I
Ernesto Benavides y Pablo González estaban
trabajando afanosamente cada cual en su escritorio, poniéndose al día con el
papeleo necesario para poder cerrar cada caso. Luego de meses trabajando
juntos, la agencia de detectives privados había tomado un nuevo aire, ampliando
la cartera de clientes lo cual les permitía tener una mayor holgura económica,
dentro del restringido mercado existente fuera de la capital, pero que estaba
tomando bríos gracias al auge de la minería y del turismo no convencional; así,
con una población flotante mayor y con la llegada de nuevos habitantes a la
región, paulatinamente se estaban haciendo de un nombre, y ganándose la
confianza de la población.
Esa mañana llegó a la oficina un hombre alto y obeso,
con cara de asustado y de indeciso, que parecía no estar seguro de querer estar
en ese lugar. Benavides le hizo una seña a González para que él se hiciera
cargo del voluminoso y temeroso hombre.
—Buenos días señor, pase, siéntese—dijo González
en tono afable—. Mi nombre es Pablo González, ¿en qué lo puedo ayudar?
—Eh… buenos días… no estoy seguro de estar
haciendo lo correcto—dijo el hombre, poniéndose de pie.
—No hay problema señor, si está indeciso en lo que
necesita tómese el tiempo que requiera para pensarlo—dijo González, con una
leve sonrisa.
—Es que… ¿le puedo contar mi problema?—preguntó el
hombre mientras se volvía a sentar.
—Por supuesto, cuénteme su problema sin
compromiso, a ver si lo podemos ayudar.
—Bueno, mi nombre es Ernesto Navarro, soy de
Santiago, me vine a trabajar acá en una minera, como chofer—dijo el hombre,
aparentemente algo más cómodo—. Como usted sabrá nosotros trabajamos en sistema
de turnos, en que estamos una semana en la mina y otra en nuestras casas.
—¿Hace cuánto tiempo está trabajando acá?—preguntó
González.
—Yo llevo algo más de dos años trabajando y
viviendo acá—dijo Navarro—. El contacto para el trabajo lo hizo un amigo mío,
con el que trabajábamos en Santiago. Un conocido de él le dijo que había dos
puestos disponibles, y él de inmediato pensó en mí, así que lo conversé con mi
señora y nos vinimos para acá, junto con él y su esposa.
—¿Y acá les va mejor que allá?
—Por supuesto, acá el trabajo es con contrato,
allá trabajábamos haciendo fletes de carga, y la competencia se estaba haciendo
cada vez más complicada—dijo Navarro—. Acá uno cumple sus turnos, recibe un
sueldo fijo bastante bueno, y tiene tiempo para compartir con la familia.
—Ya veo—dijo González—. ¿Y qué necesita de nuestra
agencia, señor Navarro?
—Parece que mi esposa me está gorreando—respondió
el hombre avergonzado, y mirando hacia el piso.
—¿Por qué sospecha que su esposa lo está
engañando?—preguntó González con un tono más suave.
—Ya no es igual conmigo—dijo Navarro—. En Santiago
la pasábamos muy bien, salíamos harto, teníamos buen sexo. Pero desde que
llegamos acá la cosa empezó a apagarse, ella como que no tiene ganas de estar
conmigo cuando me toca estar en la casa, salimos poco, estamos casi todo el
tiempo mirándonos las caras en la casa. Mi amigo me dijo que tenía que
reconquistarla, sacarla a fiestas, salir de compras o a comer, lo que fuera,
pero hasta ahora nada de eso ha resultado.
—¿Ustedes tienen hijos, señor Navarro?—preguntó González,
para intentar entender el entorno familiar del apesadumbrado hombre.
—No, aún no, preferimos postergar lo de los niños
hasta tener mayor estabilidad económica. Tal vez fue mejor así…
—¿Usted sospecha de alguien, señor
Navarro?—preguntó González.
—Lamentablemente sí—dijo el hombre—. Estoy casi
seguro que mi señora me engaña con mi amigo, el que me consiguió el trabajo.
—¿Alguna razón en especial por la que sospeche de
él?—preguntó González, mientras miraba de reojo a Benavides, quien no dejaba de
hacer su papeleo.
—Es demasiado evidente, cuando mi amigo y su
señora llegan a la casa, el ánimo de mi señora mejora de inmediato. Además, no
tenemos el mismo turno con mi amigo, nos topamos a veces no más en la pega, así
que la mayor parte del tiempo en que yo estoy arriba, él está acá en la
ciudad—respondió Navarro.
—Está bien señor Navarro, necesito que me de sus
datos personales y las fechas de sus turnos, y luego pase a conversar con mi
jefe para ver el asunto de las tarifas de nuestros servicios. En cuanto haya
novedades me pondré en contacto con usted para ponerlo al tanto de mis
hallazgos—dijo González.
Una vez que Ernesto Navarro acordó la forma de
pago con Ernesto Benavides, se retiró de la oficina a esperar que en el menor
plazo posible le entregaran una respuesta a su duda. Mientras tanto, González
empezó a revisar en su agenda cuándo tendría tiempo de empezar a seguir a la
esposa del cliente.
—Parece que tendremos que comprar otra cámara
fotográfica, Pablo—dijo Benavides.
—Eso creo jefe, con este asunto de los contratos
de los mineros cada vez llegan hombres con más plata y mujeres con más tiempo
libre—respondió González—. Lo más terrible de todo es que parece que es tal y
como este señor dice, que entre los mismos trabajadores de la minera se gorrean.
—Demasiado tiempo libre y demasiadas lucas
circulando echan a perder las relaciones, Pablo—comentó Benavides—. A veces es
mejor no ganar tanto, pero tener la seguridad de que tu familia no está
buscando suplir sus carencias afectivas por otros lados.
—Sí… parece que podré empezar esta semana el
seguimiento de la esposa de este señor Navarro—dijo González.
—¿Tan luego, estás seguro?—preguntó Benavides.
—Sí, porque el resto de los gorreados… o sea, de
los clientes, vienen recién bajando de la mina hoy en la tarde, así que a
partir de ahora y por una semana puedo trabajar tranquilo este caso—respondió
González.
—Y lo más probable es que justo hoy esté bajando
de la mina el mejor amigo del cliente—agregó Benavides—. Ya, llévate tú la
cámara entonces. Y trata que no te pillen como la otra vez.
II
Pablo González estaba sentado en su escritorio,
bostezando tal como cada mañana de esa semana. Mientras se tomaba el tercer
café desde su llegada, entró a la oficina Ernesto Benavides, siendo recibido
por un inmenso bostezo de su empelado.
—Vaya hombre, parece que estás durmiendo muy mal,
o tu esposa anda demasiado cariñosa—dijo Benavides, soltando una carcajada.
—Buenos días don Ernesto. Nada de eso, estoy
muerto de sueño con este dichoso seguimiento—respondió González, sujetando su
cabeza con el brazo apoyado en la mesa.
—¿Cómo tanto hombre? Si ya has hecho un par de
seguimientos antes, y nunca te había visto tan cansado, ¿pasa algo malo
acaso?—preguntó Benavides.
—No pasa nada, jefe.
—¿Cómo que no pasa nada? No puedes estar tan
cansado por nada—dijo Benavides, incrédulo.
—Parece que no me entendió jefe, literalmente no
pasa nada en este seguimiento—respondió González—. Llevo cinco noches completas
de vigilancia, apostado frente a la casa de la esposa de Navarro y nada. Nadie
entra, nadie sale, la mujer apenas se junta con una amiga, que es la que
aparece todas las noches en su casa como a las diez de la noche y se va cerca
de las doce. Inclusive un par de días también la seguí de día, por si ella iba
a la casa de algún amante o algo pero nada; sólo en uno de ellos visitó a esta
mujer que la visita en las noches, pero nada más. El problema es que el cliente
vuelve pasado mañana, y hasta ahora no tengo ningún avance, y el tipo está
seguro del engaño.
—Pablo, ¿conoces ese viejo refrán que dice “no hay
peor ciego que el que no quiere ver”?—preguntó Benavides, sonriendo.
—Sí jefe, pero no entiendo qué relación tiene con
este caso, si aquí no hay nada que ver—respondió González.
—Entonces quiere decir que eres demasiado
inocente, hombre—dijo Benavides—. ¿Por qué dices que nadie va a la casa si todas las noches va una mujer
entre las diez y las doce de la noche? ¿O es que acaso descartaste de plano que
la esposa del cliente lo pueda engañar con una mujer?
—¿Qué? ¿Usted cree que es tortillera?—dijo
sorprendido González.
—Creo que en el informe se leerá mejor homosexual
o lesbiana, Pablo—dijo Benavides.
—Pucha jefe… claro, tiene razón, no se me ocurrió
pese a lo evidente—dijo González, pareciendo atar cabos sueltos en su mente—. Y
por eso es que se pone contenta cuando los visitan…
—¿A qué te refieres?—preguntó Benavides.
—Ah, es que aún no le digo que la mujer que la
visita es la esposa del amigo a quien el cliente sindicaba como el culpable—dijo
González.
—Vaya, parece que la soledad le echó a perder la
vida a esas dos mujeres—dijo Benavides—. Ellos se preocuparon de sus trabajos,
pero al parecer dejaron de lado el resto de sus vidas.
—Pucha jefe, esto es mucho más complicado aún—dijo
González—. En este caso al cliente le costará más creer la conclusión a que
llegamos. Por un cuento de machismo no lo creerá… parece que deberá obtener
fotos explícitas de ambas juntas.
—Estoy de acuerdo Pablo, no se convencerá si no
las ve a ambas juntas—dijo Benavides—. El problema es que la cámara no es tan
buena como para tomar fotos de noche sin flash.
—Tendría que llamar a un amigo de la comisaría, a
ver si me puede prestar uno de los visores nocturnos que usábamos a veces
cuando seguíamos a los burreros… no, es casi imposible que me lo pueda
conseguir—dijo González, pensando en voz alta.
—Gracias por la idea—replicó Benavides—. Yo tengo
un amigo que es fotógrafo profesional, y que de vez en cuando saca fotos para
estas revistas de fauna, como la National Geographic. Él tiene una cámara con
lente de visión nocturna, esa podríamos usar… lo voy a llamar para arrendársela
y para que te enseñe a usarla. Si no la logras fotografiar con eso, no hay nada
que hacer y habremos perdido una semana de trabajo.
A la noche siguiente Pablo González estaba
instalado frente a la casa del cliente y su mujer, escondido en la parte de
atrás de un viejo camión, el que tenía habilitado un agujero estratégicamente situado
en la parte más alta del sector de carga, lo que le permitía esconderse en
dicho lugar y grabar a través de esa suerte de claraboya artesanal con la
cámara que había arrendado su jefe para ese caso. En cuanto apareció la esposa
del amigo de Navarro, González encendió la cámara y empezó a vigilar a través
de la ventana del living por sobre la muralla, gracias a lo alto del camión. El
artilugio le permitió ver cómo las mujeres, luego de saludarse, desaparecían
por una puerta que parecía dar a la cocina, para aparecer a los pocos minutos
con un par de vasos con algún jugo o licor. Durante las dos horas de la visita
las mujeres no se movieron de delante del televisor, donde parecían estar
viendo algún programa por capítulos, sin sentarse cerca ni hacer ningún gesto
que le hiciera pensar alguna cercanía distinta a una buena amistad. Pocos
minutos antes de las doce las mujeres apagaron el televisor, y la visitante se
fue, tal y como había llegado.
González estaba muy contrariado, pese a todos sus
esfuerzos, y a la inversión que había significado el arriendo de la cámara de
visión nocturna, nada había resultado. De todos modos había grabado todo, para
tener material para entregarle al cliente. Para completar el trabajo seguiría
grabando hasta que la mujer se fuera a su dormitorio: no tenía intenciones de
pasar más allá, por el riesgo de ser sorprendido y terminar la noche en su
antigua comisaría, pero como visitante a la fuerza. Luego de la salida de su
amiga, la mujer apagó las luces y se sentó en el sofá al medio del living, como
si esperara algo o a alguien. Justo en ese instante, lo que se empezó a grabar
llevó a González a exclamar:
—Pero qué chucha…
III
El detective González estaba nervioso, en
cualquier momento llegaría Ernesto Navarro, y desde que terminó de grabar con
la cámara de visión nocturna esa noche, no había logrado conciliar el sueño,
tratando de entender qué era lo que había grabado, y peor aún, cómo intentaría
explicárselo a su cliente. Su jefe, Ernesto Benavides, había visto la
grabación, y al no encontrar explicación lógica a lo que había visto, le dejó
la responsabilidad de las decisiones a González.
González tenía instalado un televisor con el
equipo de VHS conectado, y el casette de video sobre la mesa, listo a que
llegara Navarro para encerrarse con él y ver juntos el resultado de su trabajo.
Mientras la mente de González buscaba palabras para explicar lo sucedido, su
cliente apareció por la puerta, con cara de profecía autocumplida.
—Buenos días señor Navarro, adelante, asiento,
¿cómo estuvo su trabajo esta semana?—se apuró en decir González, estrechando la
mano de su cliente.
—Buenos días señor González. Debo suponer que me
citó para darme las malas noticias en privado—dijo Navarro con voz algo
temblorosa.
—Bueno… será mejor que empiece de inmediato—dijo
González, poniendo frente a Navarro una carpeta con fotografías, las que el
hombre empezó a revisar—. Durante esta semana de seguimiento su esposa tuvo
actividades completamente normales, haciendo trámites, yendo de compras, y en
una ocasión visitando la casa de sus amigos. No hubo ninguna actividad diurna
sospechosa.
—Es algo obvio supongo, si tenía la casa
disponible toda la noche—comentó Navarro.
—No tanto como usted supone… pero eso no viene al
caso—dijo González, tratando de ordenar sus ideas—. En las noches su esposa fue
visitada todos los días, entre las diez y las doce, por la esposa de su amigo,
al parecer para ver juntas alguna serie de televisión o algo similar.
—¿Y cuándo aparece en escena mi amigo?—dijo
Navarro.
—Señor Navarro, dentro de los días de seguimiento
que hice, su amigo no apareció por ninguna parte—dijo González, tratando de
encontrar cómo explicar lo que se vendría después.
—O sea que mi amigo no es el patas negras—dijo
González con voz algo más aliviada—. Pero si estoy acá es por algo, y debo
suponer que el video que está en la mesa es una evidencia.
—Así es, señor Navarro.
—¿Sabe? Prefiero no verlo, basta con que usted me
diga quién es, yo le creeré y veré qué hacer al respecto—dijo Navarro.
—El problema señor Navarro… es imprescindible que
lo vea… no tengo cómo explicar lo que grabé y lo que verá—dijo González,
buscando las palabras para explicar lo inexplicable.
—¿Por qué tiene tantas ganas que vea a mi mujer
revolcándose con otro huevón, tan morboso es usted acaso?—preguntó casi furioso
Navarro.
—Señor Navarro, yo no quiero que vea
nada—respondió González, mirando al hombre a los ojos—. La mayoría de las veces
intentamos que la gente no vea los videos probatorios para que no salgan
lastimados, y la mayoría de las veces no nos hacen caso. Pero en esta
situación, le juro que es imprescindible que lo vea.
—Espero que de verdad esto tenga una justificación
señor González, no quiero ver a mi esposa en… eso, simplemente por verlo.
—Le aseguro que no será así—dijo González, más
nervioso por el contenido del video que por la amenaza velada de Navarro.
Pablo González instaló el casette en el
reproductor de VHS. De inmediato en la pantalla apareció todo teñido de verde,
propio de las grabaciones con lentes de visión nocturna. En ella se veía a la
mujer despidiéndose de su amiga, luego de lo cual se sentó en el sofá con las
piernas juntas y las manos sobre las rodillas, en silencio y con la luz
apagada. De pronto, y ante los atónitos ojos de Navarro y la aún sorprendida
mirada de González, la ropa de la mujer empezó a salir de su cuerpo sin que
ella ni otra persona intervinieran. A los pocos segundos la mujer terminó
desnuda, y antes que alcanzara a cubrirse, sus mamas se vieron como aplastadas
por manos invisibles, para luego ver cómo el cuerpo de la joven se elevaba
cerca de un metro y medio en el aire y terminara depositado con suavidad sobre
la alfombra. Desde ese instante en adelante ambos hombres presenciaron cómo la
mujer parecía estar en pleno acto sexual, pero sin nadie sobre ella, pese a lo
cual se veía cómo partes de su cuerpo eran movidas casi contra su voluntad. A
los pocos minutos la mujer se puso de pie, recogió su ropa y se dirigió al baño
a ducharse para luego acostarse a dormir.
—¿Qué significa…?—empezó a preguntar Navarro, siendo
callado con un ademán por González, indicándole la pantalla. Justo cuando la
mujer apagó la luz del dormitorio, una especie de sombra transparente pasó
frente a la pantalla.
—Por eso le dije que era imprescindible que viera
el video—dijo González, mientras apagaba el aparato y sacaba la cinta, para
incluirla dentro del sobre que luego entregaría a Navarro—. Antes que me lo
pregunte, no tengo idea de lo que aparece en la grabación, y le juro que me
costó mucho grabar eso sin que me dieran ganas de dejar todo botado y salir
arrancando.
—¿Mi esposa me pone el gorro… con un
fantasma?—dijo estupefacto Navarro.
—No sé cómo le llamarán a eso, pero es lo que encontré—dijo
González, aún confundido—. No sé si estas sean buenas o malas noticias para
usted, pero es el resultado de mi trabajo. Si lo desea, lo puedo acompañar
cuando vaya a aclarar las cosas con su esposa, si es que está en sus planes
hablar esto con ella.
—No sé… la verdad es que estoy tratando de
entender algo de esto—dijo Navarro, con la misma cara de confusión de González—.
Creo que deberé enfrentar a solas a mi esposa, si es que decido que vale la
pena hablar con ella. Le agradezco el trabajo señor González, y las agallas
para mostrarme esto.
—Por nada señor Navarro. Si necesita algo más, no
dude en contactarme.
—Gracias, y adiós—dijo Navarro, llevando consigo
el sobre que le había entregado González.
IV
Pablo González estaba terminando de ordenar las
boletas para incorporarlas al ítem de gastos de un seguimiento que estaba
terminando, y que lo había obligado a incurrir en gastos más allá de los
estipulados en el avance que solicitaban a todos los clientes. Justo cuando se
disponía a hacer el documento para entregárselo a Ernesto Benavides, una cara
conocida se asomó a su puerta.
—Señor Navarro, buenas tardes, ¿cómo está?—dijo
González, sorprendido de ver al hombre de vuelta.
—Buenas tardes señor González. Tuve un tiempo y
quise pasar a contarle lo que pasó desde que usted me entregó el sobre con el
seguimiento de mi esposa—dijo Navarro.
—Asiento, cuénteme—dijo González, realmente
interesado en escuchar lo que había sucedido en ese caso.
—Bueno, luego de un par de días y noches dando
vueltas por toda la ciudad, decidí hablar con mi esposa. Ella me contó que
desde que llegamos a esa casa se empezó a sentir como observada, y en más de
una ocasión sintió cosas extrañas cuando se bañaba. De a poco esas sensaciones
empezaron a hacerse más recurrentes, hasta que una noche este… fantasma la
poseyó… usted me entiende, no posesión de fantasma…
—Claro que lo entiendo—dijo González.
—Bueno, el asunto es que desde esa fecha este
fantasma empezó a aparecerse cada vez que yo estaba de turno, y esta especie de
relación empezó a hacerse algo normal—dijo Navarro.
—Ya veo.
—Cuando encaré a mi esposa ella me contó que lo
pasaba muy bien, y por ello sentía que ya no necesitaba tener sexo normal
conmigo, y que además, como era un fantasma y no una persona de carne y hueso,
sentía que no me estaba traicionando.
—¿Y por qué ella se veía tan feliz cuando llegaban
sus amigos?—preguntó González.
—Porque estando ellos, las posibilidades de que yo
le preguntara por su pobre apetito sexual eran menores—respondió Navarro.
—¿Y las visitas de la esposa de su amigo todas las
noches?—preguntó González, tratando de entender el entorno del caso.
—Es que desde siempre se juntan todas las noches a
ver unas teleseries—dijo Navarro—. Si de un momento a otro ella dejaba esa
costumbre, podría haber levantado sospechas.
—Vaya… ¿y pudo saber de dónde salió ese
fantasma?—preguntó González.
—Verá, una vez que conversé con mi esposa para
arreglar nuestra relación, decidimos empezar a preguntar a los vecinos más
viejos por nuestra cuenta, a ver qué lográbamos averiguar—dijo Navarro—. Una de
las señoras de la cuadra conocía una viejita a punto de cumplir un siglo de
vida, que había vivido hace como setenta años en esa casa. Esta señora nos
contó que esa abuelita, cuando joven, había tenido un amante muy fogoso que la
visitaba cuando su marido salía a trabajar.
—Ya veo—dijo González, imaginando lo que tal vez
había sucedido.
—Esta abuelita le contó que este joven, por lo
fogoso, era medio arriesgado para sus cosas, y un día se fue a meter a la casa
sin avisar—prosiguió Navarro—. Justo ese día ella había salido y estaba su
esposo, un hombre algo mayor y bastante celoso, que sospechaba que su señora
andaba en malos pasos. Pues bien, en cuanto entró este joven reconoció a quien
las vecinas describían como quien ocupaba sus sábanas en su ausencia, y luego
de una fuerte discusión y una pelea, lo mató estrangulándolo.
—Vaya, bastante sórdido el caso—comentó González.
—El asunto es que cuando esta abuelita llegó,
encontró a su marido enfurecido y arrepentido, y a su amante muerto—dijo
Navarro—. Para no complicar más la situación, decidió ayudar a su esposo a
enterrar el cadáver del joven bajo el piso del subterráneo de la casa, y no
hablar nunca más del tema. Como la abuelita enviudó hace como quince años, le
pudo contar a su amiga lo sucedido.
—Es increíble todo lo que les tocó vivir señor
Navarro—dijo González, aún sorprendido con la historia—. ¿Y qué van a hacer de
ahora en adelante?
—Con mi esposa decidimos dar vuelta la página y
empezar de nuevo—respondió Navarro—. Lo primero que hicimos, ya que este
fantasma es demasiado insistente, fue vender la casa a una empresa constructora
que se encargará de demolerla para hacer un edificio. Suponemos que al hacer la
excavación se encontrarán con los restos de este tipo y se encargarán de dar
aviso a las autoridades.
—¿Y dónde están viviendo ahora?
—Nos mudamos a un departamento grande, cerca de la
plaza—dijo Navarro—. De a poco estamos empezando a rearmar nuestra relación, a
retomar lo entretenido del pololeo, la conquista, todas esas cosas que uno
erróneamente deja de lado cuando está casado porque cree que la libreta de
matrimonio se encarga de hacer la pega por uno.
—Qué bueno que al menos han podido rehacer sus
vidas desde este evento. Este asunto siempre es tremendamente doloroso, pero en
su caso además era complejo de entender y de creer. Bueno, supongo que ya no lo
volveré a ver, señor Navarro—dijo González, sonriendo.
—Espero no tener que necesitar de sus servicios de
nuevo señor González, al menos en lo que a seguimiento de pareja se refiere—dijo
Navarro—. De todos modos gracias, por tener el valor de mostrarme una grabación
tan descabellada como esa, y de no huir al hacerla. Si no fuera por eso, tal
vez mi matrimonio ya se habría desmoronado.
—Por supuesto, no es fácil de creer que el tercero
en la relación es un fantasma.
—Y si no hubiera sido por ese video, jamás lo
podría haber creído. Adiós señor González, y gracias de nuevo—dijo Navarro.
—Hasta siempre señor Navarro—dijo González,
estrechando con fuerza la mano de Navarro.
Esa tarde Pablo González salió un poco más
temprano del trabajo. Ese era el día de la semana en que la madre de Marta, su
esposa, tenía tiempo de quedarse con su hija Mariana, para que ellos pudieran
salir a pasear, a comer, al cine, o simplemente a mirar el estrellado cielo del
norte de Chile, y a recordar que su relación perduraría en la medida que no se
olvidaran el uno del otro.
FIN
Etiquetas: Varios