No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

martes, 14 de mayo de 2013

Matapacos (precuela de Kon© 2013)



Matapacos

I

—¿Estamos todos de acuerdo, correcto?—preguntó el coronel Gutiérrez.
—Sí mi coronel—se apuró en contestar el capitán Pérez.
—Sí mi coronel—respondió el carabinero González.
—Está bien. Este incidente no se debe dar a conocer a la luz pública, ese es el compromiso. Si no respetan este trato, esto llegará a la corte marcial y todos saldremos perdiendo, pero en especial ustedes, ¿quedó claro?
—Sí mi coronel—respondieron al unísono los dos carabineros.
—Correcto. Capitán Pérez, vaya a buscar sus cosas y diríjase a su nueva asignación. Y no quiero saber nada más de usted en mucho tiempo, al menos de aquí hasta mi retiro—dijo el coronel con evidente enojo—. Carabinero González, vaya a buscar sus pertenencias y entregue su  uniforme y su arma. Ojalá sus años como carabinero le sirvan de experiencia en la vida, y que esta destitución lo ayude a abrir los ojos para que no vuelva a cometer errores que comprometan su futuro y el de su familia. Que le vaya bien.
—Gracias mi coronel—respondió el ahora ex carabinero Pablo González, estrechando la mano de su ex oficial y mirando con rabia al capitán Pérez, quien dejaba ver una sonrisa socarrona luego de haberse salido con la suya.

Pablo González salió de la comisaría con rumbo a su casa. Ya había conversado con algunos ex colegas para ver la posibilidad de conseguir empleo como guardia de seguridad, y poder ganarse la vida de modo digno, y darle a su esposa y a su pequeña hija todo lo que merecían y necesitaban, pues ellas no eran responsables de los hechos que habían terminado en su destitución. González estaba destruido, había perdido el sueño de su vida y el sostén que le permitiría cumplir sus planes a futuro por culpa de su inocencia y sus ganas por hacer las cosas bien. De todos modos, y pese a la incertidumbre laboral en que se encontraba, estaba tranquilo con su conciencia y con las enseñanzas de sus padres, que siempre le inculcaron la rectitud como virtud principal.

Mientras caminaba por las polvorientas calles, González empezó a escuchar una suerte de murmullo a su paso, a veces susurrado, otras hablado en voz baja pero sin mirarlo directamente a él. De pronto, un hombre ebrio, que había estado en el instante en que se había sellado su futuro días atrás, se paró frente a él y le gritó:

—Te pasaste matapacos, ese huevón del capitán… ese poh… se merecía lo que le pasó…

González esquivó al hombre que seguía gritando alabanzas y parabienes a su nombre en medio de la calle, mezclado con bendiciones religiosas para el ex uniformado, y garabatos para el capitán Pérez, el gobierno, la locomoción y el clima. A esas alturas González sólo quería olvidar, pero al parecer su pueblo natal no se lo permitiría, al menos en el corto plazo.

Luego de cambiar un poco el rumbo para evitar al ebrio y su grandilocuente discurso, González se encontró en una calle poco concurrida pero cercana a la plaza de armas de la ciudad. De pronto vio un letrero puesto en una anticuada y bastante mal mantenida construcción, que correspondía a una pequeña agencia de detectives privados, y que ofrecía empleo a ex uniformados para hacer investigaciones contratadas por particulares. Dado lo fortuito del hallazgo, González decidió pasar a preguntar por el aviso, al menos para saber si tenía alguna alternativa a terminar sus días como guardia en algún supermercado o camión de transporte de valores. En cuando abrió la puerta y entró a la vieja oficina, un hombre enjuto y añoso apareció tras el escritorio situado al centro del lugar.

—Buenas tardes joven, soy Ernesto Benavides, ¿en qué lo puedo ayudar?
—Buenas tardes, quería preguntar por el aviso que hay pegado en la pared, en que piden ex uniformados para trabajar en su agencia.
—Ah, ya veo— dijo el hombre algo desilusionado al creer que tendría un cliente nuevo—. Asiento joven, ¿trajo su currículum?
—La verdad es que sólo pasé a preguntar… verá, acabo de quedar cesante y estaba viendo en qué ganarme la vida.
—Pero el aviso dice claramente ex uniformados, y usted es muy joven para haber jubilado—dijo el anciano.  
—Soy ex carabinero, de hecho me acaban de… dar de baja—dijo algo avergonzado González.
—Ah, ya veo. Entonces si lo acaban de dar de baja tiene que haber sido por alguna falta grave, por lo que es esperable que no tenga referencias—dijo el dueño de la agencia—. Y dígame, ¿qué falta cometió señor…?
—González, Pablo González—dijo el ex carabinero, esperando que el hombre al otro lado del escritorio no hubiera escuchado su nombre, o al menos no lo recordara.
—¿El matapacos?—preguntó sorprendido el viejo investigador privado—. ¿Y no lo metieron preso por lo que hizo?      
—La historia tiene más aristas que lo que la gente sabe o cree saber, señor Benavides—dijo González, bastante contrariado, mientras se ponía de pie—. Disculpe por quitarle su tiempo, es obvio que no tengo el perfil profesional que usted espera.
—¿Para dónde va, señor González?—preguntó Benavides—. La entrevista de trabajo está recién empezando, yo sólo manejo la historia que corre de boca en boca por este pueblo de viejas peladores y viejos copuchentos. Creo que lo menos que le debo es la posibilidad que me cuente su versión de los hechos, en una de esas podemos llegar a algún arreglo laboral que nos convenga a ambos.
—Está bien señor Benavides, le contaré lo sucedido, y usted decidirá si sirvo o no para este trabajo—dijo González, disponiéndose a contar los hechos que terminaron con su destitución.

II

Dos semanas antes de la entrevista en la agencia de detectives privados, el carabinero González se encontraba junto a otros colegas y suboficiales siguiendo la pista de un grupo de burreros que estaban internando cocaína y pasta base desde Bolivia, y que no habían podido ser capturados pues cada vez que había algún dato, parecían enterarse justo a tiempo para cambiar sus planes, lo que llevó al servicio de inteligencia a suponer que había alguien pasándoles información desde alguna institución del Estado. El fiscal a cargo del caso estaba furioso con las constantes caídas de las pistas que lograban obtener, lo que lo llevó a conseguir con el juez una orden para iniciar una investigación paralela encubierta, que estaría a cargo de personal especializado, mientras la gente de la comisaría seguiría en la investigación formal. Un martes en la tarde, cuando González iba saliendo de su turno, fue abordado por dos hombres desconocidos y vestidos de civil, quienes le mostraron credenciales que los identificaban como miembros de la dirección de inteligencia de carabineros, y que lo hicieron subir a una van sin distintivos.

—¿Qué sucede mi teniente, hice algo indebido?
—Parece que no sabe por qué está acá, González.
—No mi teniente—respondió confundido González.
—Estamos en una operación encubierta llamada Zorro Andino. ¿Sabe para qué son buenos los zorros, González?
—No mi teniente—respondió casi asustado González.
—Son buenos para robar sin dejar muchos rastros. Estamos siguiendo a un zorro de esta zona, que le está robando los arrestos a los carabineros.
—No entiendo mi teniente.
—Quiere decir que alguien de tu comisaría le pasa el dato a los traficantes bolivianos, o les roba la droga para hacerse de plata, huevón pavo—dijo el acompañante del teniente.
—Mi sargento, yo no tengo nada que ver…
—Claro que no, se necesita ser inteligente para una operación así—interrumpió el sargento—. Necesitamos de tu ayuda, González. Tenemos listo un palo blanco que pasará mercancía a través de un paso fronterizo, tú vienes con nosotros para hacer la identificación de quien detengamos.
—Sí mi sargento, ¿y esto cuándo será?
—No le comunicaremos fecha ni hora González, es imprescindible que nadie sepa nada de esto—intervino el teniente—. Usted lo sabrá en el instante en que deba saberlo. Ah, y como comprenderá, nada de esta conversación debe salir de este lugar, no puede comentarlo ni con su familia, ni con sus superiores, ni menos con sus compañeros. ¿Está claro, González?
—Sí mi teniente—respondió González, mientras el sargento abría la puerta y le hacía señas para que bajara rápido de la van.

Una semana después, justo antes de entrar a su turno, la misma van estaba esperándolo frente a la comisaría, en esta ocasión con el motor encendido. En el instante en que González pasó frente a la puerta lateral del vehículo ésta se abrió, y la desagradable cara del sargento haciéndole señas para que entrara apareció entre varios rostros desconocidos, dos de los cuales iban con pasamontañas de color verde institucional. En cuanto estuvo arriba la puerta se cerró y el vehículo inició su marcha con rumbo desconocido.

—Buenos días mi teniente, buenos días mi sargento—dijo con voz marcial González, ante la desidia de todos quienes viajaban en el vehículo.
—¿Andas con tu arma de servicio?—preguntó el sargento.
—Sí mi sargento—respondió González, preocupado.
—Ponte la pistolera y el arma, y deja tu mochila acá en la van—ordenó el sargento; una vez que González estuvo listo, el sargento echó mano a un chaleco antibalas negro, sin distintivos—. Póntelo, servirá para que el resto del personal del operativo no te confunda con los carabineros corruptos.
—De más está recordarle González, que todo lo que ocurra ahora es materia de investigación del servicio de inteligencia de carabineros, nada de esto se debe saber, bajo ninguna circunstancia.
—No se preocupe mi teniente, no revelaré nada de lo que pase—respondió González, cada vez más extrañado por el modo en que se estaban dando las cosas.
—Ah, por si acaso yo no soy tan confiado como mi teniente—agregó el sargento—. Yo sé dónde vives, con tu joven y bella esposa Marta y tu pequeñita recién nacida, la Marianita—al escuchar al sargento el semblante de González cambió de inmediato—. Qué bueno que te haya quedado claro el mensaje, huevón pavo. Nada de lo que pase se te puede salir, y si se te sale, te doy donde más te duele.
—No le hagas caso al sargento, le gustan mucho las series de televisión de espías y esas cosas.
—Dile eso al último huevón al que se le cayó el casete—dijo uno de los miembros del equipo que miraba fijamente al suelo.  
—Suficiente—dijo uno de los hombres con pasamontañas, al ver que González acercaba su mano a su arma de servicio.
—Vamos a lo nuestro señores—agregó el teniente—González, usted va junto al sargento, no se separe de él.
—Sí mi teniente—respondió González mirando con odio al sargento, que lo seguía mirando con una sonrisa en su rostro.

De pronto la van se detuvo, bajando todo el contingente en silencio, quedando al final el sargento y Pablo González. Cuando el sargento se devolvió a cerrar la puerta de la van, González sujetó con fuerza el brazo del suboficial, lo miró a los ojos y le dijo:

—No vuelvas a meter a mi familia en esto.
—Si sigues la única regla, nunca se enterarán de nada—respondió el hombre, soltándose sin dificultad de la tomada del joven carabinero, para luego agregar—Ahora vamos a lo nuestro, mientras antes terminemos, antes dejarás de ver mi inolvidable sonrisa.

III

El grupo de hombres seguía de cerca a los dos encapuchados, quienes subieron rápidamente una loma y se parapetaron tras unas rocas, lo suficientemente altas y extensas como para esconder a todo el grupo. González  se ubicó al lado del sargento, y a una señal de éste se asomó con cuidado para tratar de ver sin ser visto. Justo antes de asomarse, una voz conocida para él se dejó escuchar en el desierto.

—¿Trajiste lo acordado?—dijo la voz del capitán Pérez, el comisario de la tenencia donde él prestaba servicios.
—Por supuesto jefecito, acá está la mercadería que hablamos—respondió una voz con marcado acento altiplánico—. Es cocaína de alta pureza, quince kilos, tal como acordamos, jefecito.  
—Así me gusta, que la gente cumpla sus compromisos—dijo Pérez mientras miraba los paquetes con la droga—. Déjalos en la parte de atrás de mi camioneta, y ándate luego para que no tengas problemas.
—Bueno jefecito. ¿Cuándo puedo pasar mi cargamento con seguridad?—preguntó el tipo que trajo la droga.
—Ah, eso, casi lo olvidaba—dijo Pérez mostrándole una gran sonrisa a su interlocutor—. El martes próximo estaremos toda la tarde cuidando el paso que hay cinco kilómetros al norte, así que ahí tienes vía libre para que tu cargamento pase seguro.
—Muchas gracias, jefecito Pérez—respondió el hombre.

En ese instante los dos hombres con pasamontañas se pusieron de pie y sacaron de entre sus ropas ametralladoras UZI de 9 milímetros: el policía encubierto había dado la clave para que entrara el equipo en acción.

—¡Dipolcar, todos al suelo, mierda!—gritó uno de los hombres con pasamontañas identificándose como miembro de inteligencia de carabineros, y apuntando su arma a la cabeza del capitán Pérez, mientras el resto de los hombres rodeaba al resto de los involucrados. En ese instante el sargento llamó a Pablo González y lo llevó al lado del capitán.
—¿Identifica a alguien acá?—preguntó el sargento mientras se desarrollaba la revisión de las vestimentas de los detenidos.
—A mi capitán Pérez, mi sargento—respondió nervioso González, al ser confrontado con su comisario.
—Tenemos identificación positiva—dijo el sargento a los carabineros de pasamontañas, para luego girar hacia González y estrechar su mano—. Gracias por su colaboración González, la información que nos dio nos permitió descabezar esta banda de policías corruptos.

González quedó paralizado: el sargento lo había sindicado en público como un soplón. Justo cuando el carabinero se disponía a responder al sargento, fue violentamente derribado: el capitán Pérez se había liberado de sus captores y se había abalanzado sobre él.

—¡Sapo conchetumadre, te voy a matar!—gritó descontrolado el oficial, mientras se trenzaba a golpes con González, quien sólo atinó a enfrentar al capitán, sin ser capaz de hablar en su defensa. Antes que el sargento permitiera que el resto de los hombres interviniera, González logró ponerse de pie, y gracias al duro trabajo físico que le tocaba desempeñar, pudo tomar ventaja de la pelea y golpear con la suficiente fuerza a Pérez como para derribarlo e impedirle volver a ponerse en pie. La rabia lo llevó a descontrolarse y a arrojarse sobre Pérez, a quien empezó a golpear con inusitada violencia en el suelo, debiendo ser reducido por el equipo de inteligencia a cargo del procedimiento. Desde el suelo Pérez empezó a revisar sus heridas, para después sentarse en una piedra y mirar con odio a González.

—No te voy a matar conchetumadre porque no quiero, pero me voy a encargar que te echen y que nadie más te dé trabajo en tu puta vida, mierda—dijo mirando a su subalterno.
—No estás en condiciones de amenazar, te pescamos con suficiente evidencia para que no salgas por años de la cárcel—intervino uno de los policías con pasamontañas.
—Eso es lo que ustedes creen, manga de ahuevonados—dijo con soberbia el capitán—. Tengo familiares influyentes en el parlamento y en el alto mando de la institución, y les aseguro que no me va a salir por nada esta huevada. Y esto te va a costar carísimo, sapo de mierda—dijo Pérez, dirigiéndose a González.
—El testimonio de González ya no es necesario—dijo el teniente que lo había contactado—. De todos modos no podemos dejar de agradecer su colaboración.  
—Pero…—intentó intervenir González, siendo asido por el brazo por el sargento, quien le habló en voz baja.
—Recuerda a la Marta y a la Marianita huevón—dijo el sargento—. Necesitamos mantener en reserva a nuestros agentes encubiertos, así que para efectos de este caso tú lo delataste. Y recuerda, si no rompes la regla, nada le pasará a tu familia.
—Te van a echar y te vas a morir de hambre, hocicón culiao, nadie te va a dar trabajo en la ciudad, te lo juro mierda, no te vas a salir con la tuya—dijo descontrolado el capitán Pérez, mirando con furia a Pablo González, quien sólo atinaba a mirar el suelo sin poder responder.
—Ya, se acabó esta cháchara—dijo uno de los hombres encubiertos—. Suban a este huevón a la van, para trasladarlo a la fiscalía militar y hacer la formalización de cargos. González, te vas en el otro vehículo.

IV

—Eso es todo señor Benavides. El capitán Pérez es sobrino del fiscal militar, primo de un diputado e hijo y sobrino de dos generales del alto mando de carabineros, así que movió sus influencias para salir limpio de la situación, siendo castigado sólo con un traslado forzoso a la frontera, donde estará varios años y será vigilado por la gente a cargo de pasos fronterizos. A mi… a mi me dieron de baja por denunciar supuestamente esta operación fuera de tiempo. Según la resolución, si yo hubiera denunciado antes, se hubieran evitado varias operaciones de los traficantes. ¿Le sirve mi versión de los hechos, señor?
—Sólo tengo una duda, ¿por qué te dicen matapacos?—preguntó el detective privado.
—Ah, eso… porque en el arresto había también un consumidor, que llegó al lugar buscando un mejor precio, y que vio cómo le pegué a mi capitán Pérez. Él llegó diciendo que hubo una pelea en que un carabinero casi mató al otro a puñetazos.
—Vaya historia, hombre.
—Bueno, esa es mi verdad. Gracias de todos modos por haberme escuchado, necesitaba contarle a alguien de mis desventuras. Buenas tardes, señor Benavides.
—Buenas tardes señor González, lo espero el lunes a las ocho… no, nueve de la mañana—dijo Benavides, quien sonrió ante la aparatosa cara de sorpresa de González—. Usted fue utilizado por la Dipolcar y por sus superiores, y pese a ello sigue hablando con respeto de todos. Eso señor González, respeto, es lo que le hace falta a esta sociedad. Tal vez encuentre algo aburrido el trabajo, pero tendrá un sueldo seguro todos los meses. Le aconsejo que cuando su economía esté más estable saque algún seguro de vida a nombre de su familia, nunca está de más. Y bueno, si con los años le toma el gustito a este trabajo, puede que cuando decida retirarme le venda a un precio conveniente esta agencia.
—Gracias señor Benavides, le aseguro que no lo defraudaré. Buenas tardes, y gracias de nuevo.                                  

Pablo González llegó caminando a su casa, a algunas cuadras de lo que sería su nuevo empleo. Cuando llegó encontró a Marta, su esposa, parada en la puerta con su hija Mariana en brazos, para darle un largo y cariñoso beso de bienvenida.

—Qué bueno que llegaste, me tenías algo preocupada—dijo la joven mujer, que miraba con curiosidad la leve sonrisa que dejaba ver el rostro de su esposo—. ¿Ya terminó todo?
—No. De hecho acaba de empezar—respondió esperanzado el detective privado Pablo González.

FIN

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3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Que buena historia.

14 de mayo de 2013, 19:41  
Blogger Unknown said...

Una perfecta precuela...

15 de mayo de 2013, 0:13  
Blogger Don Paulo said...

Excelente. Mi dio nostalgia volver a leer del Detective P. Gonzaláz. Hay personaje para mucho más, Dr.
Saludos

16 de mayo de 2013, 2:31  

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