No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

sábado, 13 de julio de 2013

El caso de las hermanas gemelas



I

Ernesto Benavides venía de vuelta del centro, donde había ido a comprar rollos fotográficos para documentar los seguimientos que hacían con Pablo González en la agencia de detectives privados en la que ahora eran socios. Luego de la grave herida en su pierna le había costado reincorporarse al trabajo, pero pese a ello no le gustaba quedarse en casa haciendo nada. Cuando entró a la oficina, encontró a González mirando unas fotos que le había dejado una clienta.

—Hola Pablo, acá están los rollos que conseguí en el centro—dijo Benavides—. Con este asunto de la aparición de las cámaras digitales cada vez cuesta más conseguir material para trabajar.
—Gracias don Ernesto. Yo creo que en algún momento tendremos que comprar de esas camaritas, la gente está cada vez más metida en este cuento de internet, y en algún momento deberemos modernizarnos—respondió González—. Además, como esas cámaras no usan rollo, puede que al final hasta terminemos ahorrando.
—Sí, puede ser… bueno, lo veremos en su momento—dijo Benavides—. Ya, me voy de nuevo al centro, tengo que ir a buscar unas fotos que aún no estaban listas cuando pasé de vuelta para acá.
—Tómese su tiempo don Ernesto, el día ha estado flojo, y si llegara a aparecer alguien, yo me encargo.
—Pensaba ir corriendo—dijo Benavides, apoyando la mano en su pierna herida, lo que sacó una sonrisa a González—. Nos vemos más tarde.

Pablo González siguió revisando las fotos que le había dejado una clienta, que quería hacerle un seguimiento a su esposo, pues sentía que algo raro estaba pasando con él, y si tenía una relación paralela, necesitaba aclararlo lo antes posible para intentar salvar su matrimonio. La pareja se veía feliz en las fotografías, no había algún dejo de un sentimiento reprimido en las facciones de alguno de los dos, lo que lo hacía pensar en celos enfermizos de parte de ella, o de una relación paralela de años y que ya no generaba culpas en él. El detective, una vez que terminó de revisar todo el material, guardó todo en un sobre, y dado que no pasaba nada, empezó a dormitar una breve siesta. Algunos minutos después, algunos suaves golpes en la puerta lo despertaron: la clienta había vuelto a conversar del caso con González.

—Buenas tardes señora Pérez, adelante, asiento—dijo González, acomodando la silla de su clienta.
—Buenas tardes señor González, ¿revisó las fotos que le pasé?—preguntó directamente la mujer.
—Por supuesto, acabo de guardarlas recién—respondió González, pasándole el sobre a la mujer con el material que le había facilitado—. Se ven una pareja bastante feliz, ¿hace cuánto están casados?
—Nos conocemos hace cinco años y estamos casados hace cuatro—dijo Pérez—. Tenemos dos hijos, un niño de cuatro y una pequeñita de dos.
—¿Y hace cuánto se mudaron para acá?—preguntó González, seguro al ver las fotos que no eran oriundos del lugar por lo pálidos que se veían y la ausencia del acento y los rasgos propios de la gente nacida y criada en Atacama.
—Hace un poco menos de dos años, luego del nacimiento de la Martina—respondió la mujer—. Nosotros somos concesionarios de casinos, y nos ganamos la concesión de una empresa que le presta servicios a varias mineras de la región. Mi hermana vive cerca de acá hace años, y ella nos avisó de la licitación.
—¿Y cómo les ha ido, hay problemas económicos de por medio, demasiado estrés?—preguntó González, para saber la calidad de vida de su clienta.
—No nos podemos quejar, nos ha ido excelente, el trato con la gente es muy bueno, y nunca ha habido malos entendidos mayores, ni con nuestros empleadores ni con los proveedores—dijo la mujer.
—Bueno, vamos entonces a lo nuestro—dijo González, enderezándose en la silla—, ¿por qué piensa usted que su marido anda en malos pasos?
—Es que  ni siquiera sé si sean malos pasos… la verdad señor González es que mi marido anda muy extraño este último tiempo. Su mente… no funciona como antes.
—¿Podría ser un poco más concreta, señora Pérez?—preguntó González, sin lograr descifrar lo que su clienta decía.
—Mi marido a veces habla de cosas que hemos hecho y que no han sucedido, habla de lugares que hemos visitado que no conozco…—de pronto la mujer agachó la cabeza y se puso a llorar desconsoladamente.
—Tranquilícese señora Pérez—dijo González, acercándole una caja de pañuelos desechables—, entiendo que la situación es complicada, y que usted crea que las cosas que relata su marido las haya hecho con otra persona. De ser así, usted más adelante deberá buscar ayuda psiquiátrica para él, y algo de apoyo psicológico para usted. Debe comprender que si su marido está en un estado mental alterado, no es tan responsable de sus actos que digamos.
—El problema señor González es que me falta contarle una parte de la historia que es importantísima—dijo la mujer, secando sus lágrimas—. Yo… mi hermana es… es mi gemela.
—Ajá—dijo González, creyendo entender el razonamiento de su clienta—. Entonces debo entender que su marido anda con su hermana, sin saber que no es usted, ¿eso me quiere decir?
—Eso creo yo—respondió la mujer, algo más tranquila.
—La verdad no me queda muy claro, señora Pérez. Es muy difícil que después de tantos años su marido aún la confunda con su hermana.
—Si no tuviera ese problema de memoria que le conté, tal vez—argumentó la mujer—. Pero con esa memoria alterada dando vueltas, todo puede pasar.
—¿Cómo es la relación con su hermana, señora Pérez?—preguntó González, a sabiendas que la respuesta jamás sería “buena” o “normal”.
—Casi inexistente—respondió a secas la mujer.
—¿Y usted sabe por qué les avisó de la licitación?—preguntó González.
—La verdad no tengo idea, simplemente lo hizo, y gracias a ello estamos aquí, y en esta situación.
—Señora Pérez, ¿su marido se ausenta mucho de la casa o del trabajo?
—No, sólo lo que el trabajo obliga, cuando debe ir a hacer compras específicas de algún producto que nuestros proveedores no tienen en stock—respondió Pérez—. En general es malo para salir.
—¿Y a qué hora cree usted que su marido está con su hermana gemela?
—Supongo que aprovechan esos tiempos para juntarse… de pronto mi marido sale a comer fuera, y como almorzamos en horarios distintos para no descuidar la atención de la concesión, cada cual come donde se le antoja y por su cuenta—dijo la mujer.
—Bueno señora Pérez, ¿trajo el adelanto que le pedí?—preguntó González.
—Sí claro, acá está—dijo la mujer, entregándole a González un sobre con dinero en efectivo.
—Bien, empezaré ahora mismo con el seguimiento. En cuanto tenga novedades me comunicaré con usted, y si usted lo cree necesario, puede llamarme cuando quiera para ver el avance del caso—dijo González.
—Muchas gracias señor González, ojalá yo esté equivocada, pero estoy casi segura que no es así. Buenas tardes—dijo la mujer, estrechando la mano de González y retirándose de la oficina.
—Buenas tardes señora Pérez, estamos en contacto.

El detective González se quedó sentado en su silla, tratando de desenredar la poco coherente historia de la mujer. Había algo en su relato que lo llevaba a pensar que la mujer no le había contado la historia completa, pero en ese instante era incapaz de descubrir qué era; sólo los avances de la investigación le permitirían aclarar sus dudas.

II

Un hombre algo nervioso se paseaba por el hall de entrada de la empresa minera con un maletín algo ajado colgando de su mano derecha; llevaba puestos unos anteojos y vestía un terno más bien mal cuidado, con partes de tela bastante brillantes y un par de botones de las mangas menos. De pronto se acercó a él un guardia de seguridad que lo estaba mirando hacía un buen rato, al ver que el hombre parecía no ir hacia ningún lado.

—Buenos días señor, ¿qué necesita?—preguntó con voz gruesa y fuerte el guardia.
—Ehh… buenos días… no, buenas tardes, ya son las doce—dijo el hombre mirando su reloj—. Disculpe, ¿usted sabe dónde puedo comer por acá? Me citaron por una entrevista de trabajo y la persona que me iba a entrevistar… bueno, me dijeron cuando llegué que no vino, que estaba enferma de la guatita…
—¿La señora Marta, de contabilidad? Sí, en la mañana avisó que no vendría—dijo el guardia, mirando al hombre que parecía mirar a todos lados—. Siga por ese pasillo hasta el fondo, a mano izquierda, ahí está el casino de los funcionarios, pero también venden colaciones a visitantes. Y no son careros.
—Muchas gracias, se pasó—dijo Pablo González, tras sus lentes sin aumento y su caracterización para pasar desapercibido y poder hacer su trabajo con mayor tranquilidad.

González llegó al casino tratando de pasar desapercibido. Una rápida mirada al lugar le permitió encontrar de inmediato al esposo de la señora Pérez, quien estaba tras un gran ventanal que separaba la zona de preparación de los alimentos del lugar en que se servían las porciones; por más que buscó, no encontró por ninguna parte a su clienta. De inmediato se acercó al autoservicio para poner en práctica su plan de acción: luego de pedir una colación se dirigió a una mesa, y sin que nadie lo notara dejó caer en el plato un cabello largo, del mismo color y tamaño que el de la señora Pérez. Un par de minutos después, y luego de hacer un par de muecas de asco, se acercó al mesón y pidió hablar con el administrador.

—Buenas tardes señor ¿en qué lo puedo ayudar?—dijo el marido de su clienta.
—Buenas tardes señor… Matamala—dijo González, leyendo la identificación del concesionario—, mire lo que apareció en mi colación, señor. Parece que la gente que trabaja con usted no sigue bien las medidas de higiene.
—Mil disculpas señor, esto no había sucedido nunca en nuestro casino—dijo Matamala, con cara de desagrado—. De inmediato le reembolsaremos el dinero. Lo único que puedo decir en nuestra defensa es que nadie del personal es dueño de ese cabello, porque todos usan acá gorro para manipular alimentos, y las funcionarias de hoy día tienen todas el pelo corto. Lo más probable es que ese cabello viene de alguno de nuestros proveedores, y no lo notamos a tiempo.
—Pero puede haber alguien de administración que tenga el pelo así de largo…
—No señor, ninguna de las trabajadoras, o del personal administrativo, tiene el cabello tan largo. Es más, nadie siquiera de otro de los turnos, o del personal interno de la minera, usa el cabello así. Le reitero mis disculpas por no haber visto esta asquerosidad a tiempo, pero le doy mi palabra que este cabello no es de acá—dijo Matamala.
—Está bien, no hay problema. Creo que deberé comer en otro lado entonces. Gracias señor Matamala—dijo González, recogiendo su maletín y acomodando sus falsos anteojos.

Esa misma tarde Pablo González estaba al volante del viejo Kia Pop que había comprado a crédito cuando aún era funcionario de carabineros, y que había alcanzado a pagar antes de ser dado de baja. El vehículo, por lo poco llamativo, era ideal para los seguimientos que debía hacer, pues era casi invisible en medio de los gigantescos todo terrenos que usaban los trabajadores de las empresas mineras. En cuanto vio salir a Matamala encendió el motor y empezó a seguirlo, hasta dar con una casa de grandes dimensiones, pese a lo cual se destacaba por su austeridad y buen gusto; el marido de su clienta se bajó a abrir la reja para guardar el vehículo; una vez dentro se dirigió a la casa, siendo recibido por un niño pequeño que se colgó de él en cuanto abrió la puerta de entrada.

González estaba algo confundido, pues el domicilio en el que estaba no se correspondía con la dirección que su clienta le había dado. La historia se hizo más confusa cuando vio llegar a una mujer añosa a la reja quien tocó el timbre y entró, para que a los pocos minutos su clienta junto a su marido salieran de la mano, se subieran al vehículo y condujeran hasta el centro de la ciudad, a un conocido y concurrido restaurante. Un par de horas después la pareja se dirigió en su vehículo a una disco que quedaba cerca del lugar, de la cual no salieron hasta casi el amanecer del día siguiente. Algunas horas después, cerca de las diez de la mañana, Matamala salió del domicilio en el vehículo, llevándose con él a la mujer añosa que se había quedado la noche anterior al cuidado de los niños. Las respuestas parecían cada vez más lejanas, y González no estaba dispuesto a seguir en el caso hasta tener claro de qué se trataba todo lo que estaba ocurriendo; luego de sopesar todo lo que había pasado en el seguimiento, había llegado la hora de tomar el toro por las astas.

III

Pablo González estaba en la oficina ordenando las fotografías del caso, para entregarle su informe a la señora Pérez, la cual llegaría en cualquier momento. Una vez que tuvo todo listo, se sirvió un café para hacer la espera más llevadera, y terminar luego con esa investigación, para ponerse al día con el resto de los casos. Un par de minutos después que el detective terminó de tomarse el café, la mujer apareció en su oficina.

—Buenos días señora Pérez, adelante, asiento—dijo González, poniéndose de pie y acomodando la silla de su clienta.
—Buenos días señor González. Gracias por llamarme tan pronto, veo que es extremadamente eficiente en su trabajo—dijo la mujer, sonriendo—. Cuénteme, ¿qué novedades me tiene?
—Muchísimas, señora…María Millar—dijo González, abriendo su carpeta y revisando el primer papel que había dentro de la carpeta que contenía el resultado de la investigación.
—¿Qué…? No entiendo a qué se refiere, ni quién es esa persona que…
—Acá está una fotocopia de su carnet de identidad—interrumpió González—, ¿sabe cómo lo conseguí?
—Supongo que en el registro civil…
—No señora Millar, el registro civil no facilita información a privados. La fotocopia me la facilitó Ana Millar, ¿le suena el nombre?—preguntó González.
—Veo que encontró a mi hermana—dijo la mujer—. Ella es la que se está aprovechando de mi marido por su estado de enajenación mental.
—Es interesante esa historia—dijo González—, porque no tiene nada que ver con la que ella me contó.
—Por supuesto, si mi hermana tiene convencido a mi marido de…
—Señora Millar, es suficiente—dijo enojado González—. Ayer fui al casino donde trabaja el señor Matamala, lo seguí a su casa, lo vi junto a sus hijos, vi llegar a la nana, vi cuando salieron a comer y bailar. Ellos son una familia completamente normal.
—Usted no entiende…
—Ayer me decidí a hablar con la supuesta usurpadora, y resultó que toda la historia que usted me contó es cierta, con la única salvedad que la gemela que les consiguió el dato de la concesión a su hermana y su esposo es usted—dijo González.
—Señor González, está cometiendo un error terrible, mi hermana…
—Y si estoy cometiendo un error terrible, ¿por qué aparece usted en la lista de buscados de la Policía de Investigaciones?—preguntó González, mirando a los ojos a la ahora asustada mujer.
—Por favor señor González, créame, mi hermana se está aprovechando…
—¿Señora Ana María del Pilar Millar Echeverría?—preguntó una voz de mujer tras la clienta de González—. Policía de Investigaciones, queda detenida por el delito de falsa identidad, intento de chantaje, e intento de secuestro. Por favor, acompáñenos—agregó la inspectora, tomando por el brazo a la mujer, quien no opuso resistencia.
—Están cometiendo el error más grande de sus vidas, esta maldita perra…
—Es mejor que guarde silencio señora Millar, por su bien—dijo González, mientras la mujer era sacada de su oficina y subida al vehículo policial.
—Señor González, se lo ruego, revise las fotos una vez más…—dijo Ana María Millar, antes que el vehículo policial emprendiera el viaje al cuartel.

Pablo González se sentó en su silla, y sacó nuevamente las fotos, para volver a mirar los detalles del extraño caso. Algunos minutos después Héctor Matamala, el concesionario del casino de la empresa minera, entró tímidamente a la oficina.

—¿Señor González?—preguntó con voz temblorosa.
—Adelante señor Matamala, pase por favor, asiento—dijo González, estrechando la mano del nervioso hombre—. ¿Cómo se siente?
—Mal señor González, esta situación es lo más extraño que me ha tocado vivir—dijo el hombre, que en cuanto vio un cenicero con un par de colillas encendió un cigarrillo y empezó a fumar apresuradamente—. ¿Cómo se dio cuenta de lo que estaba pasando?
—La historia de la señora Pérez y su supuesta hermana gemela obsesiva era demasiado extraña, así es que antes de empezar a gastar recursos en un seguimiento como tal, decidí visitarlo encubierto en su casino para poder ver en dónde vivía en realidad—dijo González, guardando las fotos en el sobre que había traído la mujer—. Cuando llegué a su domicilio me contacté con un amigo que tengo en el conservador de bienes raíces, quien averiguó a nombre de quién estaba esta casa: ahí apareció el verdadero nombre de su esposa, junto al suyo. Pero también en ese instante apareció el aviso de búsqueda por parte de la Policía de Investigaciones, los que me contactaron para que les explicara el por qué de mi interés en el caso. La inspectora a cargo entonces me contó que no eran dos sino una sola persona, que usaba sus dos nombres como identidades aparte, Ana y María, y que en los antecedentes figuraba el trastorno de personalidad de su esposa, el que se había mantenido estable, hasta ahora.
—No lo entiendo, no entiendo nada de esto—dijo Matamala.
—De hecho necesitaba confirmar la situación, y con el permiso de la inspectora me entrevisté con su esposa, quien no me reconoció, y me pasó la fotocopia de la falsa identidad de la gemela—dijo González, mostrándole a Matamala las fotocopias de las dos cédulas de identidad que tenía su esposa, aparte de la real—. Con eso confirmamos que era la persona que ellos estaban buscando, y nos pusimos de acuerdo para hacer la detención aquí, lejos de sus hijos.
—Es que aún no lo puedo creer, ¿cómo nunca me di cuenta…?
—Es difícil de creer y de entender en realidad—dijo González, mientras miraba al cabizbajo hombre—, de hecho si no hubiera contactado a mi amigo del conservador de bienes raíces, o su esposa no hubiera usado la misma ropa después que usted salió de su casa esa mañana, que cuando me trajo las fotos en la primera entrevista, jamás hubiera sabido que era la misma persona.
—¿Pero cómo no me di cuenta de su enfermedad mental? Estuve casado cinco años con ella, y ahora resulta que está detenida por varios delitos…—dijo angustiado Matamala.
—Tiene que entender que los delitos que cometió fueron antes que ustedes se conocieran, y lo más probable es que hayan sido provocados por su enfermedad mental—respondió González—. Lo que la inspectora sospecha es que la vida en pareja haya estabilizado su cuadro, y la decisión de trasladarse de ciudad y de modo de vida lo haya reactivado. Ahora viene un proceso largo, que requerirá de su ayuda para demostrar que su esposa es inimputable, y que más que una cárcel necesita del apoyo de una clínica psiquiátrica y del cariño de su familia para salir adelante. Debe entender señor Matamala que aquí no hay maldad sino enfermedad.
—No sé si pueda hacerlo…
—No puede, debe hacerlo, recuerde a sus hijos—dijo González en tono paternalista—. De hecho le recomiendo que busque lo antes posible ayuda psiquiátrica para usted y sus hijos. Ustedes tienen que salir adelante, y para eso necesitarán apoyo profesional. Y si alguna vez decide que la madre de sus hijos puede volver a ejercer esa labor, usted y sus hijos deben estar preparados para esa determinación.
—Gracias señor González, trataré de seguir mi camino con mis hijos, y de ayudar a que mi esposa mejore lo antes posible. No dejaré que mi familia se desarme por culpa de esta enfermedad—dijo Matamala, poniéndose de pie y despidiéndose de Pablo González, para empezar a recorrer la nueva vida que el destino le había impuesto.

FIN

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