I
Pablo González estaba fuera de la oficina lavando
su viejo pero bien mantenido Kia Pop. Pese a los años, el vehículo casi no
tenía problemas, y para el uso que le daba su rendimiento resultaba bastante
económico. La economía no estaba en su mejor pie en ese instante por la escasez
de clientes, por lo cual debía extremar recursos para ajustarse al exiguo
presupuesto que manejaba, y no poner en riesgo el sustento de su familia. Pese
a todo, González era un agradecido de la vida, pues no obstante las
dificultades, nunca había dejado de proveer lo necesario para su hogar, aparte
del amor que reinaba en su joven familia.
Media hora más tarde, González se aprestaba a ir a
su casa, luego de esperar pacientemente a que alguien apareciera a pedir sus
servicios, cosa que nunca sucedió. Cuando ya tenía todo cerrado, decidió pasar
al bar de su ex jefe y ex socio Ernesto Benavides y su señora Antonieta Garrido,
para tomar un combinado y disfrutar de una amena charla. En cuanto entró fue
saludado cariñosamente por la pareja, quienes se aprestaban para retirarse del
lugar. De pronto Garrido miró hacia una mesa en que esperaba sentada una vieja
mujer.
—Dios mío Ernesto, se nos olvidó la
Filomena—exclamó la mujer.
—¿Qué Filomena? Ah chucha, la señora Filomena—dijo
Benavides.
—¿Qué les pasó, se les olvidó la señora en la
mesa?—dijo González, divertido.
—La señora Filomena es una abuelita buena onda,
que viene a tomarse un trago viejo de vez en cuando—dijo Benavides—. A veces
está acompañada, otras demasiado sola.
—Habíamos quedado con Ernesto de acompañarla un
rato, pero de verdad que se nos olvidó—agregó Garrido—. Y ahora viene para acá.
—¿Les viene a cobrar sentimientos?—preguntó
González.
—No, no le habíamos dicho, simplemente se nos
olvidó—dijo Benavides.
—Hola señora Filomena—dijo Garrido, abrazando a la
añosa mujer.
—Hola hijita, ¿cómo estás?—dijo la anciana, para
luego girar y abrazar a Benavides—Y usted Ernesto, ¿cómo ha estado?
—Bien señora Filomena, justamente nos estábamos
acordando de usted—respondió Benavides.
—Y este chiquillo es amigo de ustedes?—preguntó la
mujer, refiriéndose a González.
—Buenas tardes, mi nombre es Pablo González y sí,
soy amigo de la familia hace algunos años—respondió González poniéndose de pie
y estrechando la mano de la mujer.
—Ya que no me presentan, mi nombre es Filomena
Almonacid—dijo la mujer, para luego girar nuevamente hacia Benavides—. Oiga
Ernesto, necesito pedirle una ayudita, como usted fue detective privado…
—Es que yo ya estoy retirado hace años, doña
Filomena—dijo Benavides—. Pero el señor González es quien quedó a cargo de mi
vieja oficina, tal vez él la pueda ayudar.
—Es que me da no sé qué molestar a alguien a quien
no conozco—dijo Almonacid.
—Cuénteme qué le pasa, y veré si le puedo dar un consejo,
señora Filomena—dijo González, viendo en los rostros del matrimonio una
expresión de agradecimiento al dejar a la mujer acompañada y poder volver a su
hogar.
—Bueno, nosotros los dejamos, buenas tardes—dijo
Garrido, mientras la pareja se despedía de la anciana y el detective.
Pablo González quedó en la pequeña mesita del bar
junto a Filomena Almonacid. La mujer parecía ser octogenaria, de ojos vivaces y
sonrisa amable, con ropa pasada de moda pero bien cuidada y limpia, y llevaba
en su mano derecha una pequeña copa con una sombrilla de adorno.
—Bueno señora Filomena, ¿en qué la puedo
ayudar?—dijo González, mirando con curiosidad a la mujer.
—Le cuento señor González. Tengo una casa vieja,
la única herencia grande que le dejaré a mis hijos; el resto de las cosas,
todo, son más que nada chucherías—dijo Almonacid—. Pero hay algunas de esas
chucherías que están desapareciendo de mi casa, muy lentamente, y eso me tiene
un poco angustiada.
—¿Qué está desapareciendo de su casa?—preguntó
González, empezando de inmediato a dudar del estado mental de la anciana.
—Mi abuela me heredó un viejo juego de cubiertos,
que según ella eran de plata, pero que en realidad no parecen más que una
imitación de alpaca—dijo la mujer—. El juego viene en una maleta de madera con
terciopelo, donde viene el espacio preciso para cada pieza. Bueno, desde hace
algunos meses, están empezando a desaparecer de la caja de a poquitito, como
para que no se note.
—A ver, vamos por partes, ¿está segura de no estar
usando usted esas piezas y que luego no recuerda dónde las dejó?—preguntó de
inmediato González.
—No, yo no uso esos cubiertos, son el único
recuerdo de mi abuelita—dijo la mujer—. Esas piezas tienen más de ciento
ochenta años, y deben estar oxidadas. Yo tengo un servicio que me trajo una
nieta, con mangos de color rosado, muy bonitos.
—Y si no usa regularmente las piezas, ¿cómo se dio
cuenta que le faltaban algunas?
—Señor González, no tengo muchos quehaceres
durante el día. A veces para matar el tiempo, saco mis recuerdos y los reviso,
los miro, los atesoro y los sueño—dijo Almonacid.
—Ya veo… ahora, si es del siglo diecinueve, lo más
probable es que sí sean de plata, porque en esa época era común usar ese tipo
de metales—dijo González—. ¿Sus cubiertos son muy pesados?
—Sí, bastante… en verdad no había pensado que
pudiera ser plata pura… de hecho tampoco me importa, lo que me importa es que
es el único recuerdo de mi abuela, y que de a poco se escapa de mis manos—dijo
la mujer, con voz algo angustiada.
—Claro, la entiendo bien—dijo González—. ¿Usted
vive con alguien, señora Filomena?
—No, vivo sola. Yo enviudé hace cinco años, y
desde esa fecha la gente parece turnarse para acompañarme—dijo Almonacid—. Mis
hijos han tratado muchas veces de convencerme que me vaya a vivir con ellos, pero
la verdad es que no quiero, me siento bien tal y como estoy. Ellos le pagan a
una señora que vaya a hacer las cosas más pesadas de la casa tres veces a la
semana, y el resto del tiempo siempre aparece alguien a visitarme, y a ayudarme
a matar el tiempo.
—Qué bien, se nota que su gente la quiere—dijo
González—. Y aparte de venir acá de vez en cuando, ¿hace alguna otra salida?
—De vez en cuando visito a alguna amiga en su
casa… la verdad es que este último tiempo las visitas a las casas se han
transformado en visitas al cementerio… Mi generación está muriendo, señor
González—dijo la mujer, melancólica—Eso es lo que más me duele, sé que me queda
poco tiempo en este mundo, y que todas estas chucherías quedarán tal vez
botadas o arrumbadas en un rincón… pero así y todo aún son mías, y no quiero
que desaparezcan de mi vida antes que yo.
—Claro, es lo mínimo que puede esperar—comentó
González, para luego preguntar—Señora Filomena, ¿mañana en la tarde estará
acompañada en su casa?
—Sí, mañana viene mi hija mayor a tomar once, ¿por
qué?—preguntó Almonacid.
—¿La puedo visitar en su casa, para ver si la
puedo ayudar con sus cubiertos desaparecidos?
—La verdad señor González es que no tengo dinero
para pagar sus honorarios—respondió Almonacid.
—No le cobraré, señora Filomena—dijo González—. No
voy a hacer una investigación formal, simplemente iré a su casa a hablar con su
hija y a que me muestre su caja de chucherías, a ver si se me ocurre algo para
ayudarla.
—De verdad lo haría?—dijo la mujer, esperanzada—.
Muchísimas gracias señor González. Lo espero mañana en la tarde, a la hora que
pueda. Tendré algo rico… una torta para la once.
—Pierda cuidado señora Filomena—dijo González—. Y
por favor, no se haga muchas ilusiones, recuerde que sólo iré a mirar sus
chucherías, y a comer torta.
II
Pablo González llegó a las seis en punto a la casa
de Filomena Almonacid. La vieja propiedad aún tenía los aires señoriales de las
edificaciones de la primera mitad del siglo XX, y se veía bastante bien cuidada
para su antigüedad. Como no pudo encontrar un timbre, el detective abrió la
reja para llegar a la puerta y golpear un par de veces. Algunos segundos más
tarde abrió la puerta una mujer muy parecida a la señora Almonacid, pero con
unos veinte años menos a cuestas.
—Buenas tardes, qué necesita?—preguntó la mujer.
—Buenas tardes, soy Pablo González, conocido de
unos amigos de la señora Filomena Almonacid.
—Ah sí, el detective privado—dijo la mujer,
sonriendo—Pase por favor, mi madre ha hablado todo este rato de usted. Mucho
gusto de conocerlo, me llamo Filomena Poblete, y soy la hija mayor de Filomena.
—Mucho gusto, señora.
González siguió a Poblete por un pasillo
distribuidor hasta un gran comedor donde destacaban varias vitrinas llenas de
adornos de loza y metal, y varias cajas de madera de incierta antigüedad y
contenido. Al centro de la sala había una mesa rectangular bastante larga, en
cuya cabecera se encontraba Filomena Almonacid, sentada en un sitial con patas
y brazos tallados.
—Señor González, buenas tardes, qué gusto de verlo
nuevamente—dijo Almonacid, poniéndose de pie para saludar al detective.
—Buenas tardes señora Filomena, ¿cómo ha estado?
—Muy bien, muy bien—dijo la mujer—. Asiento por
favor. Veo que ya conoció a mi hija Filomena.
—Gracias—dijo González, mirando a ambas
mujeres—Bueno señora Filomena, vamos a lo nuestro, ¿cuál de todas las cajas es
la que tiene la platería que usted dice que ha empezado a desaparecer?
—Esta
es—dijo Almonacid, poniéndose de pie y dirigiéndose a la vitrina más antigua
del comedor, desde la cual sacó una caja de madera oscura con un seguro,
bisagras y bordes de bronce oxidado. Con sumo cuidado la mujer corrió el mantel
de encaje para poner sobre la madera desnuda la caja, la cual crujió cuando
Almonacid soltó el seguro, y luego al abrir la tapa por lo oxidado de las
bisagras. Dentro de la caja había una cubierta de terciopelo negro con espacios
con la forma de cada pieza del juego de cubiertos, los cuales estaban casi en
su totalidad ocupados, salvo unos cuantos vacíos. Con mucho cuidado González
sacó una de las cucharas de café para mirarla con detención: el trabajo del
orfebre era sobrio y pulcro, con unas pocas líneas labradas en paralelo a la
forma de la pieza, y un pequeño número grabado en la parte posterior del mango.
—Esto es plata—dijo González—. Tengo un conocido
que es anticuario, y él me explicó que en los metales preciosos se graba el
número de kilates en alguna pare de la pieza. Ese es el número que tiene ahí;
no lo alcanzo a ver, pero confirma que
es plata.
—O sea que la colección tiene algo de valor—dijo
la hija.
—Tal vez bastante, pensando en la antigüedad y en
la cantidad de plata utilizada—dijo González—. Aparte de la familia, ¿qué otras
personas visitan la casa?
—Además de un par de amigas de mi edad, a las que
espero no tener que ir a ver a sus velorios todavía, la señora Ester es la
única que viene para acá—dijo Almonacid—. Ella es la señora que contrataron mis
hijos para que me ayude con los quehaceres del hogar.
—Bueno señor González, supongo que no habrá venido
sólo a ver los cubiertos de mi madre—dijo la hija de la dueña de casa—Usted es
nuestro invitado a tomar onces, y es lo que vamos a hacer ahora, ¿les parece?
Durante la siguiente hora, el detective compartió
una opípara once con madre e hija, donde conversaron de historias de vida y
sueños para el futuro. Luego de agradecimientos y parabienes, y después de
comprometerse a ayudar a investigar la desaparición de las piezas de plata
faltantes, González se despidió de Almonacid, y fue escoltado por la hija de
ésta a la puerta. Justo antes de despedirse, la mujer salió con él de la casa y
cerró la puerta tras de sí.
—Señor González, necesito conversar algo con
usted—dijo la mujer.
—Dígame, señora Filomena—dijo González.
—Mi madre está con problemas severos de memoria, señor
González. Como usted se dio cuenta, ella maneja sus vitrinas con llaves, de las
cuales no hay copias, por tanto el único modo que esas cucharas se hayan
extraviado es que ella las haya cambiado de lugar y no recuerde dónde las dejó.
—Ya veo—dijo González.
—Yo de verdad le quiero agradecer su visita, y el
tiempo que le ha dedicado, pero aquí no hay nada que investigar—dijo la mujer.
—Claro, la comprendo—respondió González—. ¿Y han
pensado en buscar ayuda profesional?
—De hecho estábamos esperando su visita—dijo
Filomena—Conversamos con nuestra mamá y quedamos en que después que usted la
visitara, nos permitiría llevarla a un médico. Como acá no hay geriatras, la
vamos a llevar a un neurólogo para ver qué opina él.
—Ojalá todo resulte bien, y no sea algo
irreversible ni muy grave. De todos modos, si creen que puedo ayudar en algo,
no duden en ubicarme.
—Muchísimas gracias señor González, usted es una
persona admirable—dijo Filomena, emocionada.
III
Pablo González estaba en la agencia una semana
después, trabajando en un seguimiento. Aparentemente la infidelidad y los celos
se estaban poniendo de nuevo de moda, lo que le traería cierta bonanza
económica; sin embargo, como el tema era casi estacional, tenía que aprovechar
la racha para poder guardar algo de dinero para el período de vacas flacas.
Mientras terminaba de revisar el audio de un micrófono escondido en la oficina
de la pareja de su cliente, una cara conocida se asomó por la puerta.
—Hola don Ernesto, ¿cómo ha estado?—dijo González,
saludando a su ex jefe y ex socio.
—Hola Pablo, ¿cómo está todo en tu
agencia?—preguntó Benavides.
—Bien don Ernesto, tal como usted me dijo, no
llueve pero gotea—respondió González—. ¿Cómo va todo en el bar, se acostumbró
bien a la nueva pega?
—Excelente, con Antonieta estamos felices, fue una
buena inversión desde el punto de vista económico y humano, porque además
recuperamos a muchos amigos alejados por el asunto pega—dijo Benavides,
contento.
—¿Y a qué se debe su visita, don Ernesto?—preguntó
González.
—Nos tiene preocupados la Filomena,
Pablo—respondió Benavides—. Desde que te dejamos hablando con ella no ha vuelto
a aparecerse por el bar.
—Qué raro… tal vez el control con el neurólogo…
—¿Qué neurólogo?—preguntó preocupado Benavides.
—Los hijos la querían llevar al neurólogo, porque
decían que lo de la desaparición de las cucharas de plata tenía que ver con su
memoria—dijo González.
—Pucha, ojalá no sea así—dijo Benavides.
De pronto el ruido de un vehículo frenando
bruscamente se sintió a la salida de la oficina. Un par de segundos después, un
joven entró con cara de asustado a la oficina.
—¿Usted es el detective González? Soy nieto de Filomena
Almonacid, por favor venga conmigo, el psiquiatra de mi nona necesita hablar
con usted, urgente.
—Te sigo en mi auto—dijo González, para luego
girar hacia Benavides—. Don Ernesto, ¿me cuida la oficina?
—Por supuesto Pablo, que te vaya bien.
González subió a su Kia Pop y salió raudo tras el
vehículo del nieto de Almonacid. Luego de menos de cinco minutos de conducción,
ambos automóviles se instalaron frente a la puerta de la casa de la simpática
anciana. En el antejardín había dos o tres personas con cara de miedo, una de
las cuales temblaba de pies a cabeza.
—Sígame, rápido—dijo el muchacho, para luego subir
corriendo la escalera hasta el segundo piso, donde se encontraba la habitación
de su abuela. Cuando entró, vio a la mujer sentada en la cama, rodeada de
familiares y de un hombre de mediana
edad.
—Hola señora Filomena, ¿cómo ha estado?—dijo
González.
—Hola señor González. He estado bien, pero parece
que he asustado a mucha gente estos días—dijo Almonacid, mientras una sonrisa
se dibujaba en su rostro.
—Señor González, ¿podríamos hablar un instante
afuera?—dijo el hombre desconocido de mediana edad.
González, el hombre desconocido y la hija mayor de
Almonacid salieron al pasillo que daba al dormitorio de la mujer.
—Señor González, soy el doctor Alberto Herrera,
soy psiquiatra, y estoy viendo el caso de la señora Almonacid—se presentó el
hombre.
—¿Psiquiatra? Pucha, no sabía que la señora
Filomena estaba tan mal—dijo González—. ¿No se suponía que la vendría a ver un
neurólogo?
—Señor González, quien haya venido a ver a mi
madre no importa mucho ahora—dijo Filomena, con cara de asustada—, ¿usted no le
dejó ningún aparato de esos que usan en espionaje por casualidad?
—¿Cómo? Disculpe pero no entiendo la pregunta—dijo
el detective.
—Señor González, no sé cómo explicarle esto… de
hecho desde mi visión profesional no encuentro explicación alguna—dijo Herrera.
—Bueno, ¿alguien me va a decir qué diablos
pasa?—dijo González, algo molesto.
—Venga, pasemos para que lo vea con sus propios
ojos—dijo Filomena.
González entró de nuevo a la habitación de
Almonacid, escoltado por el psiquiatra y la hija; antes que alguien
interviniera, González tomó la palabra.
—Señora Filomena, ¿por qué me dijo recién que ha
asustado a mucha gente estos días?
—Bueno, es que por fin descubrí a quien me robaba
las cucharas de plata—dijo la mujer, poniendo cara de seriedad.
—Qué bien, ¿quién es el ladrón?
—Ladrona para ser más precisos—dijo Almonacid—. Es
mi abuelita.
—Ajá—dijo González, algo apenado al ver el estado
de enajenación mental de la anciana mujer.
—La misma cara puso mi hija cuando le conté—dijo
Almonacid, sentándose erguida en la cama—. Verá, después que usted me visitó,
decidí tomar el toro por las astas y ver qué pasaba con mis cubiertos, luego
que mi hija me dijera que quería traer a un neurólogo a mi casa. Así que esa
noche me quedé en pie y bajé en la madrugada al comedor: ahí vi que la vitrina
estaba abierta, y que mi abuelita estaba sacando una cucharita de café. Me
quedé bien calladita para que no me viera, para saber qué hacía con la
cucharita. Lentamente mi abuelita subió la escalera, entró a mi habitación, y
la guardó debajo de mi colchón.
—Cuando mi madre me contó esto, de inmediato supe
que no debía llamar a un neurólogo sino al psiquiatra—dijo la hija de la mujer—.
Así di con el doctor Herrera, el único que aceptó atenderla acá.
—¿Y por qué su abuelita guardó la cuchara bajo su
colchón?—preguntó González, confundido por el curso de la historia.
—Cuando yo era niña no había mucho en qué
entretenerse señor González, y a la gente adulta le costaba pasarla bien con
los niños—dijo Almonacid—. Entonces a mi abuelita se le ocurrió un juego: ella
me escondía una cucharita en cualquier parte de mi habitación, y yo tenía que
encontrarla. Si la encontraba antes de una hora, me regalaba una chaucha.
—Pero usted sabe que su abuelita falleció—dijo
González, con suavidad.
—Por supuesto, si yo estuve con ella cuando se
murió—dijo Almonacid—. Yo tenía como ocho o nueve años, y mi abuelita me había
escondido hacía poco rato la cuchara de ese día. Yo estaba en lo mejor
buscándola cuando escuché un golpe enorme y prolongado: mi abuelita se había
tropezado, y rodó escalera abajo. Cuando llegué a su lado ya había fallecido,
parece que se quebró el cuello en la caída. Pobrecita, a sus noventa años tenía
sus huesitos demasiado frágiles y no aguantó el porrazo.
—Y entonces, ¿cómo es posible que su abuelita haya
vuelto a jugar con usted, señora Filomena?—preguntó González.
—Es lo mismo que le pregunté a la señora Filomena
cuando la entrevisté hace un rato atrás—dijo el psiquiatra—. El problema es que
no alcanzó a responderme.
—¿Por qué?—preguntó curioso González.
—Porque mi abuelita decidió ponerse a jugar justo
cuando estaba hablando con el doctor—dijo Almonacid, para de pronto fijar su
vista en la puerta de entrada de la habitación—. Mire, ahí viene de nuevo.
González miró hacia la puerta de entrada. Por ella
venía entrando una cuchara de café del juego de Filomena Almonacid, flotando en
el aire y dirigiéndose hacia la añosa mujer.
—¿Ahora entiende por qué la pregunta acerca de si
usted le había traído algún aparato a mi madre?—preguntó asustada la hija de la
mujer.
González miró con detención la cuchara. Luego de
convencerse que no tenía ningún hilo ni imán, se acercó con lentitud y sin
titubear la sujetó con la punta de sus dedos. La pequeña cuchara, en vez de
dejarse estar en su mano, pareció cobrar fuerzas y empezó a moverse hacia el
ropero de Almonacid, a vista y paciencia de todos en la habitación: cuando
González llegó a la puerta del viejo ropero, sintió un par de tirones en la
cuchara, guiándolo hacia la manilla. Cuando abrió la puerta, la cuchara guió su
mano hasta el fondo de madera, para luego empezar a ascender hasta llegar a la
barra donde se colgaban los ganchos con la ropa; luego la cuchara se desplazó hacia
uno de los soportes en que se unía la barra con la estructura del mueble. Justo
sobre dicho soporte la cuchara chocó contra algo metálico.
—Acá está, doña Filomena—dijo González.
—No puede ser…—dijo la anciana mujer, al ver en la
mano de González la cuchara que había entrado volando a su habitación, y junto
a ella la cuchara que nunca había encontrado, luego del deceso de su abuela.
—Al parecer su abuelita quería terminar el
juego—dijo González, entregándole a la mujer ambas cucharas. De inmediato
Almonacid se puso de pie, sacó de su velador las cucharas restantes, bajó al
comedor, sacó la caja, y colocó todas las piezas faltantes en sus respectivos
lugares: pasadas varias décadas, el juego por fin había terminado.
IV
Ernesto Benavides estaba recordando viejos tiempos
en el escritorio de la agencia de detectives. De pronto un enojado Pablo González
entró por la puerta, refunfuñando.
—Hola Pablo, ¿qué te pasó que estás tan enojado?
—Hola don Ernesto, estoy choreado por lo que le
pasó a la señora Filomena—dijo González.
—¿Le pasó algo grave?—preguntó preocupado
Benavides, al ver que la actitud de González no cambiaba
—Sus hijas y un psiquiatra decidieron internarla
en un hogar de ancianos.
—Pobrecita, ¿tiene Alzheimer?—preguntó Benavides.
—No, no tiene nada.—dijo González.
—¿Y entonces?
—Tiene un fantasma en su casa, y para la familia y
el psiquiatra reconocer que existe ese fantasma está fuera de toda lógica, pese
a haber visto las pruebas de su existencia—dijo González, aún molesto.
—Definitivamente no hay peor ciego que el que no
quiere ver—dijo Benavides—. Vamos, te invito un combinado, necesitas despejar
tu mente un rato que sea.
—Está bien don Ernesto—dijo González, aún
apesadumbrado—. Creo que debo poner en práctica uno de los tantos consejos que
me ha dado en esta pega.
—¿Cuál sería?—preguntó Benavides.
—Que no me olvide de olvidar.
FIN
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