No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

sábado, 15 de junio de 2013

El caso del marido engañado



I

Ernesto Benavides y Pablo González estaban trabajando afanosamente cada cual en su escritorio, poniéndose al día con el papeleo necesario para poder cerrar cada caso. Luego de meses trabajando juntos, la agencia de detectives privados había tomado un nuevo aire, ampliando la cartera de clientes lo cual les permitía tener una mayor holgura económica, dentro del restringido mercado existente fuera de la capital, pero que estaba tomando bríos gracias al auge de la minería y del turismo no convencional; así, con una población flotante mayor y con la llegada de nuevos habitantes a la región, paulatinamente se estaban haciendo de un nombre, y ganándose la confianza de la población.

Esa mañana llegó a la oficina un hombre alto y obeso, con cara de asustado y de indeciso, que parecía no estar seguro de querer estar en ese lugar. Benavides le hizo una seña a González para que él se hiciera cargo del voluminoso y temeroso hombre.

—Buenos días señor, pase, siéntese—dijo González en tono afable—. Mi nombre es Pablo González, ¿en qué lo puedo ayudar?
—Eh… buenos días… no estoy seguro de estar haciendo lo correcto—dijo el hombre, poniéndose de pie.
—No hay problema señor, si está indeciso en lo que necesita tómese el tiempo que requiera para pensarlo—dijo González, con una leve sonrisa.
—Es que… ¿le puedo contar mi problema?—preguntó el hombre mientras se volvía a sentar.
—Por supuesto, cuénteme su problema sin compromiso, a ver si lo podemos ayudar.
—Bueno, mi nombre es Ernesto Navarro, soy de Santiago, me vine a trabajar acá en una minera, como chofer—dijo el hombre, aparentemente algo más cómodo—. Como usted sabrá nosotros trabajamos en sistema de turnos, en que estamos una semana en la mina y otra en nuestras casas.
—¿Hace cuánto tiempo está trabajando acá?—preguntó González.
—Yo llevo algo más de dos años trabajando y viviendo acá—dijo Navarro—. El contacto para el trabajo lo hizo un amigo mío, con el que trabajábamos en Santiago. Un conocido de él le dijo que había dos puestos disponibles, y él de inmediato pensó en mí, así que lo conversé con mi señora y nos vinimos para acá, junto con él y su esposa.
—¿Y acá les va mejor que allá?
—Por supuesto, acá el trabajo es con contrato, allá trabajábamos haciendo fletes de carga, y la competencia se estaba haciendo cada vez más complicada—dijo Navarro—. Acá uno cumple sus turnos, recibe un sueldo fijo bastante bueno, y tiene tiempo para compartir con la familia.
—Ya veo—dijo González—. ¿Y qué necesita de nuestra agencia, señor Navarro?
—Parece que mi esposa me está gorreando—respondió el hombre avergonzado, y mirando hacia el piso.
—¿Por qué sospecha que su esposa lo está engañando?—preguntó González con un tono más suave.
—Ya no es igual conmigo—dijo Navarro—. En Santiago la pasábamos muy bien, salíamos harto, teníamos buen sexo. Pero desde que llegamos acá la cosa empezó a apagarse, ella como que no tiene ganas de estar conmigo cuando me toca estar en la casa, salimos poco, estamos casi todo el tiempo mirándonos las caras en la casa. Mi amigo me dijo que tenía que reconquistarla, sacarla a fiestas, salir de compras o a comer, lo que fuera, pero hasta ahora nada de eso ha resultado.
—¿Ustedes tienen hijos, señor Navarro?—preguntó González, para intentar entender el entorno familiar del apesadumbrado hombre.
—No, aún no, preferimos postergar lo de los niños hasta tener mayor estabilidad económica. Tal vez fue mejor así…
—¿Usted sospecha de alguien, señor Navarro?—preguntó González.
—Lamentablemente sí—dijo el hombre—. Estoy casi seguro que mi señora me engaña con mi amigo, el que me consiguió el trabajo.
—¿Alguna razón en especial por la que sospeche de él?—preguntó González, mientras miraba de reojo a Benavides, quien no dejaba de hacer su papeleo.
—Es demasiado evidente, cuando mi amigo y su señora llegan a la casa, el ánimo de mi señora mejora de inmediato. Además, no tenemos el mismo turno con mi amigo, nos topamos a veces no más en la pega, así que la mayor parte del tiempo en que yo estoy arriba, él está acá en la ciudad—respondió Navarro.
—Está bien señor Navarro, necesito que me de sus datos personales y las fechas de sus turnos, y luego pase a conversar con mi jefe para ver el asunto de las tarifas de nuestros servicios. En cuanto haya novedades me pondré en contacto con usted para ponerlo al tanto de mis hallazgos—dijo González.

Una vez que Ernesto Navarro acordó la forma de pago con Ernesto Benavides, se retiró de la oficina a esperar que en el menor plazo posible le entregaran una respuesta a su duda. Mientras tanto, González empezó a revisar en su agenda cuándo tendría tiempo de empezar a seguir a la esposa del cliente.

—Parece que tendremos que comprar otra cámara fotográfica, Pablo—dijo Benavides.
—Eso creo jefe, con este asunto de los contratos de los mineros cada vez llegan hombres con más plata y mujeres con más tiempo libre—respondió González—. Lo más terrible de todo es que parece que es tal y como este señor dice, que entre los mismos trabajadores de la minera se gorrean.
—Demasiado tiempo libre y demasiadas lucas circulando echan a perder las relaciones, Pablo—comentó Benavides—. A veces es mejor no ganar tanto, pero tener la seguridad de que tu familia no está buscando suplir sus carencias afectivas por otros lados.
—Sí… parece que podré empezar esta semana el seguimiento de la esposa de este señor Navarro—dijo González.
—¿Tan luego, estás seguro?—preguntó Benavides.
—Sí, porque el resto de los gorreados… o sea, de los clientes, vienen recién bajando de la mina hoy en la tarde, así que a partir de ahora y por una semana puedo trabajar tranquilo este caso—respondió González.
—Y lo más probable es que justo hoy esté bajando de la mina el mejor amigo del cliente—agregó Benavides—. Ya, llévate tú la cámara entonces. Y trata que no te pillen como la otra vez.

II

Pablo González estaba sentado en su escritorio, bostezando tal como cada mañana de esa semana. Mientras se tomaba el tercer café desde su llegada, entró a la oficina Ernesto Benavides, siendo recibido por un inmenso bostezo de su empelado.

—Vaya hombre, parece que estás durmiendo muy mal, o tu esposa anda demasiado cariñosa—dijo Benavides, soltando una carcajada.
—Buenos días don Ernesto. Nada de eso, estoy muerto de sueño con este dichoso seguimiento—respondió González, sujetando su cabeza con el brazo apoyado en la mesa.
—¿Cómo tanto hombre? Si ya has hecho un par de seguimientos antes, y nunca te había visto tan cansado, ¿pasa algo malo acaso?—preguntó Benavides.
—No pasa nada, jefe.
—¿Cómo que no pasa nada? No puedes estar tan cansado por nada—dijo Benavides, incrédulo.
—Parece que no me entendió jefe, literalmente no pasa nada en este seguimiento—respondió González—. Llevo cinco noches completas de vigilancia, apostado frente a la casa de la esposa de Navarro y nada. Nadie entra, nadie sale, la mujer apenas se junta con una amiga, que es la que aparece todas las noches en su casa como a las diez de la noche y se va cerca de las doce. Inclusive un par de días también la seguí de día, por si ella iba a la casa de algún amante o algo pero nada; sólo en uno de ellos visitó a esta mujer que la visita en las noches, pero nada más. El problema es que el cliente vuelve pasado mañana, y hasta ahora no tengo ningún avance, y el tipo está seguro del engaño.
—Pablo, ¿conoces ese viejo refrán que dice “no hay peor ciego que el que no quiere ver”?—preguntó Benavides, sonriendo.
—Sí jefe, pero no entiendo qué relación tiene con este caso, si aquí no hay nada que ver—respondió González.
—Entonces quiere decir que eres demasiado inocente, hombre—dijo Benavides—. ¿Por qué dices que nadie va  a la casa si todas las noches va una mujer entre las diez y las doce de la noche? ¿O es que acaso descartaste de plano que la esposa del cliente lo pueda engañar con una mujer?
—¿Qué? ¿Usted cree que es tortillera?—dijo sorprendido González.
—Creo que en el informe se leerá mejor homosexual o lesbiana, Pablo—dijo Benavides.
—Pucha jefe… claro, tiene razón, no se me ocurrió pese a lo evidente—dijo González, pareciendo atar cabos sueltos en su mente—. Y por eso es que se pone contenta cuando los visitan…
—¿A qué te refieres?—preguntó Benavides.
—Ah, es que aún no le digo que la mujer que la visita es la esposa del amigo a quien el cliente sindicaba como el culpable—dijo González.
—Vaya, parece que la soledad le echó a perder la vida a esas dos mujeres—dijo Benavides—. Ellos se preocuparon de sus trabajos, pero al parecer dejaron de lado el resto de sus vidas.
—Pucha jefe, esto es mucho más complicado aún—dijo González—. En este caso al cliente le costará más creer la conclusión a que llegamos. Por un cuento de machismo no lo creerá… parece que deberá obtener fotos explícitas de ambas juntas.
—Estoy de acuerdo Pablo, no se convencerá si no las ve a ambas juntas—dijo Benavides—. El problema es que la cámara no es tan buena como para tomar fotos de noche sin flash.
—Tendría que llamar a un amigo de la comisaría, a ver si me puede prestar uno de los visores nocturnos que usábamos a veces cuando seguíamos a los burreros… no, es casi imposible que me lo pueda conseguir—dijo González, pensando en voz alta.
—Gracias por la idea—replicó Benavides—. Yo tengo un amigo que es fotógrafo profesional, y que de vez en cuando saca fotos para estas revistas de fauna, como la National Geographic. Él tiene una cámara con lente de visión nocturna, esa podríamos usar… lo voy a llamar para arrendársela y para que te enseñe a usarla. Si no la logras fotografiar con eso, no hay nada que hacer y habremos perdido una semana de trabajo.

A la noche siguiente Pablo González estaba instalado frente a la casa del cliente y su mujer, escondido en la parte de atrás de un viejo camión, el que tenía habilitado un agujero estratégicamente situado en la parte más alta del sector de carga, lo que le permitía esconderse en dicho lugar y grabar a través de esa suerte de claraboya artesanal con la cámara que había arrendado su jefe para ese caso. En cuanto apareció la esposa del amigo de Navarro, González encendió la cámara y empezó a vigilar a través de la ventana del living por sobre la muralla, gracias a lo alto del camión. El artilugio le permitió ver cómo las mujeres, luego de saludarse, desaparecían por una puerta que parecía dar a la cocina, para aparecer a los pocos minutos con un par de vasos con algún jugo o licor. Durante las dos horas de la visita las mujeres no se movieron de delante del televisor, donde parecían estar viendo algún programa por capítulos, sin sentarse cerca ni hacer ningún gesto que le hiciera pensar alguna cercanía distinta a una buena amistad. Pocos minutos antes de las doce las mujeres apagaron el televisor, y la visitante se fue, tal y como había llegado.

González estaba muy contrariado, pese a todos sus esfuerzos, y a la inversión que había significado el arriendo de la cámara de visión nocturna, nada había resultado. De todos modos había grabado todo, para tener material para entregarle al cliente. Para completar el trabajo seguiría grabando hasta que la mujer se fuera a su dormitorio: no tenía intenciones de pasar más allá, por el riesgo de ser sorprendido y terminar la noche en su antigua comisaría, pero como visitante a la fuerza. Luego de la salida de su amiga, la mujer apagó las luces y se sentó en el sofá al medio del living, como si esperara algo o a alguien. Justo en ese instante, lo que se empezó a grabar llevó a González a exclamar:

—Pero qué chucha…

III

El detective González estaba nervioso, en cualquier momento llegaría Ernesto Navarro, y desde que terminó de grabar con la cámara de visión nocturna esa noche, no había logrado conciliar el sueño, tratando de entender qué era lo que había grabado, y peor aún, cómo intentaría explicárselo a su cliente. Su jefe, Ernesto Benavides, había visto la grabación, y al no encontrar explicación lógica a lo que había visto, le dejó la responsabilidad de las decisiones a González. 

González tenía instalado un televisor con el equipo de VHS conectado, y el casette de video sobre la mesa, listo a que llegara Navarro para encerrarse con él y ver juntos el resultado de su trabajo. Mientras la mente de González buscaba palabras para explicar lo sucedido, su cliente apareció por la puerta, con cara de profecía autocumplida.

—Buenos días señor Navarro, adelante, asiento, ¿cómo estuvo su trabajo esta semana?—se apuró en decir González, estrechando la mano de su cliente.
—Buenos días señor González. Debo suponer que me citó para darme las malas noticias en privado—dijo Navarro con voz algo temblorosa.
—Bueno… será mejor que empiece de inmediato—dijo González, poniendo frente a Navarro una carpeta con fotografías, las que el hombre empezó a revisar—. Durante esta semana de seguimiento su esposa tuvo actividades completamente normales, haciendo trámites, yendo de compras, y en una ocasión visitando la casa de sus amigos. No hubo ninguna actividad diurna sospechosa.
—Es algo obvio supongo, si tenía la casa disponible toda la noche—comentó Navarro.
—No tanto como usted supone… pero eso no viene al caso—dijo González, tratando de ordenar sus ideas—. En las noches su esposa fue visitada todos los días, entre las diez y las doce, por la esposa de su amigo, al parecer para ver juntas alguna serie de televisión o algo similar.
—¿Y cuándo aparece en escena mi amigo?—dijo Navarro.
—Señor Navarro, dentro de los días de seguimiento que hice, su amigo no apareció por ninguna parte—dijo González, tratando de encontrar cómo explicar lo que se vendría después.
—O sea que mi amigo no es el patas negras—dijo González con voz algo más aliviada—. Pero si estoy acá es por algo, y debo suponer que el video que está en la mesa es una evidencia.
—Así es, señor Navarro.
—¿Sabe? Prefiero no verlo, basta con que usted me diga quién es, yo le creeré y veré qué hacer al respecto—dijo Navarro.
—El problema señor Navarro… es imprescindible que lo vea… no tengo cómo explicar lo que grabé y lo que verá—dijo González, buscando las palabras para explicar lo inexplicable.
—¿Por qué tiene tantas ganas que vea a mi mujer revolcándose con otro huevón, tan morboso es usted acaso?—preguntó casi furioso Navarro.
—Señor Navarro, yo no quiero que vea nada—respondió González, mirando al hombre a los ojos—. La mayoría de las veces intentamos que la gente no vea los videos probatorios para que no salgan lastimados, y la mayoría de las veces no nos hacen caso. Pero en esta situación, le juro que es imprescindible que lo vea.
—Espero que de verdad esto tenga una justificación señor González, no quiero ver a mi esposa en… eso, simplemente por verlo.
—Le aseguro que no será así—dijo González, más nervioso por el contenido del video que por la amenaza velada de Navarro.

Pablo González instaló el casette en el reproductor de VHS. De inmediato en la pantalla apareció todo teñido de verde, propio de las grabaciones con lentes de visión nocturna. En ella se veía a la mujer despidiéndose de su amiga, luego de lo cual se sentó en el sofá con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, en silencio y con la luz apagada. De pronto, y ante los atónitos ojos de Navarro y la aún sorprendida mirada de González, la ropa de la mujer empezó a salir de su cuerpo sin que ella ni otra persona intervinieran. A los pocos segundos la mujer terminó desnuda, y antes que alcanzara a cubrirse, sus mamas se vieron como aplastadas por manos invisibles, para luego ver cómo el cuerpo de la joven se elevaba cerca de un metro y medio en el aire y terminara depositado con suavidad sobre la alfombra. Desde ese instante en adelante ambos hombres presenciaron cómo la mujer parecía estar en pleno acto sexual, pero sin nadie sobre ella, pese a lo cual se veía cómo partes de su cuerpo eran movidas casi contra su voluntad. A los pocos minutos la mujer se puso de pie, recogió su ropa y se dirigió al baño a ducharse para luego acostarse a dormir.

—¿Qué significa…?—empezó a preguntar Navarro, siendo callado con un ademán por González, indicándole la pantalla. Justo cuando la mujer apagó la luz del dormitorio, una especie de sombra transparente pasó frente a la pantalla.
—Por eso le dije que era imprescindible que viera el video—dijo González, mientras apagaba el aparato y sacaba la cinta, para incluirla dentro del sobre que luego entregaría a Navarro—. Antes que me lo pregunte, no tengo idea de lo que aparece en la grabación, y le juro que me costó mucho grabar eso sin que me dieran ganas de dejar todo botado y salir arrancando.
—¿Mi esposa me pone el gorro… con un fantasma?—dijo estupefacto Navarro.
—No sé cómo le llamarán a eso, pero es lo que encontré—dijo González, aún confundido—. No sé si estas sean buenas o malas noticias para usted, pero es el resultado de mi trabajo. Si lo desea, lo puedo acompañar cuando vaya a aclarar las cosas con su esposa, si es que está en sus planes hablar esto con ella.
—No sé… la verdad es que estoy tratando de entender algo de esto—dijo Navarro, con la misma cara de confusión de González—. Creo que deberé enfrentar a solas a mi esposa, si es que decido que vale la pena hablar con ella. Le agradezco el trabajo señor González, y las agallas para mostrarme esto.
—Por nada señor Navarro. Si necesita algo más, no dude en contactarme.
—Gracias, y adiós—dijo Navarro, llevando consigo el sobre que le había entregado González.

IV

Pablo González estaba terminando de ordenar las boletas para incorporarlas al ítem de gastos de un seguimiento que estaba terminando, y que lo había obligado a incurrir en gastos más allá de los estipulados en el avance que solicitaban a todos los clientes. Justo cuando se disponía a hacer el documento para entregárselo a Ernesto Benavides, una cara conocida se asomó a su puerta.

—Señor Navarro, buenas tardes, ¿cómo está?—dijo González, sorprendido de ver al hombre de vuelta.
—Buenas tardes señor González. Tuve un tiempo y quise pasar a contarle lo que pasó desde que usted me entregó el sobre con el seguimiento de mi esposa—dijo Navarro.
—Asiento, cuénteme—dijo González, realmente interesado en escuchar lo que había sucedido en ese caso.
—Bueno, luego de un par de días y noches dando vueltas por toda la ciudad, decidí hablar con mi esposa. Ella me contó que desde que llegamos a esa casa se empezó a sentir como observada, y en más de una ocasión sintió cosas extrañas cuando se bañaba. De a poco esas sensaciones empezaron a hacerse más recurrentes, hasta que una noche este… fantasma la poseyó… usted me entiende, no posesión de fantasma…
—Claro que lo entiendo—dijo González.
—Bueno, el asunto es que desde esa fecha este fantasma empezó a aparecerse cada vez que yo estaba de turno, y esta especie de relación empezó a hacerse algo normal—dijo Navarro.
—Ya veo.
—Cuando encaré a mi esposa ella me contó que lo pasaba muy bien, y por ello sentía que ya no necesitaba tener sexo normal conmigo, y que además, como era un fantasma y no una persona de carne y hueso, sentía que no me estaba traicionando.
—¿Y por qué ella se veía tan feliz cuando llegaban sus amigos?—preguntó González.
—Porque estando ellos, las posibilidades de que yo le preguntara por su pobre apetito sexual eran menores—respondió Navarro.
—¿Y las visitas de la esposa de su amigo todas las noches?—preguntó González, tratando de entender el entorno del caso.
—Es que desde siempre se juntan todas las noches a ver unas teleseries—dijo Navarro—. Si de un momento a otro ella dejaba esa costumbre, podría haber levantado sospechas.
—Vaya… ¿y pudo saber de dónde salió ese fantasma?—preguntó González.
—Verá, una vez que conversé con mi esposa para arreglar nuestra relación, decidimos empezar a preguntar a los vecinos más viejos por nuestra cuenta, a ver qué lográbamos averiguar—dijo Navarro—. Una de las señoras de la cuadra conocía una viejita a punto de cumplir un siglo de vida, que había vivido hace como setenta años en esa casa. Esta señora nos contó que esa abuelita, cuando joven, había tenido un amante muy fogoso que la visitaba cuando su marido salía a trabajar.
—Ya veo—dijo González, imaginando lo que tal vez había sucedido.
—Esta abuelita le contó que este joven, por lo fogoso, era medio arriesgado para sus cosas, y un día se fue a meter a la casa sin avisar—prosiguió Navarro—. Justo ese día ella había salido y estaba su esposo, un hombre algo mayor y bastante celoso, que sospechaba que su señora andaba en malos pasos. Pues bien, en cuanto entró este joven reconoció a quien las vecinas describían como quien ocupaba sus sábanas en su ausencia, y luego de una fuerte discusión y una pelea, lo mató estrangulándolo.
—Vaya, bastante sórdido el caso—comentó González.
—El asunto es que cuando esta abuelita llegó, encontró a su marido enfurecido y arrepentido, y a su amante muerto—dijo Navarro—. Para no complicar más la situación, decidió ayudar a su esposo a enterrar el cadáver del joven bajo el piso del subterráneo de la casa, y no hablar nunca más del tema. Como la abuelita enviudó hace como quince años, le pudo contar a su amiga lo sucedido.
—Es increíble todo lo que les tocó vivir señor Navarro—dijo González, aún sorprendido con la historia—. ¿Y qué van a hacer de ahora en adelante?
—Con mi esposa decidimos dar vuelta la página y empezar de nuevo—respondió Navarro—. Lo primero que hicimos, ya que este fantasma es demasiado insistente, fue vender la casa a una empresa constructora que se encargará de demolerla para hacer un edificio. Suponemos que al hacer la excavación se encontrarán con los restos de este tipo y se encargarán de dar aviso a las autoridades.
—¿Y dónde están viviendo ahora?
—Nos mudamos a un departamento grande, cerca de la plaza—dijo Navarro—. De a poco estamos empezando a rearmar nuestra relación, a retomar lo entretenido del pololeo, la conquista, todas esas cosas que uno erróneamente deja de lado cuando está casado porque cree que la libreta de matrimonio se encarga de hacer la pega por uno.
—Qué bueno que al menos han podido rehacer sus vidas desde este evento. Este asunto siempre es tremendamente doloroso, pero en su caso además era complejo de entender y de creer. Bueno, supongo que ya no lo volveré a ver, señor Navarro—dijo González, sonriendo.
—Espero no tener que necesitar de sus servicios de nuevo señor González, al menos en lo que a seguimiento de pareja se refiere—dijo Navarro—. De todos modos gracias, por tener el valor de mostrarme una grabación tan descabellada como esa, y de no huir al hacerla. Si no fuera por eso, tal vez mi matrimonio ya se habría desmoronado.
—Por supuesto, no es fácil de creer que el tercero en la relación es un fantasma.
—Y si no hubiera sido por ese video, jamás lo podría haber creído. Adiós señor González, y gracias de nuevo—dijo Navarro.
—Hasta siempre señor Navarro—dijo González, estrechando con fuerza la mano de Navarro. 
  
Esa tarde Pablo González salió un poco más temprano del trabajo. Ese era el día de la semana en que la madre de Marta, su esposa, tenía tiempo de quedarse con su hija Mariana, para que ellos pudieran salir a pasear, a comer, al cine, o simplemente a mirar el estrellado cielo del norte de Chile, y a recordar que su relación perduraría en la medida que no se olvidaran el uno del otro.

FIN

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