No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

miércoles, 21 de agosto de 2013

El caso del auto perdido



I



Pablo González estaba terminando de instalar el nuevo letrero de la que era ahora su agencia de seguimientos. “Investigaciones González” fue el nombre que el ex carabinero eligió para el nuevo paso en su cada vez más atípica carrera profesional. A sabiendas que la situación se pondría un poco más complicada, pues muchos de los clientes no vieron con buenos ojos el alejamiento de Ernesto Benavides y por ende ya no servirían como promotores de las bondades de la agencia, González debería empezar a hacerle propaganda a su trabajo, si quería subsistir en un medio de escasa demanda, haciendo uso de su creatividad, y pidiendo la ayuda a todos sus familiares, amigos y clientes satisfechos con sus servicios. Justo al bajar del escabel que había usado para llegar a la altura del viejo letrero para hacer el cambio, una conocida voz llamó su atención.



—Parece que estamos creciendo bastante rápido, don Pablo.

—Hola don Joaquín, ¿cómo está?—dijo González, estrechando la mano del dueño del bar al que iba de vez en cuando a beber un trago para sacarse de la cabeza alguna mala jornada.

—Bien don Pablo. Hace tiempo que no se aparece por mi negocito, ahora veo por qué—dijo Joaquín Henríquez—. Oiga, ¿y qué se hizo don Ernesto?

—Don Ernesto se retiró y me dejó a cargo de la agencia. Ahora soy algo así como su arrendatario.

—Ya veo. ¿Y no me invita a pasar a conocer su oficina?—dijo Henríquez.

—Me pasé para mal anfitrión, por supuesto don Joaquín, pase—dijo González levantando el escabel y haciendo pasar a Henríquez, quien de inmediato se sentó frente al escritorio.

—Bonito lugar, no parece agencia de detectives—dijo Henríquez—. Bueno, de hecho es la única agencia de detectives que conozco, así que no tengo mucho con qué comparar.

—Es que no es mucha la gente que necesita de una agencia de detectives tampoco, don Joaquín.

—Claro, yo no he necesitado nunca de una… al menos hasta ahora—dijo Henríquez.

—¿Necesita mis servicios don Joaquín?—preguntó González, sentándose de su lado del escritorio.

—Necesitar no es la palabra precisa, don Pablo—respondió Henríquez.

—Bueno, cuénteme de qué se trata la situación y ahí veremos qué se puede hacer—dijo González.

—No sé ni siquiera si lo que quiero se puede hacer o no… —titubeó el hombre—. Pero bueno, lo mejor es contarle. Quiero que encuentre un auto.

—¿Le robaron su auto? ¿Hizo ya la denuncia a carabineros?—preguntó de inmediato González.

—No don Pablo, no me han robado nada—se apuró en contestar Henríquez—. Verá, el bar que tengo es herencia de mi padre, él lo abrió y lo trabajó hasta viejo, y me enseñó todo lo que sé del rubro. Pero mi padre, antes de abrir el bar, trabajaba como mecánico, y por cosas del destino tuvo que cambiar de giro.

—Ya veo—dijo González, tratando de encontrar la conexión de la historia con el caso.

—El asunto es que mi padre tenía un Chevrolet 1956 Bel Air, un clásico para los amantes de las cuatro ruedas. El viejo lo trabajó mucho, lo pintó con los colores originales, le arregló el motor decenas de veces—dijo Henríquez entusiasmado, para de pronto guardar unos segundos de silencio y cambiar su semblante—. Mi padre me dijo que esa era la mejor herencia que me podía dejar, mejor aún que el bar. Me dijo que ese vehículo era casi una cuenta de ahorros.

—Vaya, no logro imaginar cómo se habrá visto esa joya—comentó González, al escuchar la voz algo apenada del hombre.

—Era espectacular… bueno, mi padre era un hombre sabio, y efectivamente el auto era una cuenta de ahorros—continuó Henríquez—. Un par de años después de su muerte, tuve muchos problemas de deudas por malas decisiones de inversión. Antes de cerrar el bar o de terminar en la cárcel, decidí venderle el auto a un coleccionista, que me dio una pequeña fortuna por él. Con ese dinero pude pagar todas mis deudas, mejorar y ampliar el bar, e inclusive hacer un par de inversiones inteligentes.

—Y ese es el auto que quiere que encuentre.

—Por supuesto don Pablo—dijo presto Henríquez—. Usted comprenderá que ya llamé al coleccionista al que le vendí el Bel Air, pero me dio pésimas noticias: él también tuvo problemas económicos y debió deshacerse de varios vehículos, dentro de los cuales estaba mi auto.

—Vaya, se ve difícil lo que usted necesita don Joaquín—dijo González, pensando en cómo encontraría el vehículo—. ¿Y ahora tiene el dinero suficiente como para pagar por él?

—Por supuesto, para pagar el auto y también sus servicios—dijo Henríquez, pasándole un cheque a González—. Según recuerdo de una conversación con don Ernesto, ese es el adelanto que él pedía. ¿Es suficiente para que acepte mi caso?

—Por supuesto don Joaquín, es suficiente para empezar a investigar su caso—respondió González, pensando en el peculiar encargo que recibió como  primer caso de su nueva etapa dentro del rubro de los detectives privados.



II



Pablo González venía saliendo de la oficina del suboficial Manuel Salgado bastante frustrado, luego de comprobar que la placa patente del Bel Air que había pertenecido a Joaquín Henríquez estaba registrada a nombre de quien se lo compró a él, pero que de ahí en más había desaparecido su rastro. Sin tener datos oficiales, encontrar el vehículo se podría convertir en una tarea imposible de cumplir. Lo primero que haría sería buscar en rubros de servicios para vehículos, y luego buscaría en compra ventas y arriendos de automóviles, para tratar de encontrar alguna pista. Su primera parada fueron las bencineras: en una de ellas, a la salida de la calle que daba a la carretera Panamericana, uno de los bomberos viejos pudo identificar el modelo que se veía en la fotografía que les mostró González. El hombre le comentó que cada vez venía un conductor diferente, que el vehículo cargaba combustible una vez al mes, y que esa vez había ocurrido por última vez un par de semanas atrás. Desalentado por el tiempo que debería esperar para apenas ver el vehículo y comprobar que se trataba del que buscaba su cliente, González fue a su segundo objetivo: los talleres mecánicos. Un vehículo de esa antigüedad necesitaría recurrentes ajustes y reparaciones, y obviamente el dueño lo llevaría donde algún mecánico viejo que conociera de esa mecánica automotriz clásica, y no lo andaría paseando de un lugar a otro arriesgando su integridad. Para ganar tiempo empezó con los talleres más antiguos, cuyos dueños fueran mecánicos añosos, lo que aumentaba la posibilidad de obtener algo con lo que poder trabajar: en todos ellos le fue mal, pues nadie parecía haber visto alguna vez un vehículo como el que aparecía en las fotografías. Luego de recorrer todos los talleres de la zona sin resultados, quedaba solamente buscar en locales de arriendo y compraventa: si no lograba nada con ellos, debería esperar  dos semanas hasta que volviera a cargar combustible en la bencinera de la carretera.



El detective González iba de vuelta a la agencia a buscar la cámara fotográfica para hacer un seguimiento pendiente. Luego de una semana dando vueltas por bencineras y talleres mecánicos, había conseguido un segundo caso que también necesitaba para poder mantener funcionando el negocio y de paso, reforzar su nombre dentro del medio. Su esposa sabía que esa noche no llegaría, así que decidió irse junto con su hija a la casa de su madre, a regalonear en familia; así, González podría trabajar con la tranquilidad que su familia estaría segura y pasándola bien en su ausencia. El detective entró a la oficina, encendió la luz, y sintió un fuerte y agudo dolor en su nuca que le hizo perder casi de inmediato el conocimiento.



La cabeza de González sonaba dentro de sus oídos, como si un silbato dentro de su cráneo fuera soplado sin descanso. Junto con ello, voces a lo lejos parecían querer decirle algo, pero en su estado no lograba captar nada. De pronto un vaso de agua en su cara lo hizo reaccionar abruptamente, y escuchar lo que las voces le decían.



—Despierta conchetumadre… tan mina que salió este huevón—dijo una aguda voz de hombre.

—Te dije que se te pasó la mano con el palo que le diste, ahuevonao—dijo una voz diferente, también de hombre pero más grave.    



González por fin pudo abrir los ojos, estaba en una especie de galpón pequeño, como una bodega de forraje para el ganado pero vacía. Frente a él había dos hombres, uno joven y obeso, muy malagestado y con un bate de madera en su mano derecha, y el otro más viejo, alto y huesudo, con un rostro poco expresivo y un cigarro en la mano. Cuando intentó pararse de la silla en que estaba sentado, sintió las amarras en sus muñecas atadas por detrás del respaldo de madera.



—Menos mal que despertaste maricón, ya me tenías aburrido de verte dormir—dijo el joven obeso de voz aguda, jugando con el palo.

—Trata de decirme maricón de frente y desatado, chancho culiao—respondió González, haciendo que el gordo se abalanzara sobre él, siendo apenas detenido por el viejo.

—Cálmate huevón, te está provocando—dijo el viejo, alejando al gordo de un empujón y quitándole el arma de madera, para luego dirigirse a González—. Y voh no te hagai el choro, te trajimos vivo porque el jefe quiere hablar contigo.

—¿Qué jefe?—preguntó González.



De pronto un crujido en la puerta alertó a los dos hombres: González desde su silla vio entrar a un tipo canoso, bajo, gordo, vestido con ropa de marca pero sin un estilo definido. El hombre caminó hacia él, se detuvo a un metro de distancia, y justo antes de empezar a hablar lo observó con detención, inclinándose un poco hacia adelante para ver mejor su rostro. Luego de un par de segundos se enderezó y dijo con voz sorprendida:



—No puedo creerlo, el matapacos en persona.



III



Pablo González estaba desconcertado. Lo habían golpeado, secuestrado, inmovilizado, y ahora que llegaba el autor intelectual del plagio, parecía conocer su historia de vida.



—Parece que no te acuerdas de mí—dijo el hombre, todavía con expresión de sorpresa en su mirada. 

—No sé quién es usted—dijo González, esforzándose por hacer memoria mientras el tipo pareciera estar viendo un fantasma.

—Claro, lo más seguro es que ni te acuerdes de mí, si estabas ocupado sacándole la chucha al Pérez ese, tu capitán traficante—dijo el hombre—. No has cambiado mucho, según recuerdo. Y por lo que veo seguiste en el rubro, pero por fuera.

—No te recuerdo. ¿Tienes nombre?—preguntó González, sin lograr asociar la cara del hombre con el día en que empezó a cambiar su vida.

—Mi nombre no importa, dime Marco si quieres—respondió el hombre—. Cuando hicieron la operación, yo era uno de los burreros, me tragué completita la historia del paco encubierto… el maricón estuvo meses, casi un año viviendo con nosotros, para poder pescar al maricón del Pérez… me costó un mundo salir de la cana, menos mal que tenía con qué pagarle al abogado para que me consiguiera la condicional. De ahí me fugué y volví al negocio.

—¿Y por qué me secuestraron?—preguntó González—. Yo no tengo nada que ver con carabineros ni investigaciones, no me dedico a cuentos de drogas, y como te decía no te recuerdo, pese a que estuviste ahí.

—Ah eso, verdad—dijo el autodenominado Marco, sonriendo—. No tiene nada que ver con esto, olvídalo, es algo más importante aún: ¿por qué andas como loco buscando mi auto? Un conocido mío le avisó a mis soldados que alguien andaba preguntando por todos lados por mi joyita, y por eso te mandé buscar y traer.

—¿Tu auto?—preguntó González, maldiciendo su mala suerte—. ¿Tú eres el actual dueño del Bel Air que me encargaron encontrar?

—A ver… ¿cómo es eso que te encargaron mi auto?—preguntó Marco.

—El primer dueño del auto me contrató para encontrarlo porque quiere intentar recuperarlo, por eso tengo las fotos, la patente, y toda la información original del vehículo—dijo González, pensando en comprar algún tipo de sahumerio una vez salvara la situación y terminara el caso—. Fui primero a la comisaría, luego a las bencineras, después a los talleres mecánicos, me quedaban sólo las automotoras.

—Ya… el auto se lo compré a un coleccionista, junto con cinco autos más, ¿ese es el que lo quiere recuperar?—preguntó Marco.

—No te puedo decir quién es mi cliente, pero no es él—dijo González—. Tú entiendes, secreto profesional.

—Sí claro… es raro el cuento matapacos, el coleccionista que me lo vendió dijo que eran autos heredados de su padre, que él era el segundo y único dueño, y que nunca habían salido de la familia—dijo Marco, poniéndose nervioso—. ¿Y cómo es tu cliente?

—Así—dijo la voz de Joaquín Henríquez abriendo la puerta; acto seguido el dueño del bar apuntó su pistola semi automática y sin pensarlo dos veces disparó cuatro veces, matando a los dos soldados de Marco, y dejando al traficante de rodillas y tapándose la cabeza—. ¿Cómo estás Marco, me echaste de menos? 

—No me matís Joaco, la dura, nunca quise cagarte… mi contacto en Bolivia me jugó chueco y pasé a pérdida, y tuve que elegir a quién cargar… huevón, te voy a devolver todo, te lo juro—dijo casi al borde de las lágrimas el traficante.

—¿También me vas a devolver a mi señora, maraco hijo de puta?—dijo Henríquez, mirando con frialdad al narcotraficante que seguía botado en el suelo en posición fetal.

—Don Joaquín, ¿qué está pasando aquí?—preguntó González, mientras intentaba forzar sus amarras.

—Lamento haberlo usado don Pablo—dijo el hombre, sacando una cortaplumas automática con la que cortó las ataduras de González, quien lentamente se paró y retrocedió, lejos de la línea de fuego de su cliente.

—No sé a qué se refiere—dijo González, mirando a ambos hombres sin entender lo que estaba sucediendo.

—¿Recuerda que le conté que había tenido problemas económicos y había tenido que vender mi auto? Pues bien, esos problemas fueron causados por este marica de mierda que me jugó chueco con la compra de varios kilos de cocaína, para vender en el bar—dijo Henríquez, para sorpresa de González—. Por favor, no creerá que con lo que deja un bar se pueda vivir con comodidades en esta zona del norte, don Pablo.

—Está claro que no, que todos los beneficios se los lleva Santiago—dijo González, buscando su revólver en la pistolera de la espalda.

—No busque su arma don Pablo, acá la tengo—dijo Henríquez mostrándole el revólver con la mano izquierda—, esos dos tarados no la notaron cuando lo aturdieron, pero yo sí.

—¿Qué tiene que ver su señora en todo esto?—preguntó González.

—La Juanita…—dijo Henríquez en medio de un suspiro, para luego patear en las costillas a Marco—. Mi Juanita tenía cáncer, y una parte importante del dinero de las ganancias de la cocaína se me iban en pagar sus terapias, y en hacer su vida más llevadera… gracias a esta mierda me quedé sin cocaína y sin plata, y atochado en deudas del bar. Con la plata del auto pude pagar a tiempo para que no me mataran, pero lamentablemente las lucas no me alcanzaron… mi Juanita se murió… yo sabía que iba a morir, que era irreversible, pero quería que muriera sin sentir dolor… mi mujer se murió llorando de dolor, porque no tenía plata para pagar la cantidad de morfina que necesitaba, y el médico nunca le dio la dosis suficiente para que muriera al menos tranquila.

—Joaco, perdóname, te juro…—intentó decir Marco, siendo interrumpido por un violento pisotón que le quebró todos los dedos de la mano derecha, haciéndolo gritar desaforadamente.

—Duele harto, ¿cierto conchetumadre?—dijo Henríquez, mirando a Marco—. Así le dolía a mi esposa, pero ella aguantó una semana, y así y todo no gritaba tanto como tú.

—Don Joaquín… déjelo, péguele un par de patadas más y de ahí lo entrega a carabineros—dijo González, preocupado por lo que le podía hacer al traficante y a él mismo—. Yo voy  a testificar en su favor.

—Escucha al matapacos Joaco, sácame la chucha y estamos, no me matís, te voy a pagar todo, por favor…

—Llevo años esperando este momento, y no lo voy a desaprovechar, don Pablo—dijo Henríquez—. Ni se imagina cuánto he gastado para dar con este mal parido. Todo lo que usted hizo para ubicarlo, yo ya lo había hecho, pero cuando descubrían que era yo, arrancaban. Por eso decidí contratarlo a usted, para poder usarlo para dar con el escondite de estos desgraciados. Yo jamás quise perjudicarlo don Pablo, y le pido mil disculpas por lo que ha tenido que pasar—dicho eso, Henríquez se acercó a la puerta de la bodega en que se encontraban, y lanzó con fuerza el revólver de González hacia fuera, sin objetivo definido.

—¿Qué está haciendo?—preguntó González.

—Don Pablo, este es el fin del camino para este hijo de puta y para mí, pero no tiene por qué serlo para usted—dijo Henríquez—. Una vez que salga de acá, buscará su revólver, lo recogerá, y… bueno, usted decidirá qué hacer. Yo ya vendí el bar, y en cuanto termine de torturar y matar a este huevón desapareceré para siempre. Si usted decide ser un héroe, y se devuelve armado a salvar a esta mierda, lamentablemente tendré que matarlo.

—Matapacos, por favor… si matai a este huevón te paso veinte… no, treinta kilos de cocaína pura, tú sabís cuánto vale—dijo Marcos, llorando en el suelo—. Te doy lo que querái huevón, pide y será tuyo pero por favor mata a este huevón… por favor, me va a hacer mierda…

—Don Joaquín… usted sabe que fui carabinero, no puedo hacerme el tonto—dijo González, mirando a Henríquez y tratando de adivinar qué pasaba por su atormentada mente.

—Lo imagino… bueno, vaya por su revólver. Ojalá se demore harto—dijo Henríquez, volviéndose hacia Marco para empezar a pisotear sus manos y antebrazos y patear sus costillas, mientras apuntaba a González.



Pablo González salió del lugar. El ex carabinero se encontraba en medio de la nada, con un frío que calaba los huesos y una gran luna llena iluminando la zona. De inmediato el detective empezó a adivinar dónde podía haber caído su arma según la posición de la puerta de la bodega, mientras se escuchaban de fondo los gritos destemplados de Marco: en esos momentos le hubiera servido un arma cromada, para poder ver el reflejo de la luz de la luna sobre ella. González apuró el paso y calculó cuánta distancia podría haber recorrido su revólver. De pronto vio al lado de una piedra su Taurus 38 intacto; justo cuando se agachó a recogerlo, un largo y sonoro “No” salido de la bodega fue interrumpido por una impresionante explosión que casi desintegró la construcción, dejando trozos de madera, carne y fibra esparcidos por doquier. Luego que logró ponerse de pie y que sus oídos dejaran de sonar, podría haber jurado que de fondo se escuchó el motor de una motocicleta.



IV



El detective González estaba de vuelta a la tarde siguiente en su oficina, luego de pasar toda la noche declarando en el lugar de los hechos y posteriormente en la comisaría con sus ex colegas, y la mañana completa en la oficina del fiscal, para después ir a su casa a bañarse y a contarle a su esposa todo lo que le había tocado vivir esa extraña jornada, y almorzar para reponer fuerzas y retomar el trabajo habitual. En la oficina se dedicó a eliminar los pre informes que tenía para Henríquez, y a buscar los datos para el seguimiento que no había podido hacer la noche anterior. Lo único positivo de toda esa situación era que había cobrado el cheque del adelanto que le había dejado Henríquez, y que había quedado con saldo a favor luego de esos días de investigación. Terminada la jornada, y antes de ir al domicilio donde debía empezar el seguimiento, decidió pasar al bar de Henríquez, a ver qué sucedería con el lugar y quién sería el nuevo propietario del negocio. Para sorpresa suya el local estaba abierto, por lo que decidió entrar: pese a estar varios segundos mirando a quienes estaba tras la barra, no podía dar crédito a lo que sus ojos veían.



—¿Qué te pasa Pablo? Parece que estuvieras viendo un fantasma.

—¿Don Ernesto? ¿Señora Antonieta? ¿Qué diablos están haciendo acá?—exclamó estupefacto González, al ver a su ex jefe y su esposa tras la barra del bar.

—Ni te imaginas lo que sucedió Pablo—dijo Ernesto Benavides, estrechando la mano de González—. Ayer por la tarde apareció por nuestra casa don Joaquín Henríquez, el dueño del bar. Dijo que había hablado contigo, que te había hecho un encargo, pero que por motivos personales debía irse rápidamente de Chile, y que necesitaba vender con urgencia el bar.

—El señor Henríquez nos lo ofreció, lo conversamos con Ernesto, y decidimos que era una buena idea tener esta fuente de entradas—dijo Antonieta Garrido—. Le hicimos una oferta con la plata de mi jubilación y unos ahorros que tenía Ernesto, y la aceptó de inmediato.

—Así que estás frente a los flamantes nuevos empresarios de la noche nortina… ah, casi lo olvidaba, el señor Henríquez dejó el cheque por lo que te debía del encargo que te hizo—dijo Benavides entregándole el documento al detective, mientras González no salía de su asombro.

—¿Se siente bien, Pablo? Lo veo demasiado sorprendido—dijo Garrido, algo preocupada.

—Por lo visto no tienen idea de lo que pasó con Joaquín Henríquez—dijo González—. Hace una semana…

—Espera un poco—interrumpió Benavides, sacando de la vitrina tres vasos cortos y una botella de whisky—. Por lo visto esta será nuestra primera historia de bar, y tienes que contarla como corresponde—dijo Benavides, sirviendo los tres vasos para luego, junto con su mujer, escuchar atentos el relato que Pablo González les tenía que contar.



FIN

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miércoles, 7 de agosto de 2013

El retiro



I

Ernesto Benavides estaba tomándose el cuarto café del día. Pese a que el médico y su esposa le habían dicho que el café no era una buena elección pensando en su hipertensión, ya sentía haber hecho suficiente con haber bajado a la mitad su consumo de cigarrillos, por lo cual, al menos en el trabajo, seguiría calentando sus mañanas con su bebestible de siempre. Pablo González se había tomado el día para acompañar a su esposa y a su hija a una actuación en el colegio de la pequeña, así que esa jornada la pasaría solo, si es que nadie se decidía a traerle un nuevo caso. Justo cuando había abierto el diario para empezar a leer las noticias del día anterior, un par de golpes en la puerta dieron paso a un potencial cliente.

—Buenos días, ¿esta es la agencia de detectives privados?—preguntó tímidamente una mujer obesa de mediana edad y desordenada apariencia.
—Buenos días. Sí, este es la agencia Benavides y González. Soy Ernesto Benavides, asiento—dijo el viejo detective poniéndose de pie y estrechando la mano de su interlocutor—. Cuénteme en qué la puedo ayudar.
—Señor Benavides, tengo un problema con mi marido—dijo con voz apesadumbrada la mujer—. Estoy seguro que me está engañando con una mujer más joven.
—¿Cuál es su nombre, señora?—preguntó Benavides mientras empezaba a escribir en una hoja en blanco.
—Me llamo Violeta Flores—dijo la mujer, esperando la sonrisa del detective por el nombre que escogió para ese apellido su padre, que finalmente nunca llegó—. Soy nacida y criada en la región, igual que mi marido.
—Ya veo. ¿Y por qué sospecha de su marido, señora Flores?—preguntó Benavides.
—Es que este último tiempo ha estado día tras día más extraño, se ha ido alejando cada vez más de mi, a veces parece que estuviera con la cabeza en otro lado, le hablo y es como si no me escuchara—dijo la mujer con cara de tristeza—. Yo sé que no me he cuidado como corresponde, que he engordado demasiado, que tengo casi diez años más que él… pero aún lo quiero, y esta incertidumbre casi me está matando—agregó entre sollozos Flores.
—¿Cuál es el nombre de su marido, señora Flores?—preguntó Benavides, mientras anotaba los datos personales de su eventual nuevo caso.
—Él se llama Arturo… Arturo Cofré—dijo la mujer, enjugando sus lágrimas.
—¿En qué trabaja su marido, señora Flores?—preguntó Benavides.
—Es recepcionista de un hotel de turismo que hay cerca de San Pedro de Atacama—respondió la mujer—. Como tiene que hacer turnos de noche a veces, temo que aproveche ese tiempo para estar con alguien más… atractiva que yo.
—¿Cuánto tiempo llevan casados, señora Flores?—preguntó Benavides, casi automáticamente.
—Cumplimos dieciséis años hace poco—respondió Flores.
—¿Y hace cuánto que sospecha que su marido la engaña?
—Ya son como seis meses en que su actitud no es la misma de siempre—dijo la mujer, ahogando un sollozo en su relato—. Siento que son seis meses de convivir con un extraño.
—Señora Flores, ¿ustedes tienen hijos?—preguntó Benavides, sin dejar de mirar a la mujer de cuando en cuando mientras escribía.
—Sí, un lolo de catorce años.
—¿Y él le ha dicho si ha notado extraño a su padre?—preguntó el viejo ex marino.
—No… es que está en la edad del pavo—respondió la mujer, aludiendo a la adolescencia de su hijo—, a su edad los padres son meros proveedores que no saben nada de nada. No creo que se haya dado cuenta de algo, ni que tampoco le interese.
—Bien—dijo Benavides escueto, luego de años viviendo entrevistas similares, para luego entregarle a la mujer un documento impreso—. Estas son nuestras tarifas. Si desea que empecemos el seguimiento, necesito que me adelante la mitad del precio base, y le informo que cualquier gasto imprevisto derivado de la investigación y que sea imprescindible para llegar al objetivo, correrá por su cuenta. ¿Está de acuerdo?
—Sí, en estos instantes lo que me interesa es saber la verdad, al precio que sea—respondió Flores, mientras empezaba a llenar el cheque con el avance solicitado por Benavides—. Tome señor Benavides.
—Gracias señora Flores—dijo Benavides guardando el cheque—. En este instante no tengo casos pendientes, así que empezaré a la brevedad, y en cuanto tenga novedades me comunicaré con usted. De todos modos, si desea saber el avance de la investigación, puede venir cuando quiera—agregó Benavides, recitando el discurso de costumbre en esos casos.

Luego que su nueva clienta se fue de la oficina, Benavides se reclinó hacia atrás en la silla, para pensar en el extraño curso que había seguido su vida: de ser instructor de buzos tácticos en la armada a seguir a personas casadas infieles, o a cumplir caprichos de inseguros y celópatas. Justo cuando la amargura estaba por empezar a invadir su alma, un par de suaves golpes en la puerta le devolvieron la alegría a su vida.

—¿Se puede?—preguntó Antonieta Garrido.
—Por supuesto amor, pasa—dijo Benavides, poniéndose de pie con rapidez para saludar de beso a su esposa—. ¿Y qué estás haciendo acá, te arrancaste del turno acaso?
—Se nota que estás preocupado solamente de tu pega, Ernesto—dijo la mujer sonriendo, mientras dejaba sobre el escritorio un gran ramo de flores, un par de bolsas llenas de regalos, y una caja de cartón con una pizza recién horneada en su interior—. ¿Recuerdas qué día es hoy?
—Martes… no… sí, martes—dijo Benavides, tratando de entender qué estaba sucediendo—. Pero no estamos de aniversario, ni es mi cumpleaños… tampoco es el tuyo… me rindo, no sé qué se supone que pase hoy.
—Es mi último día de trabajo, acabo de jubilar—dijo la mujer, sonriendo.
—Dios santo, tienes razón—dijo Benavides golpeándose la frente con la mano, para de inmediato buscar en el último cajón de su escritorio, desde donde sacó una pequeña caja de regalo con un gran moño amarillo.
—Menos mal que te habías olvidado, loco—dijo Garrido, abrazando a su marido.
—De verdad que me olvidé, y como sabía que se me iba a olvidar, en cuanto me contaste a principios de año compré el regalo y lo dejé guardado ahí—dijo Benavides, algo sonrojado—. Ojalá no se le haya agotado la pila—agregó el detective privado, mientras su mujer sacaba de la caja un reloj bañado en oro.
—No se le puede acabar la pila, es a cuerda—dijo la mujer mientras se colocaba el reloj y volvía a abrazar a su marido—. Ya, comámonos la pizza antes que se enfríe, o que te empiecen a llegar clientes.

Esa tarde Benavides y Garrido se dedicaron a comer pizza y a recordar la carrera profesional de la enfermera, y a soñar con el futuro que tenían por delante. Una vez acabada la jornada, la pareja volvió al hogar, sin que Benavides se preocupara del caso en que empezaría a trabajar al día siguiente.
 
II

Pablo González llegó a la hora de siempre a la agencia. A esa hora Benavides ya estaba instalado en su escritorio, preparando la cámara fotográfica para el seguimiento que debería empezar ese día.

—Buenos días don Ernesto, ¿cómo estuvo la pega ayer?—preguntó González.
—Hola Pablo. La pega estuvo tranquila, llegó un caso en el que voy a empezar a trabajar hoy—respondió Benavides.
—¿Y le gustó a su señora el reloj que le tenía de regalo?—preguntó González, sonriendo.
—Parece que al único que se le olvidó lo de la jubilación de la Antonieta fue a mí. Si no hubiera comprado ese regalo a tiempo…
—Pero don Ernesto, yo no me acordé de la fecha, si lo tiene marcado con ese tremendo círculo rojo en el calendario—dijo González, mostrándole a su jefe la exagerada marca en el calendario colgado en la pared.
—No puedo creerlo, nunca lo vi—dijo Benavides, mirando incrédulo la hoja marcada en la vieja muralla de adobe—. Parece que tendré que andar con cuidado, estoy muy desconcentrado y olvidadizo.
—No se complique don Ernesto, son sólo detalles—dijo González, mientras se servía un café y empezaba a buscar qué hacer.
—Sí, tienes razón, es sólo un detalle—dijo Benavides—. Te dejo Pablo, voy a ubicar el trabajo del esposo de la clienta para empezar a seguirlo.
—Bueno don Ernesto, yo me quedaré acá a ver si llega algún cliente. ¿Dejó anotada la dirección en alguna parte, por si necesitara ir a buscarlo?—preguntó González.
—Sí Pablo, ahí está—dijo Benavides, mostrándole a González un papel encima del escritorio.
—Gracias jefe. Nos vemos—dijo González, mirando de reojo la dirección.
—Hasta más tarde, Pablo.

Ernesto Benavides salió en su auto rumbo a San Pedro de Atacama, para encontrar el hotel donde trabajaba Arturo Cofré, identificarlo, y empezar con el seguimiento. Benavides llevaba un termo con café y otro con mate de coca: acostumbrado en su juventud a vivir y trabajar a nivel del mar y a grandes profundidades, le costaba sentirse bien en la medida que ascendía en la cordillera de Los Andes; además, las bajas temperaturas con que se encontraba al ascender hacían que su pierna herida a bala un par de años atrás doliera más que de costumbre, recordándole además ese desagradable incidente que casi cobró su vida y la de su esposa. Luego de detenerse y tomar un vaso de cada termo, Benavides reanudó su viaje hacia el hotel.

Cuando llevaba alrededor de quince minutos manejando, Benavides debió detener de nuevo el vehículo. La ruta que seguía no se parecía a la que había recorrido un par de veces en su juventud, cuando fue de visita a la zona turística: si bien es cierto era probable que luego de un par de décadas todo se hubiera modernizado, la geografía del lugar no cuadraba con sus recuerdos. Sin embargo y pese a ello, sentía que lo que veía a través de la ventanilla no le era totalmente desconocido. Luego de asegurarse por los espejos que no había nadie cerca se bajó del vehículo y empezó a recorrer el lugar, a ver si encontraba algo que le indicara dónde había perdido el rumbo. Después de un par de minutos decidió caminar hacia la siguiente curva en el camino; tras ella dio con la ruta que recordaba, por lo cual se devolvió al vehículo para seguir hacia su destino.

Diez minutos después Benavides se detuvo de nuevo, bajando de su auto en esta ocasión con su arma en la mano: tras otra de las numerosas curvas con que se había encontrado, había dado con una edificación que no podía estar en ese lugar, y cuyo entorno ya no era altiplánico, pues en vez de una huella de camino polvoriento, se encontraba en una especie de calle asfaltada propia de la ciudad. Diez metros hacia el este había una especie de edificio antiguo, bien conservado, cuya arquitectura se parecía más bien a la de un edificio estatal de los años sesenta o setenta, que a la de un hotel de pasajeros para turistas ávidos de aventuras arqueológicas o de crecimiento espiritual. Lentamente Benavides se acercó a la puerta de entrada, encontrando tras ella un gran salón cuadrado que daba a tres escalinatas, tras cuyo ascenso cada cual desembocaba en un pasillo ancho y corto que parecían terminar en sendos pasillos distribuidores. Benavides eligió uno de los pasillos, en los cuales sólo había puertas cerradas, y en donde no encontraba a nadie para preguntarle qué era ese lugar. De pronto su mente se aclaró, dejándolo más confundido que nunca: el edificio era idéntico a donde se encontraba la escuela de buzos tácticos de la armada.

Benavides avanzaba nervioso por los pasillos de la construcción que no podía ser lo que parecía. En ese instante no era capaz de ordenar su mente como para tratar de encontrar el sentido de lo que le estaba pasando, así que simplemente se dejó guiar por su instinto: si la edificación era idéntica al lugar en que se había formado, y en la cual luego se había convertido en instructor, debía conocerla casi como la palma de su mano. Luego de recorrer todos los pasillos de la planta en que se encontraba, los cuales no tenían diferencia alguna con los del edificio en que trabajó por años, enfiló sus pasos hacia donde debería estar la escalera para subir al segundo nivel: efectivamente la escalera se encontraba donde suponía, así que simplemente dejó de lado su prudencia y subió sus peldaños para seguir descubriendo ese conocido lugar.

Benavides miró para todos lados. El segundo nivel del edificio original era donde estaba su oficina, y también la de su viejo amigo y posterior enemigo, Evaristo Albornoz. La avalancha de recuerdos que en ese instante inundaron su mente casi lo agobiaron, pues sabía a ciencia cierta que el lugar no era lo que parecía, pero eran tales las similitudes que temía que no sólo el edificio las tuviera. Su respiración se agitó al acercarse a la habitación que se correspondería con su oficina: en cuanto abrió la puerta se encontró con una réplica exacta del lugar en el que se había desempeñado en su juventud, y que se veía tal y como lo dejó cuando pidió su primer traslado, para huir del acoso del Tiburón. Luego de mirar a su alrededor, abrir cajones y ver que en cada uno de ellos estaban artefactos similares a sus recuerdos, dejó todo como estaba y volvió al pasillo: había llegado el momento de visitar la oficina contigua a la suya, la de Evaristo Albornoz.

Benavides avanzó con lentitud los escasos metros que lo separaban de la oficina que se correspondería con la de su viejo enemigo, si estuviera en el edificio original. Su pulso empezó a subir, producto de los nervios y de la altura sobre el nivel del mar a la que se encontraba. El mismo instinto que lo había llevado hasta ese lugar le hizo amartillar su pistola semiautomática, acercar el arma a su pecho para evitar un eventual intento de arrebatársela, y avanzar de espaldas pegado a la pared: su mente racional sabía que Albornoz había muerto hacía ya dos años por su mano, y que el edificio en que estaba no podía ser lo que parecía, pero su instinto de comando de la armada lo mantenía en una incómoda situación de alerta. Benavides se agachó lo suficiente como para no poder ser visto por el vidrio de la puerta, y pasar su brazo hacia el picaporte sin delatarlo. Con cuidado giró el pomo y abrió la puerta: en el escritorio ubicado al medio de la oficina estaba sentado Evaristo Albornoz, mirándolo fijamente y con su típica sonrisa irónica que recordaba de todos los años en que convivieron en la armada. De inmediato Benavides apuntó a la cabeza de su enemigo, sin darle tiempo para reaccionar:

—Maldito hijo de perra… no puede ser… no puedes ser tú… te maté hace dos años…—dijo Benavides, decidido a acabar de una vez por todas con quien casi terminó con todo lo que quería en su vida.
—Tranquilícese don Ernesto, ya estoy aquí—dijo una voz familiar salida de boca de Albornoz. En ese instante todo se puso borroso, y más confuso de lo que ya había vivido.    

III

Ernesto Benavides despertó algo mareado. Estaba acostado en una cama de hospital, y a su lado dormía en una silla su esposa.

—Antonieta… ¿qué pasó, no se supone que te habías jubilado?—preguntó Benavides, despertando a su esposa quien lo miró con ternura.
—Viejo tonto, casi me mataste del susto—dijo la mujer, incorporándose y abrazando a su esposo, quien aún no entendía lo que estaba sucediendo.
—Don Ernesto, señora Antonieta, qué bueno verlos así—dijo Pablo González, entrando por la puerta de la habitación del hospital—. Realmente me dio un susto enorme ayer, jefe.
—¿Ayer?—preguntó Benavides— ¿Estoy acá desde ayer?
—Cuando me mostró el papel de la dirección adonde iría lo miré apenas, y no alcancé a ver la ubicación. Cuando me paré a verlo luego que usted salió, no pude entender su letra, eran sólo rayas sin sentido—dijo González—. De inmediato pensé que le pasaba algo raro, así que busqué en los papeles del caso y encontré el cheque del adelanto de su clienta, y la llamé para que me diera la dirección del trabajo de su esposo y poder seguirlo. Gracias a eso lo encontré con el auto en la berma del camino, y hablando cosas raras con la pistola desenfundada.
—Lo que pasó es que te subió la presión en la mañana por tanto café y cigarros—dijo su esposa—, y te dio un accidente isquémico transitorio, algo así como un infarto cerebral pero reversible. Con la mezcla de café, mate de coca y la altura la presión siguió subiendo, y terminó por agravar el cuadro, hacerte tener alucinaciones y perder el sentido.
—O sea que nuevamente me salvaste la vida, Pablo—dijo Benavides, entendiendo por fin toda la extraña escena que le tocó vivir—. Ya no sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí.
—Tal vez podría dejar el café y el tabaco, jefe—dijo González, mirando a Antonieta Garrido—. Bueno don Ernesto, los dejo, ahora que por fin despertó y que parece estar bien, volveré a la agencia y me haré cargo del seguimiento en que usted estaba. No se preocupe de nada más que de recuperarse, yo seguiré con la pega.
—Gracias Pablo—dijo Garrido, sonriendo—, yo cuidaré a este viejo porfiado y me haré cargo que deje el pucho y el café.  

Una semana después Pablo González se despedía de Violeta Flores, luego de entregarle la evidencia que mostraba que su marido efectivamente la engañaba con una de las guías turísticas del hotel en que trabajaba. Luego de conversar largamente con el detective privado, la mujer decidió encarar a su marido para intentar salvar su matrimonio, y se comprometió consigo misma para empezar a quererse un poco más, y preocuparse de su salud y su apariencia. Cuando González terminaba de guardar el cheque con el pago final para ir a depositarlo a la mañana siguiente, dos suaves golpes en la puerta le anunciaron la llegada de una esperada visita.

—Hola don Ernesto, qué gusto verlo de nuevo por acá—dijo González, estrechando la mano de Benavides, para luego hacer lo mismo con su esposa—.  Señora Antonieta, ¿cómo se ha portado mi jefe?
—Socio Pablo, socio, hace dos años que no soy tu jefe—dijo Benavides.
—Para mí siempre lo será, don Ernesto—dijo González, sonriendo.
—Eso no será por mucho tiempo—dijo Garrido.
—De hecho sólo será por algunos minutos más—agregó Benavides.
—¿Qué significa eso? No me irán a decir acaso que… ¿van a cerrar la agencia?—preguntó algo temeroso González.
—No Pablo, no vamos a cerrar la agencia. A partir de hoy me retiro del trabajo de detective privado—respondió Benavides.
—Ah, ya veo, ahora sólo administrará la agencia—dijo González.
—No Pablo, Ernesto se retira del todo de la agencia—dijo Garrido.
—¿Y qué va a pasar con la agencia, entonces?—preguntó González, algo extrañado.
—A partir de ahora te traspaso la agencia Pablo—dijo Benavides—. Conversamos el tema con Antonieta, y como tengo claro que no tienes los medios para comprarla de una vez, diseñamos un sistema de pago.
—No entiendo a qué se refieren—dijo González, confundido.
—A que a partir de ahora le pagarás mensualmente a Ernesto el treinta por ciento de las ganancias netas, descontando los gastos, y con eso amortizarás el valor de la propiedad, hasta que con el paso del tiempo completes el precio del avalúo fiscal. Cuando eso suceda, la agencia será completamente tuya—dijo Garrido, sujetando la mano de su marido, quien estaba visiblemente emocionado.
—¿Están seguros de esta decisión?—preguntó González.
—Sí Pablo—respondió Benavides—. Ya estoy viejo para este tipo de trabajo, y si me quedo de administrador, al poco tiempo estaré de nuevo en las calles. El neurólogo y el cardiólogo me dijeron que me salvé por poco, y que probablemente no la cuente dos veces. Además, quiero disfrutar el tiempo con Antonieta, ahora que dejó de hacer turnos, es justo que yo también deje de trasnochar con los seguimientos para estar con ella.
—En realidad no sé qué decirles—dijo González, casi emocionado.
—No digas nada, tenemos que ir a la notaría a oficializar el traspaso—dijo Benavides.
—Y luego a nuestra casa—agregó Garrido—. Tenemos una pequeña celebración preparada, y tu esposa y tu hija también están invitadas. Cierra todo y vamos.

A la mañana siguiente Pablo González llegó temprano a abrir la agencia y a esperar la aparición de algún cliente, mientras terminaba de sacar los efectos personales de Ernesto Benavides para pasar a dejarlos a su casa por la tarde, junto con su viejo escritorio. El camino que tenía por delante se veía complicado, pero era el instante adecuado para empezar una nueva etapa en su vida, quizás la más importante: la independencia económica.

FIN

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