No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

miércoles, 7 de agosto de 2013

El retiro



I

Ernesto Benavides estaba tomándose el cuarto café del día. Pese a que el médico y su esposa le habían dicho que el café no era una buena elección pensando en su hipertensión, ya sentía haber hecho suficiente con haber bajado a la mitad su consumo de cigarrillos, por lo cual, al menos en el trabajo, seguiría calentando sus mañanas con su bebestible de siempre. Pablo González se había tomado el día para acompañar a su esposa y a su hija a una actuación en el colegio de la pequeña, así que esa jornada la pasaría solo, si es que nadie se decidía a traerle un nuevo caso. Justo cuando había abierto el diario para empezar a leer las noticias del día anterior, un par de golpes en la puerta dieron paso a un potencial cliente.

—Buenos días, ¿esta es la agencia de detectives privados?—preguntó tímidamente una mujer obesa de mediana edad y desordenada apariencia.
—Buenos días. Sí, este es la agencia Benavides y González. Soy Ernesto Benavides, asiento—dijo el viejo detective poniéndose de pie y estrechando la mano de su interlocutor—. Cuénteme en qué la puedo ayudar.
—Señor Benavides, tengo un problema con mi marido—dijo con voz apesadumbrada la mujer—. Estoy seguro que me está engañando con una mujer más joven.
—¿Cuál es su nombre, señora?—preguntó Benavides mientras empezaba a escribir en una hoja en blanco.
—Me llamo Violeta Flores—dijo la mujer, esperando la sonrisa del detective por el nombre que escogió para ese apellido su padre, que finalmente nunca llegó—. Soy nacida y criada en la región, igual que mi marido.
—Ya veo. ¿Y por qué sospecha de su marido, señora Flores?—preguntó Benavides.
—Es que este último tiempo ha estado día tras día más extraño, se ha ido alejando cada vez más de mi, a veces parece que estuviera con la cabeza en otro lado, le hablo y es como si no me escuchara—dijo la mujer con cara de tristeza—. Yo sé que no me he cuidado como corresponde, que he engordado demasiado, que tengo casi diez años más que él… pero aún lo quiero, y esta incertidumbre casi me está matando—agregó entre sollozos Flores.
—¿Cuál es el nombre de su marido, señora Flores?—preguntó Benavides, mientras anotaba los datos personales de su eventual nuevo caso.
—Él se llama Arturo… Arturo Cofré—dijo la mujer, enjugando sus lágrimas.
—¿En qué trabaja su marido, señora Flores?—preguntó Benavides.
—Es recepcionista de un hotel de turismo que hay cerca de San Pedro de Atacama—respondió la mujer—. Como tiene que hacer turnos de noche a veces, temo que aproveche ese tiempo para estar con alguien más… atractiva que yo.
—¿Cuánto tiempo llevan casados, señora Flores?—preguntó Benavides, casi automáticamente.
—Cumplimos dieciséis años hace poco—respondió Flores.
—¿Y hace cuánto que sospecha que su marido la engaña?
—Ya son como seis meses en que su actitud no es la misma de siempre—dijo la mujer, ahogando un sollozo en su relato—. Siento que son seis meses de convivir con un extraño.
—Señora Flores, ¿ustedes tienen hijos?—preguntó Benavides, sin dejar de mirar a la mujer de cuando en cuando mientras escribía.
—Sí, un lolo de catorce años.
—¿Y él le ha dicho si ha notado extraño a su padre?—preguntó el viejo ex marino.
—No… es que está en la edad del pavo—respondió la mujer, aludiendo a la adolescencia de su hijo—, a su edad los padres son meros proveedores que no saben nada de nada. No creo que se haya dado cuenta de algo, ni que tampoco le interese.
—Bien—dijo Benavides escueto, luego de años viviendo entrevistas similares, para luego entregarle a la mujer un documento impreso—. Estas son nuestras tarifas. Si desea que empecemos el seguimiento, necesito que me adelante la mitad del precio base, y le informo que cualquier gasto imprevisto derivado de la investigación y que sea imprescindible para llegar al objetivo, correrá por su cuenta. ¿Está de acuerdo?
—Sí, en estos instantes lo que me interesa es saber la verdad, al precio que sea—respondió Flores, mientras empezaba a llenar el cheque con el avance solicitado por Benavides—. Tome señor Benavides.
—Gracias señora Flores—dijo Benavides guardando el cheque—. En este instante no tengo casos pendientes, así que empezaré a la brevedad, y en cuanto tenga novedades me comunicaré con usted. De todos modos, si desea saber el avance de la investigación, puede venir cuando quiera—agregó Benavides, recitando el discurso de costumbre en esos casos.

Luego que su nueva clienta se fue de la oficina, Benavides se reclinó hacia atrás en la silla, para pensar en el extraño curso que había seguido su vida: de ser instructor de buzos tácticos en la armada a seguir a personas casadas infieles, o a cumplir caprichos de inseguros y celópatas. Justo cuando la amargura estaba por empezar a invadir su alma, un par de suaves golpes en la puerta le devolvieron la alegría a su vida.

—¿Se puede?—preguntó Antonieta Garrido.
—Por supuesto amor, pasa—dijo Benavides, poniéndose de pie con rapidez para saludar de beso a su esposa—. ¿Y qué estás haciendo acá, te arrancaste del turno acaso?
—Se nota que estás preocupado solamente de tu pega, Ernesto—dijo la mujer sonriendo, mientras dejaba sobre el escritorio un gran ramo de flores, un par de bolsas llenas de regalos, y una caja de cartón con una pizza recién horneada en su interior—. ¿Recuerdas qué día es hoy?
—Martes… no… sí, martes—dijo Benavides, tratando de entender qué estaba sucediendo—. Pero no estamos de aniversario, ni es mi cumpleaños… tampoco es el tuyo… me rindo, no sé qué se supone que pase hoy.
—Es mi último día de trabajo, acabo de jubilar—dijo la mujer, sonriendo.
—Dios santo, tienes razón—dijo Benavides golpeándose la frente con la mano, para de inmediato buscar en el último cajón de su escritorio, desde donde sacó una pequeña caja de regalo con un gran moño amarillo.
—Menos mal que te habías olvidado, loco—dijo Garrido, abrazando a su marido.
—De verdad que me olvidé, y como sabía que se me iba a olvidar, en cuanto me contaste a principios de año compré el regalo y lo dejé guardado ahí—dijo Benavides, algo sonrojado—. Ojalá no se le haya agotado la pila—agregó el detective privado, mientras su mujer sacaba de la caja un reloj bañado en oro.
—No se le puede acabar la pila, es a cuerda—dijo la mujer mientras se colocaba el reloj y volvía a abrazar a su marido—. Ya, comámonos la pizza antes que se enfríe, o que te empiecen a llegar clientes.

Esa tarde Benavides y Garrido se dedicaron a comer pizza y a recordar la carrera profesional de la enfermera, y a soñar con el futuro que tenían por delante. Una vez acabada la jornada, la pareja volvió al hogar, sin que Benavides se preocupara del caso en que empezaría a trabajar al día siguiente.
 
II

Pablo González llegó a la hora de siempre a la agencia. A esa hora Benavides ya estaba instalado en su escritorio, preparando la cámara fotográfica para el seguimiento que debería empezar ese día.

—Buenos días don Ernesto, ¿cómo estuvo la pega ayer?—preguntó González.
—Hola Pablo. La pega estuvo tranquila, llegó un caso en el que voy a empezar a trabajar hoy—respondió Benavides.
—¿Y le gustó a su señora el reloj que le tenía de regalo?—preguntó González, sonriendo.
—Parece que al único que se le olvidó lo de la jubilación de la Antonieta fue a mí. Si no hubiera comprado ese regalo a tiempo…
—Pero don Ernesto, yo no me acordé de la fecha, si lo tiene marcado con ese tremendo círculo rojo en el calendario—dijo González, mostrándole a su jefe la exagerada marca en el calendario colgado en la pared.
—No puedo creerlo, nunca lo vi—dijo Benavides, mirando incrédulo la hoja marcada en la vieja muralla de adobe—. Parece que tendré que andar con cuidado, estoy muy desconcentrado y olvidadizo.
—No se complique don Ernesto, son sólo detalles—dijo González, mientras se servía un café y empezaba a buscar qué hacer.
—Sí, tienes razón, es sólo un detalle—dijo Benavides—. Te dejo Pablo, voy a ubicar el trabajo del esposo de la clienta para empezar a seguirlo.
—Bueno don Ernesto, yo me quedaré acá a ver si llega algún cliente. ¿Dejó anotada la dirección en alguna parte, por si necesitara ir a buscarlo?—preguntó González.
—Sí Pablo, ahí está—dijo Benavides, mostrándole a González un papel encima del escritorio.
—Gracias jefe. Nos vemos—dijo González, mirando de reojo la dirección.
—Hasta más tarde, Pablo.

Ernesto Benavides salió en su auto rumbo a San Pedro de Atacama, para encontrar el hotel donde trabajaba Arturo Cofré, identificarlo, y empezar con el seguimiento. Benavides llevaba un termo con café y otro con mate de coca: acostumbrado en su juventud a vivir y trabajar a nivel del mar y a grandes profundidades, le costaba sentirse bien en la medida que ascendía en la cordillera de Los Andes; además, las bajas temperaturas con que se encontraba al ascender hacían que su pierna herida a bala un par de años atrás doliera más que de costumbre, recordándole además ese desagradable incidente que casi cobró su vida y la de su esposa. Luego de detenerse y tomar un vaso de cada termo, Benavides reanudó su viaje hacia el hotel.

Cuando llevaba alrededor de quince minutos manejando, Benavides debió detener de nuevo el vehículo. La ruta que seguía no se parecía a la que había recorrido un par de veces en su juventud, cuando fue de visita a la zona turística: si bien es cierto era probable que luego de un par de décadas todo se hubiera modernizado, la geografía del lugar no cuadraba con sus recuerdos. Sin embargo y pese a ello, sentía que lo que veía a través de la ventanilla no le era totalmente desconocido. Luego de asegurarse por los espejos que no había nadie cerca se bajó del vehículo y empezó a recorrer el lugar, a ver si encontraba algo que le indicara dónde había perdido el rumbo. Después de un par de minutos decidió caminar hacia la siguiente curva en el camino; tras ella dio con la ruta que recordaba, por lo cual se devolvió al vehículo para seguir hacia su destino.

Diez minutos después Benavides se detuvo de nuevo, bajando de su auto en esta ocasión con su arma en la mano: tras otra de las numerosas curvas con que se había encontrado, había dado con una edificación que no podía estar en ese lugar, y cuyo entorno ya no era altiplánico, pues en vez de una huella de camino polvoriento, se encontraba en una especie de calle asfaltada propia de la ciudad. Diez metros hacia el este había una especie de edificio antiguo, bien conservado, cuya arquitectura se parecía más bien a la de un edificio estatal de los años sesenta o setenta, que a la de un hotel de pasajeros para turistas ávidos de aventuras arqueológicas o de crecimiento espiritual. Lentamente Benavides se acercó a la puerta de entrada, encontrando tras ella un gran salón cuadrado que daba a tres escalinatas, tras cuyo ascenso cada cual desembocaba en un pasillo ancho y corto que parecían terminar en sendos pasillos distribuidores. Benavides eligió uno de los pasillos, en los cuales sólo había puertas cerradas, y en donde no encontraba a nadie para preguntarle qué era ese lugar. De pronto su mente se aclaró, dejándolo más confundido que nunca: el edificio era idéntico a donde se encontraba la escuela de buzos tácticos de la armada.

Benavides avanzaba nervioso por los pasillos de la construcción que no podía ser lo que parecía. En ese instante no era capaz de ordenar su mente como para tratar de encontrar el sentido de lo que le estaba pasando, así que simplemente se dejó guiar por su instinto: si la edificación era idéntica al lugar en que se había formado, y en la cual luego se había convertido en instructor, debía conocerla casi como la palma de su mano. Luego de recorrer todos los pasillos de la planta en que se encontraba, los cuales no tenían diferencia alguna con los del edificio en que trabajó por años, enfiló sus pasos hacia donde debería estar la escalera para subir al segundo nivel: efectivamente la escalera se encontraba donde suponía, así que simplemente dejó de lado su prudencia y subió sus peldaños para seguir descubriendo ese conocido lugar.

Benavides miró para todos lados. El segundo nivel del edificio original era donde estaba su oficina, y también la de su viejo amigo y posterior enemigo, Evaristo Albornoz. La avalancha de recuerdos que en ese instante inundaron su mente casi lo agobiaron, pues sabía a ciencia cierta que el lugar no era lo que parecía, pero eran tales las similitudes que temía que no sólo el edificio las tuviera. Su respiración se agitó al acercarse a la habitación que se correspondería con su oficina: en cuanto abrió la puerta se encontró con una réplica exacta del lugar en el que se había desempeñado en su juventud, y que se veía tal y como lo dejó cuando pidió su primer traslado, para huir del acoso del Tiburón. Luego de mirar a su alrededor, abrir cajones y ver que en cada uno de ellos estaban artefactos similares a sus recuerdos, dejó todo como estaba y volvió al pasillo: había llegado el momento de visitar la oficina contigua a la suya, la de Evaristo Albornoz.

Benavides avanzó con lentitud los escasos metros que lo separaban de la oficina que se correspondería con la de su viejo enemigo, si estuviera en el edificio original. Su pulso empezó a subir, producto de los nervios y de la altura sobre el nivel del mar a la que se encontraba. El mismo instinto que lo había llevado hasta ese lugar le hizo amartillar su pistola semiautomática, acercar el arma a su pecho para evitar un eventual intento de arrebatársela, y avanzar de espaldas pegado a la pared: su mente racional sabía que Albornoz había muerto hacía ya dos años por su mano, y que el edificio en que estaba no podía ser lo que parecía, pero su instinto de comando de la armada lo mantenía en una incómoda situación de alerta. Benavides se agachó lo suficiente como para no poder ser visto por el vidrio de la puerta, y pasar su brazo hacia el picaporte sin delatarlo. Con cuidado giró el pomo y abrió la puerta: en el escritorio ubicado al medio de la oficina estaba sentado Evaristo Albornoz, mirándolo fijamente y con su típica sonrisa irónica que recordaba de todos los años en que convivieron en la armada. De inmediato Benavides apuntó a la cabeza de su enemigo, sin darle tiempo para reaccionar:

—Maldito hijo de perra… no puede ser… no puedes ser tú… te maté hace dos años…—dijo Benavides, decidido a acabar de una vez por todas con quien casi terminó con todo lo que quería en su vida.
—Tranquilícese don Ernesto, ya estoy aquí—dijo una voz familiar salida de boca de Albornoz. En ese instante todo se puso borroso, y más confuso de lo que ya había vivido.    

III

Ernesto Benavides despertó algo mareado. Estaba acostado en una cama de hospital, y a su lado dormía en una silla su esposa.

—Antonieta… ¿qué pasó, no se supone que te habías jubilado?—preguntó Benavides, despertando a su esposa quien lo miró con ternura.
—Viejo tonto, casi me mataste del susto—dijo la mujer, incorporándose y abrazando a su esposo, quien aún no entendía lo que estaba sucediendo.
—Don Ernesto, señora Antonieta, qué bueno verlos así—dijo Pablo González, entrando por la puerta de la habitación del hospital—. Realmente me dio un susto enorme ayer, jefe.
—¿Ayer?—preguntó Benavides— ¿Estoy acá desde ayer?
—Cuando me mostró el papel de la dirección adonde iría lo miré apenas, y no alcancé a ver la ubicación. Cuando me paré a verlo luego que usted salió, no pude entender su letra, eran sólo rayas sin sentido—dijo González—. De inmediato pensé que le pasaba algo raro, así que busqué en los papeles del caso y encontré el cheque del adelanto de su clienta, y la llamé para que me diera la dirección del trabajo de su esposo y poder seguirlo. Gracias a eso lo encontré con el auto en la berma del camino, y hablando cosas raras con la pistola desenfundada.
—Lo que pasó es que te subió la presión en la mañana por tanto café y cigarros—dijo su esposa—, y te dio un accidente isquémico transitorio, algo así como un infarto cerebral pero reversible. Con la mezcla de café, mate de coca y la altura la presión siguió subiendo, y terminó por agravar el cuadro, hacerte tener alucinaciones y perder el sentido.
—O sea que nuevamente me salvaste la vida, Pablo—dijo Benavides, entendiendo por fin toda la extraña escena que le tocó vivir—. Ya no sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí.
—Tal vez podría dejar el café y el tabaco, jefe—dijo González, mirando a Antonieta Garrido—. Bueno don Ernesto, los dejo, ahora que por fin despertó y que parece estar bien, volveré a la agencia y me haré cargo del seguimiento en que usted estaba. No se preocupe de nada más que de recuperarse, yo seguiré con la pega.
—Gracias Pablo—dijo Garrido, sonriendo—, yo cuidaré a este viejo porfiado y me haré cargo que deje el pucho y el café.  

Una semana después Pablo González se despedía de Violeta Flores, luego de entregarle la evidencia que mostraba que su marido efectivamente la engañaba con una de las guías turísticas del hotel en que trabajaba. Luego de conversar largamente con el detective privado, la mujer decidió encarar a su marido para intentar salvar su matrimonio, y se comprometió consigo misma para empezar a quererse un poco más, y preocuparse de su salud y su apariencia. Cuando González terminaba de guardar el cheque con el pago final para ir a depositarlo a la mañana siguiente, dos suaves golpes en la puerta le anunciaron la llegada de una esperada visita.

—Hola don Ernesto, qué gusto verlo de nuevo por acá—dijo González, estrechando la mano de Benavides, para luego hacer lo mismo con su esposa—.  Señora Antonieta, ¿cómo se ha portado mi jefe?
—Socio Pablo, socio, hace dos años que no soy tu jefe—dijo Benavides.
—Para mí siempre lo será, don Ernesto—dijo González, sonriendo.
—Eso no será por mucho tiempo—dijo Garrido.
—De hecho sólo será por algunos minutos más—agregó Benavides.
—¿Qué significa eso? No me irán a decir acaso que… ¿van a cerrar la agencia?—preguntó algo temeroso González.
—No Pablo, no vamos a cerrar la agencia. A partir de hoy me retiro del trabajo de detective privado—respondió Benavides.
—Ah, ya veo, ahora sólo administrará la agencia—dijo González.
—No Pablo, Ernesto se retira del todo de la agencia—dijo Garrido.
—¿Y qué va a pasar con la agencia, entonces?—preguntó González, algo extrañado.
—A partir de ahora te traspaso la agencia Pablo—dijo Benavides—. Conversamos el tema con Antonieta, y como tengo claro que no tienes los medios para comprarla de una vez, diseñamos un sistema de pago.
—No entiendo a qué se refieren—dijo González, confundido.
—A que a partir de ahora le pagarás mensualmente a Ernesto el treinta por ciento de las ganancias netas, descontando los gastos, y con eso amortizarás el valor de la propiedad, hasta que con el paso del tiempo completes el precio del avalúo fiscal. Cuando eso suceda, la agencia será completamente tuya—dijo Garrido, sujetando la mano de su marido, quien estaba visiblemente emocionado.
—¿Están seguros de esta decisión?—preguntó González.
—Sí Pablo—respondió Benavides—. Ya estoy viejo para este tipo de trabajo, y si me quedo de administrador, al poco tiempo estaré de nuevo en las calles. El neurólogo y el cardiólogo me dijeron que me salvé por poco, y que probablemente no la cuente dos veces. Además, quiero disfrutar el tiempo con Antonieta, ahora que dejó de hacer turnos, es justo que yo también deje de trasnochar con los seguimientos para estar con ella.
—En realidad no sé qué decirles—dijo González, casi emocionado.
—No digas nada, tenemos que ir a la notaría a oficializar el traspaso—dijo Benavides.
—Y luego a nuestra casa—agregó Garrido—. Tenemos una pequeña celebración preparada, y tu esposa y tu hija también están invitadas. Cierra todo y vamos.

A la mañana siguiente Pablo González llegó temprano a abrir la agencia y a esperar la aparición de algún cliente, mientras terminaba de sacar los efectos personales de Ernesto Benavides para pasar a dejarlos a su casa por la tarde, junto con su viejo escritorio. El camino que tenía por delante se veía complicado, pero era el instante adecuado para empezar una nueva etapa en su vida, quizás la más importante: la independencia económica.

FIN

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