Matapacos
I
—¿Estamos todos de acuerdo, correcto?—preguntó el coronel
Gutiérrez.
—Sí mi coronel—se apuró en contestar el capitán
Pérez.
—Sí mi coronel—respondió el carabinero González.
—Está bien. Este incidente no se debe dar a
conocer a la luz pública, ese es el compromiso. Si no respetan este trato, esto
llegará a la corte marcial y todos saldremos perdiendo, pero en especial
ustedes, ¿quedó claro?
—Sí mi coronel—respondieron al unísono los dos
carabineros.
—Correcto. Capitán Pérez, vaya a buscar sus cosas
y diríjase a su nueva asignación. Y no quiero saber nada más de usted en mucho
tiempo, al menos de aquí hasta mi retiro—dijo el coronel con evidente enojo—.
Carabinero González, vaya a buscar sus pertenencias y entregue su uniforme y su arma. Ojalá sus años como
carabinero le sirvan de experiencia en la vida, y que esta destitución lo ayude
a abrir los ojos para que no vuelva a cometer errores que comprometan su futuro
y el de su familia. Que le vaya bien.
—Gracias mi coronel—respondió el ahora ex carabinero
Pablo González, estrechando la mano de su ex oficial y mirando con rabia al
capitán Pérez, quien dejaba ver una sonrisa socarrona luego de haberse salido
con la suya.
Pablo González salió de la comisaría con rumbo a
su casa. Ya había conversado con algunos ex colegas para ver la posibilidad de
conseguir empleo como guardia de seguridad, y poder ganarse la vida de modo
digno, y darle a su esposa y a su pequeña hija todo lo que merecían y
necesitaban, pues ellas no eran responsables de los hechos que habían terminado
en su destitución. González estaba destruido, había perdido el sueño de su vida
y el sostén que le permitiría cumplir sus planes a futuro por culpa de su
inocencia y sus ganas por hacer las cosas bien. De todos modos, y pese a la
incertidumbre laboral en que se encontraba, estaba tranquilo con su conciencia
y con las enseñanzas de sus padres, que siempre le inculcaron la rectitud como
virtud principal.
Mientras caminaba por las polvorientas calles,
González empezó a escuchar una suerte de murmullo a su paso, a veces susurrado,
otras hablado en voz baja pero sin mirarlo directamente a él. De pronto, un
hombre ebrio, que había estado en el instante en que se había sellado su futuro
días atrás, se paró frente a él y le gritó:
—Te pasaste matapacos, ese huevón del capitán… ese
poh… se merecía lo que le pasó…
González esquivó al hombre que seguía gritando
alabanzas y parabienes a su nombre en medio de la calle, mezclado con
bendiciones religiosas para el ex uniformado, y garabatos para el capitán
Pérez, el gobierno, la locomoción y el clima. A esas alturas González sólo
quería olvidar, pero al parecer su pueblo natal no se lo permitiría, al menos
en el corto plazo.
Luego de cambiar un poco el rumbo para evitar al
ebrio y su grandilocuente discurso, González se encontró en una calle poco
concurrida pero cercana a la plaza de armas de la ciudad. De pronto vio un
letrero puesto en una anticuada y bastante mal mantenida construcción, que
correspondía a una pequeña agencia de detectives privados, y que ofrecía empleo
a ex uniformados para hacer investigaciones contratadas por particulares. Dado
lo fortuito del hallazgo, González decidió pasar a preguntar por el aviso, al
menos para saber si tenía alguna alternativa a terminar sus días como guardia
en algún supermercado o camión de transporte de valores. En cuando abrió la
puerta y entró a la vieja oficina, un hombre enjuto y añoso apareció tras el
escritorio situado al centro del lugar.
—Buenas tardes joven, soy Ernesto Benavides, ¿en
qué lo puedo ayudar?
—Buenas tardes, quería preguntar por el aviso que
hay pegado en la pared, en que piden ex uniformados para trabajar en su
agencia.
—Ah, ya veo— dijo el hombre algo desilusionado al
creer que tendría un cliente nuevo—. Asiento joven, ¿trajo su currículum?
—La verdad es que sólo pasé a preguntar… verá,
acabo de quedar cesante y estaba viendo en qué ganarme la vida.
—Pero el aviso dice claramente ex uniformados, y
usted es muy joven para haber jubilado—dijo el anciano.
—Soy ex carabinero, de hecho me acaban de… dar de
baja—dijo algo avergonzado González.
—Ah, ya veo. Entonces si lo acaban de dar de baja
tiene que haber sido por alguna falta grave, por lo que es esperable que no
tenga referencias—dijo el dueño de la agencia—. Y dígame, ¿qué falta cometió
señor…?
—González, Pablo González—dijo el ex carabinero,
esperando que el hombre al otro lado del escritorio no hubiera escuchado su
nombre, o al menos no lo recordara.
—¿El matapacos?—preguntó sorprendido el viejo
investigador privado—. ¿Y no lo metieron preso por lo que hizo?
—La historia tiene más aristas que lo que la gente
sabe o cree saber, señor Benavides—dijo González, bastante contrariado,
mientras se ponía de pie—. Disculpe por quitarle su tiempo, es obvio que no
tengo el perfil profesional que usted espera.
—¿Para dónde va, señor González?—preguntó
Benavides—. La entrevista de trabajo está recién empezando, yo sólo manejo la
historia que corre de boca en boca por este pueblo de viejas peladores y viejos
copuchentos. Creo que lo menos que le debo es la posibilidad que me cuente su
versión de los hechos, en una de esas podemos llegar a algún arreglo laboral
que nos convenga a ambos.
—Está bien señor Benavides, le contaré lo
sucedido, y usted decidirá si sirvo o no para este trabajo—dijo González,
disponiéndose a contar los hechos que terminaron con su destitución.
II
Dos semanas antes de la entrevista en la agencia
de detectives privados, el carabinero González se encontraba junto a otros
colegas y suboficiales siguiendo la pista de un grupo de burreros que estaban
internando cocaína y pasta base desde Bolivia, y que no habían podido ser
capturados pues cada vez que había algún dato, parecían enterarse justo a
tiempo para cambiar sus planes, lo que llevó al servicio de inteligencia a
suponer que había alguien pasándoles información desde alguna institución del
Estado. El fiscal a cargo del caso estaba furioso con las constantes caídas de
las pistas que lograban obtener, lo que lo llevó a conseguir con el juez una
orden para iniciar una investigación paralela encubierta, que estaría a cargo
de personal especializado, mientras la gente de la comisaría seguiría en la
investigación formal. Un martes en la tarde, cuando González iba saliendo de su
turno, fue abordado por dos hombres desconocidos y vestidos de civil, quienes
le mostraron credenciales que los identificaban como miembros de la dirección
de inteligencia de carabineros, y que lo hicieron subir a una van sin
distintivos.
—¿Qué sucede mi teniente, hice algo indebido?
—Parece que no sabe por qué está acá, González.
—No mi teniente—respondió confundido González.
—Estamos en una operación encubierta llamada Zorro
Andino. ¿Sabe para qué son buenos los zorros, González?
—No mi teniente—respondió casi asustado González.
—Son buenos para robar sin dejar muchos rastros.
Estamos siguiendo a un zorro de esta zona, que le está robando los arrestos a
los carabineros.
—No entiendo mi teniente.
—Quiere decir que alguien de tu comisaría le pasa
el dato a los traficantes bolivianos, o les roba la droga para hacerse de plata,
huevón pavo—dijo el acompañante del teniente.
—Mi sargento, yo no tengo nada que ver…
—Claro que no, se necesita ser inteligente para
una operación así—interrumpió el sargento—. Necesitamos de tu ayuda, González.
Tenemos listo un palo blanco que pasará mercancía a través de un paso
fronterizo, tú vienes con nosotros para hacer la identificación de quien
detengamos.
—Sí mi sargento, ¿y esto cuándo será?
—No le comunicaremos fecha ni hora González, es
imprescindible que nadie sepa nada de esto—intervino el teniente—. Usted lo
sabrá en el instante en que deba saberlo. Ah, y como comprenderá, nada de esta
conversación debe salir de este lugar, no puede comentarlo ni con su familia,
ni con sus superiores, ni menos con sus compañeros. ¿Está claro, González?
—Sí mi teniente—respondió González, mientras el
sargento abría la puerta y le hacía señas para que bajara rápido de la van.
Una semana después, justo antes de entrar a su
turno, la misma van estaba esperándolo frente a la comisaría, en esta ocasión
con el motor encendido. En el instante en que González pasó frente a la puerta
lateral del vehículo ésta se abrió, y la desagradable cara del sargento
haciéndole señas para que entrara apareció entre varios rostros desconocidos,
dos de los cuales iban con pasamontañas de color verde institucional. En cuanto
estuvo arriba la puerta se cerró y el vehículo inició su marcha con rumbo
desconocido.
—Buenos días mi teniente, buenos días mi
sargento—dijo con voz marcial González, ante la desidia de todos quienes
viajaban en el vehículo.
—¿Andas con tu arma de servicio?—preguntó el
sargento.
—Sí mi sargento—respondió González, preocupado.
—Ponte la pistolera y el arma, y deja tu mochila
acá en la van—ordenó el sargento; una vez que González estuvo listo, el
sargento echó mano a un chaleco antibalas negro, sin distintivos—. Póntelo,
servirá para que el resto del personal del operativo no te confunda con los
carabineros corruptos.
—De más está recordarle González, que todo lo que
ocurra ahora es materia de investigación del servicio de inteligencia de
carabineros, nada de esto se debe saber, bajo ninguna circunstancia.
—No se preocupe mi teniente, no revelaré nada de
lo que pase—respondió González, cada vez más extrañado por el modo en que se
estaban dando las cosas.
—Ah, por si acaso yo no soy tan confiado como mi
teniente—agregó el sargento—. Yo sé dónde vives, con tu joven y bella esposa
Marta y tu pequeñita recién nacida, la Marianita—al escuchar al sargento el
semblante de González cambió de inmediato—. Qué bueno que te haya quedado claro
el mensaje, huevón pavo. Nada de lo que pase se te puede salir, y si se te
sale, te doy donde más te duele.
—No le hagas caso al sargento, le gustan mucho las
series de televisión de espías y esas cosas.
—Dile eso al último huevón al que se le cayó el
casete—dijo uno de los miembros del equipo que miraba fijamente al suelo.
—Suficiente—dijo uno de los hombres con
pasamontañas, al ver que González acercaba su mano a su arma de servicio.
—Vamos a lo nuestro señores—agregó el
teniente—González, usted va junto al sargento, no se separe de él.
—Sí mi teniente—respondió González mirando con
odio al sargento, que lo seguía mirando con una sonrisa en su rostro.
De pronto la van se detuvo, bajando todo el
contingente en silencio, quedando al final el sargento y Pablo González. Cuando
el sargento se devolvió a cerrar la puerta de la van, González sujetó con
fuerza el brazo del suboficial, lo miró a los ojos y le dijo:
—No vuelvas a meter a mi familia en esto.
—Si sigues la única regla, nunca se enterarán de
nada—respondió el hombre, soltándose sin dificultad de la tomada del joven
carabinero, para luego agregar—Ahora vamos a lo nuestro, mientras antes
terminemos, antes dejarás de ver mi inolvidable sonrisa.
III
El grupo de hombres seguía de cerca a los dos
encapuchados, quienes subieron rápidamente una loma y se parapetaron tras unas
rocas, lo suficientemente altas y extensas como para esconder a todo el grupo.
González se ubicó al lado del sargento,
y a una señal de éste se asomó con cuidado para tratar de ver sin ser visto. Justo
antes de asomarse, una voz conocida para él se dejó escuchar en el desierto.
—¿Trajiste lo acordado?—dijo la voz del capitán
Pérez, el comisario de la tenencia donde él prestaba servicios.
—Por supuesto jefecito, acá está la mercadería que
hablamos—respondió una voz con marcado acento altiplánico—. Es cocaína de alta
pureza, quince kilos, tal como acordamos, jefecito.
—Así me gusta, que la gente cumpla sus
compromisos—dijo Pérez mientras miraba los paquetes con la droga—. Déjalos en
la parte de atrás de mi camioneta, y ándate luego para que no tengas problemas.
—Bueno jefecito. ¿Cuándo puedo pasar mi cargamento
con seguridad?—preguntó el tipo que trajo la droga.
—Ah, eso, casi lo olvidaba—dijo Pérez mostrándole
una gran sonrisa a su interlocutor—. El martes próximo estaremos toda la tarde
cuidando el paso que hay cinco kilómetros al norte, así que ahí tienes vía
libre para que tu cargamento pase seguro.
—Muchas gracias, jefecito Pérez—respondió el
hombre.
En ese instante los dos hombres con pasamontañas
se pusieron de pie y sacaron de entre sus ropas ametralladoras UZI de 9
milímetros: el policía encubierto había dado la clave para que entrara el
equipo en acción.
—¡Dipolcar, todos al suelo, mierda!—gritó uno de
los hombres con pasamontañas identificándose como miembro de inteligencia de
carabineros, y apuntando su arma a la cabeza del capitán Pérez, mientras el
resto de los hombres rodeaba al resto de los involucrados. En ese instante el
sargento llamó a Pablo González y lo llevó al lado del capitán.
—¿Identifica a alguien acá?—preguntó el sargento
mientras se desarrollaba la revisión de las vestimentas de los detenidos.
—A mi capitán Pérez, mi sargento—respondió
nervioso González, al ser confrontado con su comisario.
—Tenemos identificación positiva—dijo el sargento
a los carabineros de pasamontañas, para luego girar hacia González y estrechar
su mano—. Gracias por su colaboración González, la información que nos dio nos
permitió descabezar esta banda de policías corruptos.
González quedó paralizado: el sargento lo había
sindicado en público como un soplón. Justo cuando el carabinero se disponía a
responder al sargento, fue violentamente derribado: el capitán Pérez se había
liberado de sus captores y se había abalanzado sobre él.
—¡Sapo conchetumadre, te voy a matar!—gritó
descontrolado el oficial, mientras se trenzaba a golpes con González, quien
sólo atinó a enfrentar al capitán, sin ser capaz de hablar en su defensa. Antes
que el sargento permitiera que el resto de los hombres interviniera, González
logró ponerse de pie, y gracias al duro trabajo físico que le tocaba desempeñar,
pudo tomar ventaja de la pelea y golpear con la suficiente fuerza a Pérez como
para derribarlo e impedirle volver a ponerse en pie. La rabia lo llevó a
descontrolarse y a arrojarse sobre Pérez, a quien empezó a golpear con
inusitada violencia en el suelo, debiendo ser reducido por el equipo de
inteligencia a cargo del procedimiento. Desde el suelo Pérez empezó a revisar
sus heridas, para después sentarse en una piedra y mirar con odio a González.
—No te voy a matar conchetumadre porque no quiero,
pero me voy a encargar que te echen y que nadie más te dé trabajo en tu puta
vida, mierda—dijo mirando a su subalterno.
—No estás en condiciones de amenazar, te pescamos con suficiente
evidencia para que no salgas por años de la cárcel—intervino uno de los
policías con pasamontañas.
—Eso es lo que ustedes creen, manga de
ahuevonados—dijo con soberbia el capitán—. Tengo familiares influyentes en el
parlamento y en el alto mando de la institución, y les aseguro que no me va a salir por
nada esta huevada. Y esto te va a costar carísimo, sapo de mierda—dijo Pérez,
dirigiéndose a González.
—El testimonio de González ya no es necesario—dijo
el teniente que lo había contactado—. De todos modos no podemos dejar de
agradecer su colaboración.
—Pero…—intentó intervenir González, siendo asido
por el brazo por el sargento, quien le habló en voz baja.
—Recuerda a la Marta y a la Marianita huevón—dijo
el sargento—. Necesitamos mantener en reserva a nuestros agentes encubiertos,
así que para efectos de este caso tú lo delataste. Y recuerda, si no rompes la
regla, nada le pasará a tu familia.
—Te van a echar y te vas a morir de hambre,
hocicón culiao, nadie te va a dar trabajo en la ciudad, te lo juro mierda, no
te vas a salir con la tuya—dijo descontrolado el capitán Pérez, mirando con
furia a Pablo González, quien sólo atinaba a mirar el suelo sin poder
responder.
—Ya, se acabó esta cháchara—dijo uno de los
hombres encubiertos—. Suban a este huevón a la van, para trasladarlo a la
fiscalía militar y hacer la formalización de cargos. González, te vas en el
otro vehículo.
IV
—Eso es todo señor Benavides. El capitán Pérez es
sobrino del fiscal militar, primo de un diputado e hijo y sobrino de dos
generales del alto mando de carabineros, así que movió sus influencias para
salir limpio de la situación, siendo castigado sólo con un traslado forzoso a
la frontera, donde estará varios años y será vigilado por la gente a cargo de pasos
fronterizos. A mi… a mi me dieron de baja por denunciar supuestamente esta
operación fuera de tiempo. Según la resolución, si yo hubiera denunciado antes,
se hubieran evitado varias operaciones de los traficantes. ¿Le sirve mi versión
de los hechos, señor?
—Sólo tengo una duda, ¿por qué te dicen
matapacos?—preguntó el detective privado.
—Ah, eso… porque en el arresto había también un
consumidor, que llegó al lugar buscando un mejor precio, y que vio cómo le
pegué a mi capitán Pérez. Él llegó diciendo que hubo una pelea en que un carabinero
casi mató al otro a puñetazos.
—Vaya historia, hombre.
—Bueno, esa es mi verdad. Gracias de todos modos
por haberme escuchado, necesitaba contarle a alguien de mis desventuras. Buenas
tardes, señor Benavides.
—Buenas tardes señor González, lo espero el lunes
a las ocho… no, nueve de la mañana—dijo Benavides, quien sonrió ante la
aparatosa cara de sorpresa de González—. Usted fue utilizado por la Dipolcar y
por sus superiores, y pese a ello sigue hablando con respeto de todos. Eso
señor González, respeto, es lo que le hace falta a esta sociedad. Tal vez
encuentre algo aburrido el trabajo, pero tendrá un sueldo seguro todos los
meses. Le aconsejo que cuando su economía esté más estable saque algún seguro
de vida a nombre de su familia, nunca está de más. Y bueno, si con los años le
toma el gustito a este trabajo, puede que cuando decida retirarme le venda a un
precio conveniente esta agencia.
—Gracias señor Benavides, le aseguro que no lo
defraudaré. Buenas tardes, y gracias de nuevo.
Pablo González llegó caminando a su casa, a
algunas cuadras de lo que sería su nuevo empleo. Cuando llegó encontró a Marta,
su esposa, parada en la puerta con su hija Mariana en brazos, para darle un
largo y cariñoso beso de bienvenida.
—Qué bueno que llegaste, me tenías algo
preocupada—dijo la joven mujer, que miraba con curiosidad la leve sonrisa que
dejaba ver el rostro de su esposo—. ¿Ya terminó todo?
—No. De hecho acaba de empezar—respondió
esperanzado el detective privado Pablo González.
FIN
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