No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

martes, 4 de junio de 2013

El caso de las joyas fantasmas



I

Ernesto Benavides estaba terminando de ordenar el dinero para pagar el mes de trabajo a Pablo González. El joven ex carabinero le era de mucha ayuda para poder agilizar los trámites necesarios para terminar todas las investigaciones pendientes, pero luego de cuatro meses dedicado sólo a labores administrativas se notaba algo alicaído. Si bien es cierto González no se quejaba ni reclamaba, sus años de experiencia le permitieron darse cuenta que si no empezaba a compartir los casos, el joven decidiría en cualquier instante buscar un nuevo rumbo para su futuro.

Esa mañana González estaba a las nueve de la mañana en la oficina, listo para empezar a revisar sus pendientes y ordenar el día para alcanzar a hacer todos los trámites que pudiera. Cuando llegó, se encontró con su pequeño escritorio medio desordenado, y a su jefe reordenando todo lo que había hecho el día anterior.

—Buenos días don Ernesto, ¿cómo está, necesita algún certificado para luego?—preguntó González, sacándose la chaqueta para empezar a trabajar.
—Buenos días. No Pablo, no necesito nada especial, al menos no por ahora.
—Ah… ¿está revisando cómo voy de atrasado con la pega, entonces?—volvió a preguntar González, tratando de entender en qué estaba su jefe.
—No, no te estoy controlando Pablo.
—¿Pasó algo, don Ernesto?—preguntó González, temiendo que las finanzas del negocio no alcanzaran para dos personas.
—Sí Pablo, pasó algo—dijo Benavides sacándose los lentes y dejando de lado la carpeta que estaba leyendo—. Pasa que has estado trabajando mucho y muy bien estos cuatro meses, haciendo toda la pega administrativa que estaba pendiente. Pero yo no te contraté para eso, mi idea era y es tener un segundo investigador, para poder abarcar más casos. Así que desde hoy me dedicaré a completar tu pega, pues el próximo caso que llegue será tuyo. Yo te voy a ayudar en lo que necesites, pero la cara visible y quien tome las decisiones serás tú.
—Muchas gracias don Ernesto, haré todo lo posible por no defraudarlo.
—Más te vale, porque tu sueldo y parte del mío saldrá de ese caso—respondió Benavides, volviendo a sumergirse en la papelería pendiente.

Tres días después, González estaba aburrido de no hacer nada, mientras Benavides estaba absorto en terminar de cerrar los casos pendientes, pasando la mayor parte del tiempo fuera de la oficina. Esos días le permitieron a González darse cuenta de lo difícil que debía ser para Benavides coordinar todo para tener el dinero de su sueldo a fin de mes; inclusive había llegado a pensar que a veces el viejo dueño de la agencia podría hasta sacar menos ganancias para no quedar en deuda con él. Mientras su mente divagaba en las dudas que le generaba su trabajo, la puerta de acceso se abrió, dejando entrar a una mujer añosa de ropa antigua pero bien cuidada y limpia, con aspecto de haber vivido tiempos mejores.

—Buenos días, ¿usted es el detective privado?—preguntó la mujer.
—Buenos días—respondió algo descolocado González—. Mi nombre es Pablo González, trabajo con don Ernesto Benavides, el dueño de la agencia. Asiento, cuénteme en qué la puedo ayudar.
—Mi nombre es Marta Goya, y necesito ayuda por un problema del robo de unas joyas—dijo la mujer.
—¿Hizo la denuncia a carabineros o investigaciones?—preguntó González, intentando empezar a recabar información.
—El problema señor González, es que sospecho que el ladrón es un fantasma—dijo con seriedad la mujer.
—Disculpe señora Goya, pero no entiendo a qué se refiere.
—Verá, hace años estuve casada con un hombre millonario, muy dadivoso pero extremadamente mujeriego. Luego de diez años de aguantar sus infidelidades decidí separarme, a lo que él accedió sin problemas, dejándome una cantidad muy considerable de dinero, pero en joyas y oro, pues siempre consideró que el dinero era demasiado volátil, y uno siempre podría echar mano a metales y piedras preciosas.
—Y supongo que él le enseñó a guardar dichas joyas en el hogar, porque los bancos cobran y son inseguros—comentó González, recordando más de algún robo similar que le tocó ver en gente añosa y desconfiada.
—Exactamente—respondió la mujer—. Bueno, el asunto es que algunos años después conocí a un hombre bueno y tierno, cariñoso y fiel, pero sin los medios de mi primer marido. Con él convivo hace treinta años, tenemos un hijo maravilloso de veintiocho años que ya es profesional y vive con su pareja hace un año, así que nuevamente estamos solos en casa.
—Ya veo.
—Después que mi hijo se fue de la casa, empezaron las desapariciones de mis joyas. Al principio no me daba cuenta, hasta que un día se me ocurrió revisar mi escondite secreto, y encontré que…
—Disculpe que la interrumpa—intervino González—, ¿a qué se refiere con escondite secreto? Supongo que no es una caja fuerte con clave.
—Bueno…—dijo la mujer algo avergonzada—, mi ex marido me enseñó que el escondite más seguro es a la vista de todos, así que mandé a hacer  un amoblado de comedor cuya mesa y sillas tienen las patas huecas…
—Y utiliza esos espacios para guardar sus joyas—dijo González—. Bueno, ahora cuénteme cómo se dio cuenta del robo y por qué sospecha que los hechores son fantasmas.
—Bueno, cuando me di cuenta que una de las patas de las sillas estaba sin las correspondientes joyas, llamé de inmediato a carabineros y empecé a buscar los certificados para hacer la denuncia formal—siguió relatando la mujer—. Cuando llegaron los carabineros les quise mostrar la pata hueca de la silla, pero al sacarle el tapón, encontramos las joyas en su lugar.
—Ajá… ¿Y está segura de no haberse equivocado de silla, o de pata?—preguntó González, mientras intentaba encontrarle la lógica a un caso que parecía no tener mucho futuro.
—No, porque sé qué es lo que hay en cada pata.
—Cuénteme señora Goya, ¿de qué viven usted y su conviviente?—preguntó González.
—Los dos recibimos jubilaciones, no muy grandes que digamos pero al juntarlas alcanza para sobrevivir—respondió Goya—. La casa es propia así que no pagamos arriendo, y cuando hay algún imprevisto, recurrimos a alguna de mis joyitas para empeñar o vender, dependiendo del apego y de la necesidad económica.
—Bueno señora Goya, me gustaría visitar su casa mañana, para revisar el lugar y ver qué encuentro—dijo González—. Después la pondré en contacto con el dueño de la agencia para que se pongan de acuerdo con los pagos y los plazos de la investigación.
—Muchas gracias señor González, lo espero mañana entonces, y gracias por tomar mi caso—dijo la mujer, poniéndose de pie y saliendo de la oficina, en el preciso instante en que Ernesto Benavides venía de vuelta de hacer los trámites pendientes.
—¿Quién es esa señora, Pablo?—preguntó Benavides.
—Mi primera clienta—respondió González, preocupado.

II

Poco antes del mediodía del día siguiente, Pablo González estaba llegando a la casa de la señora Goya. La construcción era antigua pero de material sólido, y aún parecía presentar reminiscencias de un pasado mejor. González golpeó la puerta, siendo recibido por un hombre alto y viejo, apoyado en un bastón.

—¿Qué desea, joven?—preguntó el hombre con voz grave pero suave.
—Buenos días, soy el detective privado Pablo González. ¿Se encuentra la señora… Marta Goya?—dijo González, leyendo el nombre de la mujer en una pequeña libreta de bolsillo.
—Ah, usted es el detective que contrató mi señora por lo de sus joyas. Pase joven, adelante—dijo el hombre, haciendo pasar a González. En el instante en que entró, un fuerte golpe se escuchó en el piso, bajo el anfitrión—. No se asuste, es mi pata de palo. Hace años tuve un accidente laboral y me amputaron la pierna izquierda bajo la rodilla. Se supone que esta cosa sería temporal, hasta conseguir una prótesis, pero la mentada pata ortopédica nunca llegó, así que me quedé con esta.
—Ya veo—dijo González, mirando la arcaica prótesis de madera, pero que parecía ser completamente funcional, al menos para su dueño—. Disculpe señor…
—Manríquez, Arturo Manríquez—respondió el hombre a la frase abierta de González—. Asiento joven, y perdone el no haberme presentado, creí que mi señora le había dado mis datos.
—No, de hecho conversamos muy someramente acerca del caso. Quería saber qué piensa usted acerca de la desaparición y reaparición de las joyas de su señora—preguntó González, mientras sacaba su libreta de notas.
—No lo sé, es algo muy extraño—dijo el hombre, dejándose caer en uno de los sillones—. Mi señora es muy metódica para todo, tiene todas las facturas y boletas de lo que hay en esta casa, de lo que ella tenía y de las cosas que hemos comprado. Si usted viera nuestro ropero… le faltan letreritos a cada cosa, no hay nada que se le escape. Todos esos chiches que están en ese mueble, están en esa misma posición hace años. Mi señora es de las que va de compras sin lista y saca la cuenta mental, antes que el vendedor le diga el total.
—O sea es extremadamente metódica, ¿y eso qué tendría que ver con el asunto de las joyas?—preguntó González.
—Que lo de sus joyas no tiene que ver con que se le hayan extraviado ni que se le olvide dónde están, que es lo primero que la gente joven piensa de nosotros, los viejos—respondió Manríquez.
—Ah claro—comentó González—. ¿Y qué cree usted que pueda estar pasando? Porque su señora comentó en la oficina que ella cree que esto es obra de fantasmas.
—Es lo único que se nos puede ocurrir, señor González—dijo Manríquez—. A esta casa casi no vienen visitas, y si mi esposa no hace la denuncia a carabineros, jamás me hubiera enterado que ella tenía joyas; digo, ¿a cuánta gente se le podría ocurrir perforar patas de muebles para meter una fortuna?
—Si bien es cierto no son muchos, tampoco es la única—respondió González.
—Ahora, lo que más nos intriga es que las joyas reaparezcan. Se supone que un ladrón común se las roba y las vende, por eso lo único que se nos ocurrió es que fueran fantasmas—dijo Manríquez.
—Señor González, ¿cómo está?—dijo Marta Goya, apareciendo por el pasillo que comunicaba el estar con los dormitorios—. Qué bueno que haya venido. Veo que ha estado confesando a mi Arturo.
—Buenos días señora Goya—respondió González, poniéndose de pie y saludando de mano a la dueña de casa—. Para nada, hemos estado conversando un poco acerca de usted y el asunto de sus joyas.
—¿Y a qué conclusión llegaron?—preguntó Goya.
—Hasta ahora a ninguna. Señora Goya, ¿podría ver dónde y cómo oculta sus joyas?—pidió González.
—Claro. Quédese sentado no más—dijo Goya.

La añosa mujer ataviada con una vieja bata de levantar de seda se puso de pie, tomó una de las sillas del comedor y la llevó donde González, sentándose a su lado en el sofá, con la silla con las patas hacia arriba. La mujer tiró con fuerza de una de las patas, la cual se empezó a separar del cuerpo de la silla con lentitud; de pronto se sintió un leve crujido, luego del cual la mujer giró la pata de modo tal que quedó completamente por fuera del asiento de la silla. En ese instante empezó a resbalar desde el interior de la pata una delgada bolsa plástica, en cuyo interior se podían ver varias cadenas de oro, y un par de piedras redondas de tamaño considerable, aparentemente perlas. La señora Goya le pasó la silla a González, quien vio que la pata tenía al menos tres gruesas espigas de madera, que le daban la fuerza y estabilidad como para no quebrarse con el uso, ni salirse accidentalmente al levantar la silla; el cuarto soporte era un eje metálico cilíndrico que hacía las veces de bisagra, y sobre el cual giraba la pata para así poder liberar su contenido. Con la venia de la dueña de casa, González abrió las otras tres patas, dejando caer bolsas plásticas parecidas a la primera expuesta, que contenían todo tipo de joyas de metales y piedras preciosas.  

—Muy ingenioso el sistema—comentó González.
—Es el invento de un mueblista amigo de mi ex esposo, fue diseñado para él originalmente, pero luego lo convencí de hacerme un trabajo similar—dijo la mujer, casi orgullosa.
—Y estas bolsas, ¿de dónde las sacó?—preguntó González, viendo que algunas tenían inscripciones impresas algo borrosas, pero donde se podía ver el apellido de alguien y un número telefónico.
—Esas son bolsas de la casa de empeño donde he llevado alguna de mis piezas para venta o empeño—respondió la mujer—. Como me gustó el modelo, después conseguí otras similares para guardar el resto de mi patrimonio.
—Ya veo—dijo González mientras descifraba el nombre y el número telefónico, y los anotaba en su libreta, para luego devolverlas a su dueña—. Muchas gracias señora Goya, voy a ver qué otros datos logro conseguir para ayudarla con la desaparición de sus joyas.
—Le agradezco la visita, señor González—dijo Goya—. Déjeme guardar las joyas para acompañarlo a la puerta.

La mujer tomó las bolsitas y casi de memoria las guardó en las patas de cada silla. De pronto miró al trasluz una de ellas, para luego vaciar el contenido de otra de las patas e intercambiar ambos envases, mientras susurraba en voz baja “vieja loca”.

—¿Necesita ayuda, señora Goya?—preguntó González.
—No, no, fue una tontería mía, me equivoqué de pata, parece que confundí las bolsas—dijo la mujer, contrariada consigo misma.
—Un error lo comete cualquiera Martita, no te mortifiques con tan poco—dijo Manríquez.
—Ya, está todo en su lugar, ya pasó—dijo Goya, para luego dirigirse al visitante—Señor González, lo acompaño a la puerta, gracias nuevamente por su visita.
—Por nada señora Goya. Acá está el teléfono de mi jefe, llámelo para que se pongan de acuerdo en el contrato y en los plazos del trabajo. Hasta pronto señora Goya, señor Manríquez—dijo González, para abandonar el domicilio y dirigirse a la agencia.

Diez minutos después, González estaba de vuelta en la agencia, donde Benavides seguía con el trabajo administrativo.

—Hola  Pablo, ¿y, cómo va el caso?—preguntó el dueño de la agencia.
—Por ahora creo que va, jefe. Esperaré a que la señora Goya lo llame confirmando el trabajo para empezar con las diligencias—respondió González.
—Entonces empieza al tiro, porque llamó hace unos ocho minutos para dar el visto bueno y empezar a investigar—dijo Benavides.
—Excelente jefe, iré entonces de inmediato a la casa de empeños a conseguir la información que necesito—dijo González, esbozando una sonrisa.

III

—Buenos días señor, ¿en qué lo puedo ayudar?—preguntó la mujer tras la ventanilla.
—Buenos días, mi nombre es Pablo González, soy detective privado. Necesito saber si puedo hablar con el dueño de la casa de empeño.
—No, el dueño no se encuentra, anda fuera de Chile. ¿En qué lo puedo ayudar?
—Necesito información acerca de una cliente de acá—dijo González.
—No se puede, tenemos prohibido entregar información acerca de los clientes—la mujer pareció mirar hacia los lados, para luego inclinarse hacia delante en la ventanilla, acto que replicó González al entender que le quería decir algo en secreto—. Hable con el tasador, él es medio suelto de lengua, pero como hace bien su trabajo, no lo echan.

González se acercó a una parte abierta del mesón, donde se encontraba un hombre gordo rodeado de lupas, linternas, reactivos químicos y pocillos de porcelana de diversos tamaños, con cara de pocos amigos.

—Buenos días, ¿le puedo quitar un par de minutos?—preguntó González al hombre que parecía no hacer nada.
—Tu cara me suena—dijo el hombre, frunciendo el ceño como para poder enfocar mejor la vista—. Tú eres el matapacos, ¿cierto? Un amigo mío estuvo metido cuando le sacaste la cresta a un capitán. ¿En qué te ganas la vida ahora?
—Soy detective privado—respondió secamente González.
—Ah, ¿y ya no le pegas a los pacos?
—Ese incidente está en el pasado. Y no, no golpearía a un carabinero ni a nadie por puro gusto—dijo González, pensando que en ese caso podría hacer la excepción.
—¿Y qué andas haciendo por acá, quieres empeñar algo o estás investigando a algún traficante o ladrón de joyas?—preguntó el tasador con curiosidad.
—Necesito información de una cliente de acá, pero la señorita de la ventanilla me dijo que tienen prohibido dar algún dato de la gente que empeña cosas acá.
—Estas lolas le tienen miedo al jefe—dijo el hombre, tomando un sorbo de bebida que tenía en un vaso al lado de su lupa más grande—. Cuéntame, ¿a quién investigas?
—Necesito que me cuentes qué sabes de una señora Marta Goya—dijo González.
—¿La señora Martita?—preguntó el hombre—Esa señora tiene un gusto exquisito, y trae unas joyas maravillosas. Es extremadamente ordenada, cada vez que viene trae un catálogo donde aparecen las fotos de sus joyas para demostrar que son legales, y las facturas para acreditar su propiedad.
—¿Viene muy seguido?
—Si mal no recuerdo, algo así como dos o tres veces al año—respondió el tasador—Generalmente se aparece por acá cuando tiene que hacerse algún examen caro, y para cumpleaños de su marido y su hijo. No se lleva la tasación completa, sólo pide el dinero que necesita, y lo cancela siempre a tiempo. Con ella nunca ha habido problemas.
—¿Cuando fue la última vez que vino?—preguntó González.
—No sé, hace siete u ocho meses al menos—dijo el hombre gordo, lo que no se condecía con las fechas de los robos.
—¿Y siempre le dan de esas bolsitas largas?
—Sí, en esas bolsitas devolvemos las joyas—dijo el tasador—. En todo caso ella casi no las necesita pues trae las propias, pero por cortesía igual se las entregamos. El que sí las necesita es el marido, el cojo Henríquez, se pasó para desordenado ese hombre.
—¿Y cuándo estuvo acá por última vez el señor Manríquez?—preguntó algo sorprendido González.
—La semana antepasada—respondió el gordo—. El tipo siempre anda apurado, su dichosa pata de palo resuena cada vez que viene por acá, pero es igual de buen pagador que su esposa, así que no hay dramas con él; eso sí, el tipo no deja que pase mucho tiempo, en un par de días paga y recupera las joyas.
—¿Y son las mismas joyas que trae su señora?—preguntó González.
—Sí, las mismas. De hecho no le pido los certificados, porque se los he visto a ella. Y como sé que el tipo pagará rápido, es negocio seguro—respondió el hombre, mirando divertido cómo González anotaba todo lo que él decía.
—Muchas gracias por su tiempo—dijo González, extendiendo su mano para despedirse del tasador.
—De nada, es un honor haber conocido en persona al matapacos—respondió el gordo, quien agregó, mientras González salía del lugar satisfecho pero algo contrariado—. Vuelve cuando quieras, te tendré un crédito mayor para cualquier empeño.

IV

Pablo González estaba en la oficina redactando el informe del caso. Aún le costaba un poco ordenar las ideas de modo tal que no pareciera un parte policial, y que se entendiera lo que quería decir. De pronto sintió a alguien tras él, leyendo por sobre su hombro.

—Veo que te tocó un caso fácil para empezar, ya descubriste al culpable—dijo Benavides, satisfecho.
—Tengo el quién, pero aún me falta el cómo y el por qué—respondió González.
—¿Y cómo pretendes hacerlo, lo encararás frente a su esposa o tratarás de hablar con él en privado?—preguntó Benavides.
—El informe final es para la clienta, a ella le debo entregar este documento—dijo González—. Aún no he decidido cómo lo haré para aclarar lo que me resta, pero probablemente conversaré con los dos juntos.
—Bueno, el caso es tuyo así que tú decides los procesos. Espero tus novedades—dijo Benavides, para luego salir a una notaría para legalizar una fotocopia.

Para González el caso estaba terminado gracias al testimonio del tasador, quien reconoció sin problemas al marido de Marta Goya como el culpable de la sustracción de las joyas. La redacción del informe lo estaba complicando al no poder incorporar el móvil y el modus operandi, así que decidió visitar a la pareja para confrontar los hechos y aclarar todo de una vez; sólo esperaba tener la capacidad de resolver la situación sin que se le escapara de las manos.

González llegó a pie al domicilio de los Manríquez Goya. Luego de los saludos de rigor pasaron a la sala de estar: había llegado el momento de probar que podía desempeñarse como detective privado.

—Cuéntenos señor González, ¿qué novedades nos tiene?—preguntó ansiosa Marta Goya.
—Bueno, después de entrevistarme con ustedes decidí visitar la casa de empeños de donde vienen las bolsitas de sus joyas—empezó a relatar González—. Cuando conversé con su marido, él me contó que usted es casi obsesivamente metódica para todo.
—Sí, eso es verdad, a veces se me pasa la mano, pero así me educaron—respondió Goya.
—Cuando usted estaba guardando las joyas en las patas de sus sillas, se equivocó en una de ellas.
—Sí, es que ando un poco distraída tal vez—argumentó la mujer.
—Me parece que no—dijo González—. Lo más probable es que se equivocó porque la bolsa original en que estaba era de las transparentes, y ahora estaba guardada en una rotulada.
—Tiene razón—dijo la mujer, sorprendida—Vaya, si no me lo cuenta usted, aún no me habría dado cuenta del por qué de mi error.
—El asunto es que el tasador de la casa de empeños me dijo que sus joyas habían sido empeñadas hace dos semanas—dijo González, tragando saliva—. Este hombre reconoció a su esposo como el hechor.
—¿Qué, está loco acaso, joven?—dijo el hombre, algo descolocado—Le dije que no sabía lo de las joyas de mi esposa. Ese tipo debe estar equivocado.
—Señor Henríquez, el tasador mencionó su apellido, y el hecho que usted usa una prótesis de madera, que suena mucho cada vez que usted visita la casa de empeños—dijo González.
—De partida no soy Henríquez sino Manríquez, y por otro lado no conozco la casa de empeños que visita mi señora—el hombre se puso de pie y se dirigió a la puerta—. Marta, vamos a ir con el señor González a la casa de empeños a encarar a ese mentiroso, espéranos acá por favor.
—Arturo, si fuiste tú no importa, después me explicas en privado por qué lo hiciste, no hay problema—dijo la mujer, mirando con pena a su conviviente.
—Que no fui yo Marta, ¿acaso no me crees?—dijo el hombre, yendo hacia su mujer y dejando en la puerta a González, quien se quedo sujetando el picaporte y jugando con él mientras la pareja discutía.
—En serio Arturo, no me importa, no quiero discutir frente al señor González, ni que pases malos ratos en la casa de empeños. No vale la pena, tú sabes que pese a todo…
—Disculpe señora Goya—interrumpió González—, ¿por casualidad el mueblista que fabricó su mesa y sus sillas hizo también la puerta de entrada?
—Veo que se dio cuenta de la mano del señor Henríquez—dijo Goya—. Cuando mandé hacer el comedor quise que hiciera juego con el entorno, y lo único que se me ocurrió fue la puerta.
—Sí, me acabo de dar cuenta de la mano de este señor Henríquez—dijo González, enrabiado—. Necesito que vayamos a su taller, por favor.

V

Dionisio Henríquez se encontraba terminando de encolar las espigas de madera de una cava de madera que le habían encargado. Como buen mueblista de la vieja escuela, estaba acostumbrado a usar la menor cantidad de clavos y tornillos, pues las uniones por encaje de madera contra madera reforzadas con cola o neoprén duraban mucho más y su acabado era de mejor calidad. Cuando se disponía a poner las prensas para fijar las uniones, tres personas entraron a su taller, dejándolo con el alma en un hilo.

—Bue… buenas tardes… señora Goya, ¿cómo está?—dijo con voz entrecortada Henríquez.
—Buenas tardes señor Henríquez, soy el detective privado Pablo González. Sabe por qué estamos aquí, ¿correcto?—dijo González, parándose delante de la pareja.
—Yo… no… es que…
—Señor Henríquez, podemos hacer esto por las buenas o por las malas—dijo González con voz firme—Siéntese y explíquenos por qué robó las joyas de la señora Goya.
—Yo… yo no robé nada… sólo las tomo prestadas y después las devuelvo, nada más—dijo avergonzado el hombre, dejándose caer en la banca en que reposaba, evidenciando una prótesis de madera en su pierna derecha.
—Por eso lo confundieron conmigo, también está amputado—dijo sorprendido Manríquez.
—Yo no quería hacer daño… no soy un hombre malo… sólo tengo una enfermedad que no puedo controlar… soy ludópata—dijo el hombre al borde de las lágrimas.
—¿Esa enfermedad en que la gente necesita apostar?—preguntó Goya.
—Yo nunca le he robado nada a nadie, pero no puedo controlar mis apuestas compulsivas—empezó a relatar Henríquez—. Cuando me contrataron para hacer el amoblado de comedor, y la señora Goya me pidió que hiciera esas patas huecas falsas, entendí que era para esconder joyas.
—¿Y cuándo se le ocurrió lo de la puerta?—preguntó González.
—La señora me dijo que quería hacer algo en el comedor que hiciera juego con el amoblado. Ella me pidió colocar unas vigas desnudas en el techo, y ahí se me ocurrió sugerir una puerta.
—Y en la puerta colocó un sistema similar al de las patas para correr el picaporte y abrir desde fuera sin forzar la cerradura—dijo González.
—Sí… cuando fui a instalar la puerta vi a la pasada al marido de la señora Goya… cuando me di cuenta que tenía una pata de palo como la mía, pensé que en vez de robar las joyas las podría sacar de la casa, empeñarlas y luego devolverlas… no me gusta robar, por eso preferí empeñar.
—Supongo que siguió alguna vez a la señora Goya para ver la casa de empeño, y luego simplemente se hizo pasar por su marido, llevando las mismas joyas—agregó González.
—Así es… por favor perdónenme, nuca quise hacerles daño—dijo Henríquez.
—¿Y cómo sacaba las joyas de la casa?—preguntó Goya.
—Así—dijo González, acercándose a Henríquez para tomar el extremo de su prótesis de madera, traccionarlo, y dejar ver un espacio suficiente como para que cupieran dos o tres bolsas de joyas—. Lo más seguro es que en alguna ocasión le cambiaron las bolsas en la casa de empeños, y eso hizo que la señora Goya se confundiera al rellenar las patas de las sillas.
—Sólo hay algo que no logro entender, ¿cómo es que siempre logró recuperar el dinero de las joyas para devolverlas a su lugar?—preguntó Manríquez, algo menos enojado.
—Es que soy hípico, desde cabro chico le apuesto a los caballos, y nunca pierdo… por eso uso una parte del dinero empeñado para jugar todo lo que pueda, y reservo lo justo para recuperar la plata apostando a los caballos—dijo Henríquez, para luego quedar mirando al piso, avergonzado—. ¿Qué va a pasar conmigo ahora?
—Mi trabajo termina acá—dijo González—, les dejo a ustedes la decisión de denunciar o no. Señora Goya, pase por favor en un par de días más a la oficina a buscar el informe final de la investigación y a arreglar con mi jefe lo de los honorarios. Señor Manríquez, le pido mil disculpas, nunca fue mi intención acusarlo injustamente, creo que me dejé llevar por las evidencias incompletas, y por mi inexperiencia.
—Gracias por todo señor González, y no se preocupe por el mal rato, al fin y al cabo logró resolver el caso—dijo Manríquez, estrechando la mano de González, quien salió del taller del mueblista ludópata conforme con el resultado de su trabajo, y feliz al haber encontrado un nuevo camino en su vida.

FIN

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