—No se preocupe señor González, de todas maneras ya sé que el truco que me regaló mi ex pareja de verdad funciona. Sea como sea, ahora me siento más segura, y por fin veo que Jewel sirve para algo—dijo Espinoza.
—Bueno, ojalá encuentre alguna vez quien en quien confiar. Adiós señora Espinoza—dijo González, estrechando la mano de la mujer y acariciando por última vez a Jewel.

González volvió a su escritorio; cuando estaba a punto de sentarse, Benavides dijo, sin despegar la vista de sus papeles:

—Sal a ver a ese perro sin que la dueña se dé cuenta.

González fue de inmediato a la puerta, y en cuanto salió dejó caer sus llaves para poder agacharse y mirar al perro y la mujer sin que nadie se diera cuenta. Media cuadra hacia el sur se alejaba Leontina Espinoza con el perro tomado de su correa. Bajo el abdomen, y justo en la zona de la cicatriz, un bulto casi rectangular se dejaba ver colgando del simpático Jewel, quien giró su cabeza para mirarlo con su larga lengua colgando, y movió con más energía su incontrolable cola.

FIN

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