I
Ernesto Benavides venía de vuelta del centro,
donde había ido a comprar rollos fotográficos para documentar los seguimientos
que hacían con Pablo González en la agencia de detectives privados en la que
ahora eran socios. Luego de la grave herida en su pierna le había costado
reincorporarse al trabajo, pero pese a ello no le gustaba quedarse en casa
haciendo nada. Cuando entró a la oficina, encontró a González mirando unas
fotos que le había dejado una clienta.
—Hola Pablo, acá están los rollos que conseguí en
el centro—dijo Benavides—. Con este asunto de la aparición de las cámaras
digitales cada vez cuesta más conseguir material para trabajar.
—Gracias don Ernesto. Yo creo que en algún momento
tendremos que comprar de esas camaritas, la gente está cada vez más metida en
este cuento de internet, y en algún momento deberemos modernizarnos—respondió
González—. Además, como esas cámaras no usan rollo, puede que al final hasta
terminemos ahorrando.
—Sí, puede ser… bueno, lo veremos en su
momento—dijo Benavides—. Ya, me voy de nuevo al centro, tengo que ir a buscar
unas fotos que aún no estaban listas cuando pasé de vuelta para acá.
—Tómese su tiempo don Ernesto, el día ha estado
flojo, y si llegara a aparecer alguien, yo me encargo.
—Pensaba ir corriendo—dijo Benavides, apoyando la
mano en su pierna herida, lo que sacó una sonrisa a González—. Nos vemos más
tarde.
Pablo González siguió revisando las fotos que le
había dejado una clienta, que quería hacerle un seguimiento a su esposo, pues
sentía que algo raro estaba pasando con él, y si tenía una relación paralela,
necesitaba aclararlo lo antes posible para intentar salvar su matrimonio. La
pareja se veía feliz en las fotografías, no había algún dejo de un sentimiento
reprimido en las facciones de alguno de los dos, lo que lo hacía pensar en
celos enfermizos de parte de ella, o de una relación paralela de años y que ya
no generaba culpas en él. El detective, una vez que terminó de revisar todo el
material, guardó todo en un sobre, y dado que no pasaba nada, empezó a dormitar
una breve siesta. Algunos minutos después, algunos suaves golpes en la puerta
lo despertaron: la clienta había vuelto a conversar del caso con González.
—Buenas tardes señora Pérez, adelante,
asiento—dijo González, acomodando la silla de su clienta.
—Buenas tardes señor González, ¿revisó las fotos
que le pasé?—preguntó directamente la mujer.
—Por supuesto, acabo de guardarlas
recién—respondió González, pasándole el sobre a la mujer con el material que le
había facilitado—. Se ven una pareja bastante feliz, ¿hace cuánto están
casados?
—Nos conocemos hace cinco años y estamos casados
hace cuatro—dijo Pérez—. Tenemos dos hijos, un niño de cuatro y una pequeñita
de dos.
—¿Y hace cuánto se mudaron para acá?—preguntó
González, seguro al ver las fotos que no eran oriundos del lugar por lo pálidos
que se veían y la ausencia del acento y los rasgos propios de la gente nacida y
criada en Atacama.
—Hace un poco menos de dos años, luego del
nacimiento de la Martina—respondió la mujer—. Nosotros somos concesionarios de
casinos, y nos ganamos la concesión de una empresa que le presta servicios a
varias mineras de la región. Mi hermana vive cerca de acá hace años, y ella nos
avisó de la licitación.
—¿Y cómo les ha ido, hay problemas económicos de
por medio, demasiado estrés?—preguntó González, para saber la calidad de vida
de su clienta.
—No nos podemos quejar, nos ha ido excelente, el
trato con la gente es muy bueno, y nunca ha habido malos entendidos mayores, ni
con nuestros empleadores ni con los proveedores—dijo la mujer.
—Bueno, vamos entonces a lo nuestro—dijo González,
enderezándose en la silla—, ¿por qué piensa usted que su marido anda en malos
pasos?
—Es que ni
siquiera sé si sean malos pasos… la verdad señor González es que mi marido anda
muy extraño este último tiempo. Su mente… no funciona como antes.
—¿Podría ser un poco más concreta, señora
Pérez?—preguntó González, sin lograr descifrar lo que su clienta decía.
—Mi marido a veces habla de cosas que hemos hecho
y que no han sucedido, habla de lugares que hemos visitado que no conozco…—de
pronto la mujer agachó la cabeza y se puso a llorar desconsoladamente.
—Tranquilícese señora Pérez—dijo González,
acercándole una caja de pañuelos desechables—, entiendo que la situación es
complicada, y que usted crea que las cosas que relata su marido las haya hecho
con otra persona. De ser así, usted más adelante deberá buscar ayuda
psiquiátrica para él, y algo de apoyo psicológico para usted. Debe comprender
que si su marido está en un estado mental alterado, no es tan responsable de
sus actos que digamos.
—El problema señor González es que me falta
contarle una parte de la historia que es importantísima—dijo la mujer, secando
sus lágrimas—. Yo… mi hermana es… es mi gemela.
—Ajá—dijo González, creyendo entender el
razonamiento de su clienta—. Entonces debo entender que su marido anda con su
hermana, sin saber que no es usted, ¿eso me quiere decir?
—Eso creo yo—respondió la mujer, algo más
tranquila.
—La verdad no me queda muy claro, señora Pérez. Es
muy difícil que después de tantos años su marido aún la confunda con su
hermana.
—Si no tuviera ese problema de memoria que le
conté, tal vez—argumentó la mujer—. Pero con esa memoria alterada dando vueltas,
todo puede pasar.
—¿Cómo es la relación con su hermana, señora
Pérez?—preguntó González, a sabiendas que la respuesta jamás sería “buena” o
“normal”.
—Casi inexistente—respondió a secas la mujer.
—¿Y usted sabe por qué les avisó de la
licitación?—preguntó González.
—La verdad no tengo idea, simplemente lo hizo, y
gracias a ello estamos aquí, y en esta situación.
—Señora Pérez, ¿su marido se ausenta mucho de la
casa o del trabajo?
—No, sólo lo que el trabajo obliga, cuando debe ir
a hacer compras específicas de algún producto que nuestros proveedores no
tienen en stock—respondió Pérez—. En general es malo para salir.
—¿Y a qué hora cree usted que su marido está con
su hermana gemela?
—Supongo que aprovechan esos tiempos para
juntarse… de pronto mi marido sale a comer fuera, y como almorzamos en horarios
distintos para no descuidar la atención de la concesión, cada cual come donde
se le antoja y por su cuenta—dijo la mujer.
—Bueno señora Pérez, ¿trajo el adelanto que le
pedí?—preguntó González.
—Sí claro, acá está—dijo la mujer, entregándole a
González un sobre con dinero en efectivo.
—Bien, empezaré ahora mismo con el seguimiento. En
cuanto tenga novedades me comunicaré con usted, y si usted lo cree necesario,
puede llamarme cuando quiera para ver el avance del caso—dijo González.
—Muchas gracias señor González, ojalá yo esté
equivocada, pero estoy casi segura que no es así. Buenas tardes—dijo la mujer,
estrechando la mano de González y retirándose de la oficina.
—Buenas tardes señora Pérez, estamos en contacto.
El detective González se quedó sentado en su
silla, tratando de desenredar la poco coherente historia de la mujer. Había
algo en su relato que lo llevaba a pensar que la mujer no le había contado la
historia completa, pero en ese instante era incapaz de descubrir qué era; sólo
los avances de la investigación le permitirían aclarar sus dudas.
II
Un hombre algo nervioso se paseaba por el hall de
entrada de la empresa minera con un maletín algo ajado colgando de su mano
derecha; llevaba puestos unos anteojos y vestía un terno más bien mal cuidado,
con partes de tela bastante brillantes y un par de botones de las mangas menos.
De pronto se acercó a él un guardia de seguridad que lo estaba mirando hacía un
buen rato, al ver que el hombre parecía no ir hacia ningún lado.
—Buenos días señor, ¿qué necesita?—preguntó con
voz gruesa y fuerte el guardia.
—Ehh… buenos días… no, buenas tardes, ya son las
doce—dijo el hombre mirando su reloj—. Disculpe, ¿usted sabe dónde puedo comer
por acá? Me citaron por una entrevista de trabajo y la persona que me iba a
entrevistar… bueno, me dijeron cuando llegué que no vino, que estaba enferma de
la guatita…
—¿La señora Marta, de contabilidad? Sí, en la
mañana avisó que no vendría—dijo el guardia, mirando al hombre que parecía
mirar a todos lados—. Siga por ese pasillo hasta el fondo, a mano izquierda,
ahí está el casino de los funcionarios, pero también venden colaciones a
visitantes. Y no son careros.
—Muchas gracias, se pasó—dijo Pablo González, tras
sus lentes sin aumento y su caracterización para pasar desapercibido y poder
hacer su trabajo con mayor tranquilidad.
González llegó al casino tratando de pasar
desapercibido. Una rápida mirada al lugar le permitió encontrar de inmediato al
esposo de la señora Pérez, quien estaba tras un gran ventanal que separaba la
zona de preparación de los alimentos del lugar en que se servían las porciones;
por más que buscó, no encontró por ninguna parte a su clienta. De inmediato se
acercó al autoservicio para poner en práctica su plan de acción: luego de pedir
una colación se dirigió a una mesa, y sin que nadie lo notara dejó caer en el
plato un cabello largo, del mismo color y tamaño que el de la señora Pérez. Un
par de minutos después, y luego de hacer un par de muecas de asco, se acercó al
mesón y pidió hablar con el administrador.
—Buenas tardes señor ¿en qué lo puedo ayudar?—dijo
el marido de su clienta.
—Buenas tardes señor… Matamala—dijo González,
leyendo la identificación del concesionario—, mire lo que apareció en mi
colación, señor. Parece que la gente que trabaja con usted no sigue bien las
medidas de higiene.
—Mil disculpas señor, esto no había sucedido nunca
en nuestro casino—dijo Matamala, con cara de desagrado—. De inmediato le
reembolsaremos el dinero. Lo único que puedo decir en nuestra defensa es que nadie
del personal es dueño de ese cabello, porque todos usan acá gorro para
manipular alimentos, y las funcionarias de hoy día tienen todas el pelo corto.
Lo más probable es que ese cabello viene de alguno de nuestros proveedores, y
no lo notamos a tiempo.
—Pero puede haber alguien de administración que
tenga el pelo así de largo…
—No señor, ninguna de las trabajadoras, o del
personal administrativo, tiene el cabello tan largo. Es más, nadie siquiera de
otro de los turnos, o del personal interno de la minera, usa el cabello así. Le
reitero mis disculpas por no haber visto esta asquerosidad a tiempo, pero le
doy mi palabra que este cabello no es de acá—dijo Matamala.
—Está bien, no hay problema. Creo que deberé comer
en otro lado entonces. Gracias señor Matamala—dijo González, recogiendo su
maletín y acomodando sus falsos anteojos.
Esa misma tarde Pablo González estaba al volante
del viejo Kia Pop que había comprado a crédito cuando aún era funcionario de
carabineros, y que había alcanzado a pagar antes de ser dado de baja. El
vehículo, por lo poco llamativo, era ideal para los seguimientos que debía
hacer, pues era casi invisible en medio de los gigantescos todo terrenos que
usaban los trabajadores de las empresas mineras. En cuanto vio salir a Matamala
encendió el motor y empezó a seguirlo, hasta dar con una casa de grandes
dimensiones, pese a lo cual se destacaba por su austeridad y buen gusto; el
marido de su clienta se bajó a abrir la reja para guardar el vehículo; una vez
dentro se dirigió a la casa, siendo recibido por un niño pequeño que se colgó
de él en cuanto abrió la puerta de entrada.
González estaba algo confundido, pues el domicilio
en el que estaba no se correspondía con la dirección que su clienta le había
dado. La historia se hizo más confusa cuando vio llegar a una mujer añosa a la
reja quien tocó el timbre y entró, para que a los pocos minutos su clienta
junto a su marido salieran de la mano, se subieran al vehículo y condujeran
hasta el centro de la ciudad, a un conocido y concurrido restaurante. Un par de
horas después la pareja se dirigió en su vehículo a una disco que quedaba cerca
del lugar, de la cual no salieron hasta casi el amanecer del día siguiente.
Algunas horas después, cerca de las diez de la mañana, Matamala salió del
domicilio en el vehículo, llevándose con él a la mujer añosa que se había
quedado la noche anterior al cuidado de los niños. Las respuestas parecían cada
vez más lejanas, y González no estaba dispuesto a seguir en el caso hasta tener
claro de qué se trataba todo lo que estaba ocurriendo; luego de sopesar todo lo
que había pasado en el seguimiento, había llegado la hora de tomar el toro por
las astas.
III
Pablo González estaba en la oficina ordenando las
fotografías del caso, para entregarle su informe a la señora Pérez, la cual llegaría
en cualquier momento. Una vez que tuvo todo listo, se sirvió un café para hacer
la espera más llevadera, y terminar luego con esa investigación, para ponerse
al día con el resto de los casos. Un par de minutos después que el detective
terminó de tomarse el café, la mujer apareció en su oficina.
—Buenos días señora Pérez, adelante, asiento—dijo
González, poniéndose de pie y acomodando la silla de su clienta.
—Buenos días señor González. Gracias por llamarme
tan pronto, veo que es extremadamente eficiente en su trabajo—dijo la mujer,
sonriendo—. Cuénteme, ¿qué novedades me tiene?
—Muchísimas, señora…María Millar—dijo González,
abriendo su carpeta y revisando el primer papel que había dentro de la carpeta
que contenía el resultado de la investigación.
—¿Qué…? No entiendo a qué se refiere, ni quién es
esa persona que…
—Acá está una fotocopia de su carnet de
identidad—interrumpió González—, ¿sabe cómo lo conseguí?
—Supongo que en el registro civil…
—No señora Millar, el registro civil no facilita
información a privados. La fotocopia me la facilitó Ana Millar, ¿le suena el
nombre?—preguntó González.
—Veo que encontró a mi hermana—dijo la mujer—.
Ella es la que se está aprovechando de mi marido por su estado de enajenación
mental.
—Es interesante esa historia—dijo González—, porque
no tiene nada que ver con la que ella me contó.
—Por supuesto, si mi hermana tiene convencido a mi
marido de…
—Señora Millar, es suficiente—dijo enojado
González—. Ayer fui al casino donde trabaja el señor Matamala, lo seguí a su
casa, lo vi junto a sus hijos, vi llegar a la nana, vi cuando salieron a comer
y bailar. Ellos son una familia completamente normal.
—Usted no entiende…
—Ayer me decidí a hablar con la supuesta
usurpadora, y resultó que toda la historia que usted me contó es cierta, con la
única salvedad que la gemela que les consiguió el dato de la concesión a su
hermana y su esposo es usted—dijo González.
—Señor González, está cometiendo un error
terrible, mi hermana…
—Y si estoy cometiendo un error terrible, ¿por qué
aparece usted en la lista de buscados de la Policía de
Investigaciones?—preguntó González, mirando a los ojos a la ahora asustada
mujer.
—Por favor señor González, créame, mi hermana se
está aprovechando…
—¿Señora Ana María del Pilar Millar Echeverría?—preguntó
una voz de mujer tras la clienta de González—. Policía de Investigaciones,
queda detenida por el delito de falsa identidad, intento de chantaje, e intento
de secuestro. Por favor, acompáñenos—agregó la inspectora, tomando por el brazo
a la mujer, quien no opuso resistencia.
—Están cometiendo el error más grande de sus vidas,
esta maldita perra…
—Es mejor que guarde silencio señora Millar, por
su bien—dijo González, mientras la mujer era sacada de su oficina y subida al
vehículo policial.
—Señor González, se lo ruego, revise las fotos una
vez más…—dijo Ana María Millar, antes que el vehículo policial emprendiera el
viaje al cuartel.
Pablo González se sentó en su silla, y sacó
nuevamente las fotos, para volver a mirar los detalles del extraño caso. Algunos
minutos después Héctor Matamala, el concesionario del casino de la empresa
minera, entró tímidamente a la oficina.
—¿Señor González?—preguntó con voz temblorosa.
—Adelante señor Matamala, pase por favor,
asiento—dijo González, estrechando la mano del nervioso hombre—. ¿Cómo se
siente?
—Mal señor González, esta situación es lo más
extraño que me ha tocado vivir—dijo el hombre, que en cuanto vio un cenicero
con un par de colillas encendió un cigarrillo y empezó a fumar
apresuradamente—. ¿Cómo se dio cuenta de lo que estaba pasando?
—La historia de la señora Pérez y su supuesta hermana
gemela obsesiva era demasiado extraña, así es que antes de empezar a gastar
recursos en un seguimiento como tal, decidí visitarlo encubierto en su casino
para poder ver en dónde vivía en realidad—dijo González, guardando las fotos en
el sobre que había traído la mujer—. Cuando llegué a su domicilio me contacté
con un amigo que tengo en el conservador de bienes raíces, quien averiguó a
nombre de quién estaba esta casa: ahí apareció el verdadero nombre de su esposa,
junto al suyo. Pero también en ese instante apareció el aviso de búsqueda por
parte de la Policía de Investigaciones, los que me contactaron para que les
explicara el por qué de mi interés en el caso. La inspectora a cargo entonces
me contó que no eran dos sino una sola persona, que usaba sus dos nombres como
identidades aparte, Ana y María, y que en los antecedentes figuraba el
trastorno de personalidad de su esposa, el que se había mantenido estable, hasta
ahora.
—No lo entiendo, no entiendo nada de esto—dijo
Matamala.
—De hecho necesitaba confirmar la situación, y con
el permiso de la inspectora me entrevisté con su esposa, quien no me reconoció,
y me pasó la fotocopia de la falsa identidad de la gemela—dijo González,
mostrándole a Matamala las fotocopias de las dos cédulas de identidad que tenía
su esposa, aparte de la real—. Con eso confirmamos que era la persona que ellos
estaban buscando, y nos pusimos de acuerdo para hacer la detención aquí, lejos
de sus hijos.
—Es que aún no lo puedo creer, ¿cómo nunca me di
cuenta…?
—Es difícil de creer y de entender en
realidad—dijo González, mientras miraba al cabizbajo hombre—, de hecho si no
hubiera contactado a mi amigo del conservador de bienes raíces, o su esposa no
hubiera usado la misma ropa después que usted salió de su casa esa mañana, que
cuando me trajo las fotos en la primera entrevista, jamás hubiera sabido que
era la misma persona.
—¿Pero cómo no me di cuenta de su enfermedad
mental? Estuve casado cinco años con ella, y ahora resulta que está detenida
por varios delitos…—dijo angustiado Matamala.
—Tiene que entender que los delitos que cometió
fueron antes que ustedes se conocieran, y lo más probable es que hayan sido
provocados por su enfermedad mental—respondió González—. Lo que la inspectora
sospecha es que la vida en pareja haya estabilizado su cuadro, y la decisión de
trasladarse de ciudad y de modo de vida lo haya reactivado. Ahora viene un
proceso largo, que requerirá de su ayuda para demostrar que su esposa es
inimputable, y que más que una cárcel necesita del apoyo de una clínica
psiquiátrica y del cariño de su familia para salir adelante. Debe entender
señor Matamala que aquí no hay maldad sino enfermedad.
—No sé si pueda hacerlo…
—No puede, debe hacerlo, recuerde a sus hijos—dijo
González en tono paternalista—. De hecho le recomiendo que busque lo antes
posible ayuda psiquiátrica para usted y sus hijos. Ustedes tienen que salir
adelante, y para eso necesitarán apoyo profesional. Y si alguna vez decide que
la madre de sus hijos puede volver a ejercer esa labor, usted y sus hijos deben
estar preparados para esa determinación.
—Gracias señor González, trataré de seguir mi
camino con mis hijos, y de ayudar a que mi esposa mejore lo antes posible. No
dejaré que mi familia se desarme por culpa de esta enfermedad—dijo Matamala,
poniéndose de pie y despidiéndose de Pablo González, para empezar a recorrer la
nueva vida que el destino le había impuesto.
FIN
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