No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

miércoles, 24 de julio de 2013

El caso de la mascota perdida



I

Pablo González estaba sentado frente a su escritorio leyendo el diario y haciendo el crucigrama para matar el tiempo a la espera que alguien apareciera con algún caso que investigar. La época estival era una temporada de muy baja demanda, por lo que debían prepararse durante el año juntando dinero para sobrevivir la eventual cesantía que sufrirían entre diciembre y febrero. De pronto un hombre añoso y algo desgarbado entró, siendo recibido y atendido por Benavides. Mientras González seguía haciendo el crucigrama, notó que el hombre se inclinó hacia delante para hablar en voz baja con Benavides, quien luego de un par de cruces de palabras, se puso de pie y se acercó al escritorio de González.

—Pablo, te presento al señor Jaime Pereira—dijo Benavides con aire ceremonioso—. Señor Pereira, el detective González es experto en el tema que lo aflige, él se hará cargo de su caso.
—Asiento señor Pereira, cuénteme en qué lo puedo ayudar—dijo González, viendo con curiosidad cómo Benavides salía de la agencia aguantando la risa.
—Buenas tardes señor González. Me da gusto saber que su agencia cuenta con detectives especializados en el caso que traigo—dijo el añoso cliente.
—Bueno, dígame qué lo trae por acá—dijo González, temiendo un fiasco por la actitud de su socio.
—Le cuento. Mi señora y yo vivimos cerca de uno de los cerros que dan hacia Argentina—dijo Pereira—. Ahí tenemos una parcela con animalitos de crianza, para tener leche, huevos, y carne para comer. Además de eso tenemos varias mascotas. Una de esas mascotas, el perrito regalón de mi señora, se extravió hace cinco días.
—Ah, ya veo por qué mi colega lo derivó conmigo—dijo González, pensando en la venganza que debería planificar para su viejo socio—. Veamos, ¿cuándo se dieron cuenta que no estaba su perro?
—Hace cuatro días lo estamos buscando. Mi esposa vio que la comida que le damos estaba íntegra y lo empezó a buscar, sin encontrar rastro de él.
—¿Qué raza es su perro?—preguntó González.
—Ninguna, es un quiltro grandote y lanudo, muy juguetón y muy cariñoso—dijo Pereira—. Mi esposa teme que algún turista haya creído que era callejero y se lo haya llevado.
—Debo suponer entonces que no lo tienen inscrito, ni usa alguna placa de identificación—dijo González, pensando en el lío en que su jefe lo había metido.
—Bueno, inscrito no, pero sí tiene una placa de identificación con su nombre—respondió Pereira—. Nuestro perro se llama Lligul.
—¿Lligul, es acaso un nombre mapuche o algo así?—preguntó extrañado González.
—La verdad no lo sé, mi señora le puso así, y como es su regalón, obedece a ese nombre.
—Bueno, ¿tiene alguna foto del perro?—preguntó González, mientras anotaba el extraño nombre del animal.
—Sí, acá hay unas cuantas—dijo Pereira, sacando un aparatoso computador portátil del maletín que traía, y en el cual desplegó en pantalla un álbum con fotos del perro, acompañado siempre de la mujer, quien en todas las imágenes aparecía luciendo grandes joyas de oro y piedras preciosas.
—Vaya, el animal es enorme, parece un pastor inglés por lo lanudo, pero claramente está mezclado con un… perro sin raza—comentó González, tratando de entender cómo es que la pareja tenía dinero para comprar joyas de ese tamaño y no tenían un perro de raza, o al menos con inscripción o registro.
—Yo siempre creí que era quiltro no más. Todos los días se aprende algo nuevo—dijo Pereira, algo ruborizado.
—Bueno, déme su dirección y el sector donde se extravió el perro, para poder iniciar su búsqueda—dijo González—. Con esto de los perros es un poco más difícil comprometerse con fechas, pero haré todo lo que esté a mi alcance por encontrarlo lo antes posible.
—Muchas gracias señor González, mi señora y nuestro perro le estarán eternamente agradecidos—dijo Pereira, para luego retirarse. Justo en el instante en que el cliente iba saliendo, Benavides volvió a entrar a la oficina; cuando estuvo seguro que el hombre se había alejado lo suficiente del lugar, soltó una enorme carcajada.

—No crea que se va a salir con la suya don Ernesto, esta me la va a pagar—dijo González, sonriendo.
—Te juro, en todos los años que llevo metido en el negocio, jamás había venido alguien para que buscáramos una mascota—dijo Benavides—. Te creo en alguna ciudad de más de un millón de habitantes, pero acá no somos tantos ni tenemos tanta población de perros vagos, como para que necesites de un detective privado para encontrar un perro.
—Sí, es muy loco el caso—respondió González—. Pero más loco será ver cómo busco pistas de un perro… bueno, supongo que algo se me ocurrirá.
—¿Te dejó el adelanto?—preguntó Benavides.
—Por supuesto, con un caso tan loco no voy a correr ningún riesgo—dijo González.

II

Pablo González llegó en su pequeño automóvil al sector donde estaba la parcela desde donde su cliente le indicó que se había extraviado Lligul, el perro mestizo. El viaje era largo y agotador, pues las parcelas se encontraban efectivamente en medio de la cordillera y relativamente cerca de la frontera con Argentina, por lo cual el oxígeno escaseaba a esa altura sobre el nivel del mar. El lugar era extraño, no se condecían las fotos de la mujer ataviada con joyas enormes y aparentemente muy costosas con el entorno de la zona en que estaba: terreno desértico por todos lados, divisiones entre parcelas apenas demarcadas con estacas de madera mal trabajadas y alambre de púas a punto de cortarse, algunos llamitos y guanacos paseando desordenadamente en busca de cualquier brizna vegetal para comer, y la ausencia total de seres humanos, al menos hasta donde su vista era capaz de ver. Para cerciorarse de estar en el lugar correcto, González sacó un viejo mapa geográfico del sector, en donde se identificaba con facilidad el sitio en que se encontraba: la zona no le era desconocida, pues mientras trabajó como carabinero le tocó en más de una oportunidad patrullar en el lugar en busca de traficantes o burreros que quisieran evitar los pasos fronterizos habilitados para internar o sacar su mercancía. El detective estaba desconcertado, y no sabía de qué modo podría encontrar en ese pedazo de desierto altiplánico un perro mestizo de nombre mapuche. De pronto una camioneta todo terreno apareció levantando polvo por la vieja huella de tierra que hacía las veces de camino, deteniéndose al lado del pequeño automóvil del investigador.

—¿Está perdido, joven?—preguntó el conductor de la camioneta, sin apagar el motor.
—Algo así—respondió González—. ¿Usted sabe si por acá las parcelas tienen número para ubicarlas?
—¿Número? No pues hombre, acá las tierras no tienen nombre ni número, acá usted pregunta por el dueño y ahí le dicen cuál es.
—Si no hubiera aparecido usted, tendría que haberle preguntado a un llamito—dijo González, sonriendo—. Busco la parcela de don Jaime Pereira.
—¿Pereira?—preguntó el hombre de la camioneta—. No, no hay nadie de apellido Pereira por acá.
—Qué extraño, me dijeron que él y Leontina Espinoza…
—¿La Leontina? Ella sí, ella vive hace tiempo acá, y esta es justo la entrada de su terrenito—dijo el hombre.
—Ah bueno, muchas gracias, se pasó—dijo González, alejándose del vehículo para empezar a buscar a la mujer.  
—Tenga cuidado joven, la Leontina es guapa y anda armada. Adiós—dijo el hombre, poniendo en movimiento la camioneta para seguir su camino.

González estaba incómodo con la situación, su cliente le había mentido y ahora estaba en medio del altiplano buscando una mujer armada, que quién sabe qué negocios tenía pendientes con Pereira. González fue hacia su automóvil desde donde sacó unos binoculares enormes, con los que empezó a mirar por todos lados, a ver si encontraba la casa, o donde fuera que la mujer se encontrara; luego de un par de minutos, decidió subir al techo del Kia Pop, a ver si desde esa altura podía abarcar más terreno. Justo hacia el oeste de donde estaba estacionado, a cerca de dos kilómetros de distancia, había una casa prefabricada que no parecía corresponder con el lugar en que se encontraba, por la lejanía y la altura; de todos modos, era el único punto de referencia que tenía, y si quería aclarar algunas dudas, debería ir a esa casa e intentar hablar con su dueña. El detective guardó los binoculares, cerró el auto, y empezó la caminata hacia la casa, tratando de hacerse lo más visible posible para no sorprender ni provocar a la dueña del terreno.

Quince minutos más tarde, González estaba llegando a la casa. Si bien es cierto la construcción era de madera, tenía un leve aire señorial que no tenía relación alguna con su ubicación. Justo antes que la puerta de casa se abriera, un perro lanudo enorme salió a su encuentro, deteniéndose frente a él y moviendo la cola casi exageradamente: había encontrado a Lligul.

—Buenas tardes, ¿qué desea?—dijo una voz gruesa de mujer desde la puerta de entrada de la casa.
—Busco a la señora Leontina Espinoza—dijo González, sacándose aparatosamente la chaqueta para que la mujer viera que andaba desarmado.
—Yo soy, ¿qué necesita?—dijo la mujer, alejándose de la puerta lentamente.
—Señora Espinoza, soy el detective privado Pablo González, vengo de parte de don Jaime Pereira por el asunto de un perro llamado Lligul—dijo González.
—¿Qué quiere ese desgraciado con mi perro?—dijo la mujer enrabiada, retrocediendo hacia la entrada y metiendo su mano izquierda al interior del lugar, al parecer para tomar un arma larga.
—El señor Pereira me dijo que su perro se había extraviado, y lo estaba buscando—respondió González, retrocediendo un paso, el mismo que el perro avanzó para colocar su cabeza bajo la mano del detective.
—Venga, pase, si mi perro lo acepta no puede ser tan malo—dijo la mujer.

González avanzó hacia la casa con el perro a su lado, moviendo la cola y haciendo fiestas para recibir alguna caricia. Cuando ya estuvo dentro, vio a la mujer guardando la escopeta que tenía oculta por dentro del marco de la puerta.

—¿Así que el Jaime quiere mi perro? ¿Y para qué, si se puede saber?—preguntó la mujer, mientras González seguía flanqueado por el lanudo animal.
—Lo que mi cliente me dijo es que el perro estaba extraviado. Obviamente me mintió—dijo González acariciando al perro, y mirando por primera vez su placa de identificación—. Pero este no es el perro.
—Este es el único perro grande que tengo—dijo la mujer.
—Entonces cometí un error, el señor Pereira me dijo que el perro que buscaba se llama Lligul, y según veo su mascota se llama… Jewel, como sea que se pronuncie eso.
—Señor González, ¿por casualidad sabe algo de inglés?—preguntó la mujer, sonriendo.  

III

Pablo González estaba en su escritorio, masticando la rabia. En cualquier momento llegaría Jaime Pereira, así que el detective privado trataba por todos los medios de reprimir sus impulsos. Un par de minutos después de servirse un café, y justo cuando iba a encender el tercer cigarrillo de la mañana, un par de golpes a la puerta anunciaron la entrada de Pereira a la oficina.

—Buenos días, señor González, qué bueno que me llamó, mi esposa y yo…
—Siéntese Pereira—dijo González, interrumpiendo el ceremonioso saludo de su cliente—. ¿Sabe qué es lo qué más odio en la vida, después que me disparen? Que me mientan y me hagan quedar como huevón.
—Disculpe señor González, no…
—Ayer fui al domicilio de Leontina Espinoza, Pereira, no me siga mintiendo—dijo González, mientras su cliente lo miraba desconcertado—. ¿Sabe cómo se refirió a usted la señora Espinoza?
—El desgraciado—dijo Pereira, mirando al techo.
—¿Pensaba en algún instante acaso que me robaría el dichoso perro para traérselo a usted?—dijo González.
—Creí que el perro se iría con usted, como se va con toda la gente—dijo Pereira—. Ese perro es regalón hasta del aire, sigue a todo el mundo.
—¿Y por casualidad creyó que no me enteraría de la historia del perro?—preguntó casi iracundo González.
—Supuse que usted no sabría inglés, y no se enteraría que Jewel en inglés significa “joya”—dijo Pereira, apesadumbrado—. Esa vieja de mierda de la Leontina… ¿sabe usted para qué tiene al perro?
—Para hacer caer a tipos inmorales y estúpidos como usted—dijo González.
—¿A qué se refiere, González?—preguntó Pereira.
—A la mentira que inventé acerca de mi perro, huevón estúpido—dijo tras Pereira la gruesa voz de Leontina Espinoza, acompañada del perro mestizo.
—Leontina… ¿cómo se te ocurre andar con ese perro en la calle, mujer?—preguntó Pereira, quien recibió un par de lengüetazos en la cara de parte de Jewel.
—No eres más que otro maldito ladrón bastardo hijo de puta que quiere apoderarse de mi supuesta fortuna—dijo la mujer con rabia, mientras tiraba de la cadena de Jewel para que dejara de hacerle fiestas a Pereira.
—Pero si todo el mundo sabe… ¿supuesta fortuna?—dijo Pereira, mirando a Espinoza, González y al perro.
—Verá Pereira, la señora Espinoza me contó la historia acerca de su perro—dijo González, quien estaba de pie por si debía interponerse entre algún eventual conflicto entre los humanos presentes en su oficina—. La señora Espinoza tuvo una pareja años atrás, que tenía bastante buena situación económica, pero cuyo estilo de vida no era compatible con esta ciudad. Pese a que la relación terminó, el hombre en cuestión decidió ayudar a la señora Espinoza enseñándole un truco para que supiera con qué tipo de personas se relacionaba.
—No entiendo de qué está hablando—dijo Pereira, desconcertado.
—A que las joyas de las fotos no son mías, ladrón de mierda—dijo la mujer.
—Según me contó la señora Espinoza, su ex pareja le regaló a Jewel, quien tiene una cicatriz en su abdomen por una operación que hubo que hacerle de cachorro por un problema intestinal—dijo González—. Este señor le prestó las joyas de su familia a la señora Espinoza, para que se fotografiara con ellas y el perro, y le dijo que contara que la cicatriz del perro era una especie de bolsillo superficial donde guarda dichas joyas.
—Por eso se llama Jewel—dijo Pereira, cabizbajo.
—Desde ese entonces, cada vez que conozco a alguien le cuento la historia del perro, y si me lo intentan robar, ya sé que a esa persona debo alejarla de mi vida—dijo Espinoza, enojada—. Debí haberte dado un par de escopetazos cuando pude, maldito maricón.
—Qué quieres que te diga, las deudas me tiene acogotado, ya no sabía qué hacer, a lo único que podía apostar era a salvarme con las joyas en la guata de tu perro—dijo Pereira—. Lo peor de todo es que la plata para el adelanto a González se la pedí a un prestamista, ese no me la va a perdonar.
—Y no habrá reembolso, ya te dije que no me gusta que me vean la cara—dijo González, mirando a Pereira para luego voltear hacia la mujer—. Señora Espinoza, ¿va a denunciar a este tipo a las autoridades?
—No, no me interesa hacerle daño a este huevón patético, que el prestamista se encargue de él—respondió Espinoza, mientras Pereira se ponía de pie y salía en silencio de la agencia de detectives.
—Nuevamente le pido disculpas por todas las molestias, señora Espinoza—dijo González—, creo que de ahora en adelante deberemos seleccionar mejor a nuestros clientes—dijo el detective, mirando de reojo a Benavides, quien leía unos papeles en el escritorio contiguo..
—No se preocupe señor González, de todas maneras ya sé que el truco que me regaló mi ex pareja de verdad funciona. Sea como sea, ahora me siento más segura, y por fin veo que Jewel sirve para algo—dijo Espinoza.
—Bueno, ojalá encuentre alguna vez quien en quien confiar. Adiós señora Espinoza—dijo González, estrechando la mano de la mujer y acariciando por última vez a Jewel.

González volvió a su escritorio; cuando estaba a punto de sentarse, Benavides dijo, sin despegar la vista de sus papeles:

—Sal a ver a ese perro sin que la dueña se dé cuenta.

González fue de inmediato a la puerta, y en cuanto salió dejó caer sus llaves para poder agacharse y mirar al perro y la mujer sin que nadie se diera cuenta. Media cuadra hacia el sur se alejaba Leontina Espinoza con el perro tomado de su correa. Bajo el abdomen, y justo en la zona de la cicatriz, un bulto casi rectangular se dejaba ver colgando del simpático Jewel, quien giró su cabeza para mirarlo con su larga lengua colgando, y movió con más energía su incontrolable cola.

FIN

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sábado, 13 de julio de 2013

El caso de las hermanas gemelas



I

Ernesto Benavides venía de vuelta del centro, donde había ido a comprar rollos fotográficos para documentar los seguimientos que hacían con Pablo González en la agencia de detectives privados en la que ahora eran socios. Luego de la grave herida en su pierna le había costado reincorporarse al trabajo, pero pese a ello no le gustaba quedarse en casa haciendo nada. Cuando entró a la oficina, encontró a González mirando unas fotos que le había dejado una clienta.

—Hola Pablo, acá están los rollos que conseguí en el centro—dijo Benavides—. Con este asunto de la aparición de las cámaras digitales cada vez cuesta más conseguir material para trabajar.
—Gracias don Ernesto. Yo creo que en algún momento tendremos que comprar de esas camaritas, la gente está cada vez más metida en este cuento de internet, y en algún momento deberemos modernizarnos—respondió González—. Además, como esas cámaras no usan rollo, puede que al final hasta terminemos ahorrando.
—Sí, puede ser… bueno, lo veremos en su momento—dijo Benavides—. Ya, me voy de nuevo al centro, tengo que ir a buscar unas fotos que aún no estaban listas cuando pasé de vuelta para acá.
—Tómese su tiempo don Ernesto, el día ha estado flojo, y si llegara a aparecer alguien, yo me encargo.
—Pensaba ir corriendo—dijo Benavides, apoyando la mano en su pierna herida, lo que sacó una sonrisa a González—. Nos vemos más tarde.

Pablo González siguió revisando las fotos que le había dejado una clienta, que quería hacerle un seguimiento a su esposo, pues sentía que algo raro estaba pasando con él, y si tenía una relación paralela, necesitaba aclararlo lo antes posible para intentar salvar su matrimonio. La pareja se veía feliz en las fotografías, no había algún dejo de un sentimiento reprimido en las facciones de alguno de los dos, lo que lo hacía pensar en celos enfermizos de parte de ella, o de una relación paralela de años y que ya no generaba culpas en él. El detective, una vez que terminó de revisar todo el material, guardó todo en un sobre, y dado que no pasaba nada, empezó a dormitar una breve siesta. Algunos minutos después, algunos suaves golpes en la puerta lo despertaron: la clienta había vuelto a conversar del caso con González.

—Buenas tardes señora Pérez, adelante, asiento—dijo González, acomodando la silla de su clienta.
—Buenas tardes señor González, ¿revisó las fotos que le pasé?—preguntó directamente la mujer.
—Por supuesto, acabo de guardarlas recién—respondió González, pasándole el sobre a la mujer con el material que le había facilitado—. Se ven una pareja bastante feliz, ¿hace cuánto están casados?
—Nos conocemos hace cinco años y estamos casados hace cuatro—dijo Pérez—. Tenemos dos hijos, un niño de cuatro y una pequeñita de dos.
—¿Y hace cuánto se mudaron para acá?—preguntó González, seguro al ver las fotos que no eran oriundos del lugar por lo pálidos que se veían y la ausencia del acento y los rasgos propios de la gente nacida y criada en Atacama.
—Hace un poco menos de dos años, luego del nacimiento de la Martina—respondió la mujer—. Nosotros somos concesionarios de casinos, y nos ganamos la concesión de una empresa que le presta servicios a varias mineras de la región. Mi hermana vive cerca de acá hace años, y ella nos avisó de la licitación.
—¿Y cómo les ha ido, hay problemas económicos de por medio, demasiado estrés?—preguntó González, para saber la calidad de vida de su clienta.
—No nos podemos quejar, nos ha ido excelente, el trato con la gente es muy bueno, y nunca ha habido malos entendidos mayores, ni con nuestros empleadores ni con los proveedores—dijo la mujer.
—Bueno, vamos entonces a lo nuestro—dijo González, enderezándose en la silla—, ¿por qué piensa usted que su marido anda en malos pasos?
—Es que  ni siquiera sé si sean malos pasos… la verdad señor González es que mi marido anda muy extraño este último tiempo. Su mente… no funciona como antes.
—¿Podría ser un poco más concreta, señora Pérez?—preguntó González, sin lograr descifrar lo que su clienta decía.
—Mi marido a veces habla de cosas que hemos hecho y que no han sucedido, habla de lugares que hemos visitado que no conozco…—de pronto la mujer agachó la cabeza y se puso a llorar desconsoladamente.
—Tranquilícese señora Pérez—dijo González, acercándole una caja de pañuelos desechables—, entiendo que la situación es complicada, y que usted crea que las cosas que relata su marido las haya hecho con otra persona. De ser así, usted más adelante deberá buscar ayuda psiquiátrica para él, y algo de apoyo psicológico para usted. Debe comprender que si su marido está en un estado mental alterado, no es tan responsable de sus actos que digamos.
—El problema señor González es que me falta contarle una parte de la historia que es importantísima—dijo la mujer, secando sus lágrimas—. Yo… mi hermana es… es mi gemela.
—Ajá—dijo González, creyendo entender el razonamiento de su clienta—. Entonces debo entender que su marido anda con su hermana, sin saber que no es usted, ¿eso me quiere decir?
—Eso creo yo—respondió la mujer, algo más tranquila.
—La verdad no me queda muy claro, señora Pérez. Es muy difícil que después de tantos años su marido aún la confunda con su hermana.
—Si no tuviera ese problema de memoria que le conté, tal vez—argumentó la mujer—. Pero con esa memoria alterada dando vueltas, todo puede pasar.
—¿Cómo es la relación con su hermana, señora Pérez?—preguntó González, a sabiendas que la respuesta jamás sería “buena” o “normal”.
—Casi inexistente—respondió a secas la mujer.
—¿Y usted sabe por qué les avisó de la licitación?—preguntó González.
—La verdad no tengo idea, simplemente lo hizo, y gracias a ello estamos aquí, y en esta situación.
—Señora Pérez, ¿su marido se ausenta mucho de la casa o del trabajo?
—No, sólo lo que el trabajo obliga, cuando debe ir a hacer compras específicas de algún producto que nuestros proveedores no tienen en stock—respondió Pérez—. En general es malo para salir.
—¿Y a qué hora cree usted que su marido está con su hermana gemela?
—Supongo que aprovechan esos tiempos para juntarse… de pronto mi marido sale a comer fuera, y como almorzamos en horarios distintos para no descuidar la atención de la concesión, cada cual come donde se le antoja y por su cuenta—dijo la mujer.
—Bueno señora Pérez, ¿trajo el adelanto que le pedí?—preguntó González.
—Sí claro, acá está—dijo la mujer, entregándole a González un sobre con dinero en efectivo.
—Bien, empezaré ahora mismo con el seguimiento. En cuanto tenga novedades me comunicaré con usted, y si usted lo cree necesario, puede llamarme cuando quiera para ver el avance del caso—dijo González.
—Muchas gracias señor González, ojalá yo esté equivocada, pero estoy casi segura que no es así. Buenas tardes—dijo la mujer, estrechando la mano de González y retirándose de la oficina.
—Buenas tardes señora Pérez, estamos en contacto.

El detective González se quedó sentado en su silla, tratando de desenredar la poco coherente historia de la mujer. Había algo en su relato que lo llevaba a pensar que la mujer no le había contado la historia completa, pero en ese instante era incapaz de descubrir qué era; sólo los avances de la investigación le permitirían aclarar sus dudas.

II

Un hombre algo nervioso se paseaba por el hall de entrada de la empresa minera con un maletín algo ajado colgando de su mano derecha; llevaba puestos unos anteojos y vestía un terno más bien mal cuidado, con partes de tela bastante brillantes y un par de botones de las mangas menos. De pronto se acercó a él un guardia de seguridad que lo estaba mirando hacía un buen rato, al ver que el hombre parecía no ir hacia ningún lado.

—Buenos días señor, ¿qué necesita?—preguntó con voz gruesa y fuerte el guardia.
—Ehh… buenos días… no, buenas tardes, ya son las doce—dijo el hombre mirando su reloj—. Disculpe, ¿usted sabe dónde puedo comer por acá? Me citaron por una entrevista de trabajo y la persona que me iba a entrevistar… bueno, me dijeron cuando llegué que no vino, que estaba enferma de la guatita…
—¿La señora Marta, de contabilidad? Sí, en la mañana avisó que no vendría—dijo el guardia, mirando al hombre que parecía mirar a todos lados—. Siga por ese pasillo hasta el fondo, a mano izquierda, ahí está el casino de los funcionarios, pero también venden colaciones a visitantes. Y no son careros.
—Muchas gracias, se pasó—dijo Pablo González, tras sus lentes sin aumento y su caracterización para pasar desapercibido y poder hacer su trabajo con mayor tranquilidad.

González llegó al casino tratando de pasar desapercibido. Una rápida mirada al lugar le permitió encontrar de inmediato al esposo de la señora Pérez, quien estaba tras un gran ventanal que separaba la zona de preparación de los alimentos del lugar en que se servían las porciones; por más que buscó, no encontró por ninguna parte a su clienta. De inmediato se acercó al autoservicio para poner en práctica su plan de acción: luego de pedir una colación se dirigió a una mesa, y sin que nadie lo notara dejó caer en el plato un cabello largo, del mismo color y tamaño que el de la señora Pérez. Un par de minutos después, y luego de hacer un par de muecas de asco, se acercó al mesón y pidió hablar con el administrador.

—Buenas tardes señor ¿en qué lo puedo ayudar?—dijo el marido de su clienta.
—Buenas tardes señor… Matamala—dijo González, leyendo la identificación del concesionario—, mire lo que apareció en mi colación, señor. Parece que la gente que trabaja con usted no sigue bien las medidas de higiene.
—Mil disculpas señor, esto no había sucedido nunca en nuestro casino—dijo Matamala, con cara de desagrado—. De inmediato le reembolsaremos el dinero. Lo único que puedo decir en nuestra defensa es que nadie del personal es dueño de ese cabello, porque todos usan acá gorro para manipular alimentos, y las funcionarias de hoy día tienen todas el pelo corto. Lo más probable es que ese cabello viene de alguno de nuestros proveedores, y no lo notamos a tiempo.
—Pero puede haber alguien de administración que tenga el pelo así de largo…
—No señor, ninguna de las trabajadoras, o del personal administrativo, tiene el cabello tan largo. Es más, nadie siquiera de otro de los turnos, o del personal interno de la minera, usa el cabello así. Le reitero mis disculpas por no haber visto esta asquerosidad a tiempo, pero le doy mi palabra que este cabello no es de acá—dijo Matamala.
—Está bien, no hay problema. Creo que deberé comer en otro lado entonces. Gracias señor Matamala—dijo González, recogiendo su maletín y acomodando sus falsos anteojos.

Esa misma tarde Pablo González estaba al volante del viejo Kia Pop que había comprado a crédito cuando aún era funcionario de carabineros, y que había alcanzado a pagar antes de ser dado de baja. El vehículo, por lo poco llamativo, era ideal para los seguimientos que debía hacer, pues era casi invisible en medio de los gigantescos todo terrenos que usaban los trabajadores de las empresas mineras. En cuanto vio salir a Matamala encendió el motor y empezó a seguirlo, hasta dar con una casa de grandes dimensiones, pese a lo cual se destacaba por su austeridad y buen gusto; el marido de su clienta se bajó a abrir la reja para guardar el vehículo; una vez dentro se dirigió a la casa, siendo recibido por un niño pequeño que se colgó de él en cuanto abrió la puerta de entrada.

González estaba algo confundido, pues el domicilio en el que estaba no se correspondía con la dirección que su clienta le había dado. La historia se hizo más confusa cuando vio llegar a una mujer añosa a la reja quien tocó el timbre y entró, para que a los pocos minutos su clienta junto a su marido salieran de la mano, se subieran al vehículo y condujeran hasta el centro de la ciudad, a un conocido y concurrido restaurante. Un par de horas después la pareja se dirigió en su vehículo a una disco que quedaba cerca del lugar, de la cual no salieron hasta casi el amanecer del día siguiente. Algunas horas después, cerca de las diez de la mañana, Matamala salió del domicilio en el vehículo, llevándose con él a la mujer añosa que se había quedado la noche anterior al cuidado de los niños. Las respuestas parecían cada vez más lejanas, y González no estaba dispuesto a seguir en el caso hasta tener claro de qué se trataba todo lo que estaba ocurriendo; luego de sopesar todo lo que había pasado en el seguimiento, había llegado la hora de tomar el toro por las astas.

III

Pablo González estaba en la oficina ordenando las fotografías del caso, para entregarle su informe a la señora Pérez, la cual llegaría en cualquier momento. Una vez que tuvo todo listo, se sirvió un café para hacer la espera más llevadera, y terminar luego con esa investigación, para ponerse al día con el resto de los casos. Un par de minutos después que el detective terminó de tomarse el café, la mujer apareció en su oficina.

—Buenos días señora Pérez, adelante, asiento—dijo González, poniéndose de pie y acomodando la silla de su clienta.
—Buenos días señor González. Gracias por llamarme tan pronto, veo que es extremadamente eficiente en su trabajo—dijo la mujer, sonriendo—. Cuénteme, ¿qué novedades me tiene?
—Muchísimas, señora…María Millar—dijo González, abriendo su carpeta y revisando el primer papel que había dentro de la carpeta que contenía el resultado de la investigación.
—¿Qué…? No entiendo a qué se refiere, ni quién es esa persona que…
—Acá está una fotocopia de su carnet de identidad—interrumpió González—, ¿sabe cómo lo conseguí?
—Supongo que en el registro civil…
—No señora Millar, el registro civil no facilita información a privados. La fotocopia me la facilitó Ana Millar, ¿le suena el nombre?—preguntó González.
—Veo que encontró a mi hermana—dijo la mujer—. Ella es la que se está aprovechando de mi marido por su estado de enajenación mental.
—Es interesante esa historia—dijo González—, porque no tiene nada que ver con la que ella me contó.
—Por supuesto, si mi hermana tiene convencido a mi marido de…
—Señora Millar, es suficiente—dijo enojado González—. Ayer fui al casino donde trabaja el señor Matamala, lo seguí a su casa, lo vi junto a sus hijos, vi llegar a la nana, vi cuando salieron a comer y bailar. Ellos son una familia completamente normal.
—Usted no entiende…
—Ayer me decidí a hablar con la supuesta usurpadora, y resultó que toda la historia que usted me contó es cierta, con la única salvedad que la gemela que les consiguió el dato de la concesión a su hermana y su esposo es usted—dijo González.
—Señor González, está cometiendo un error terrible, mi hermana…
—Y si estoy cometiendo un error terrible, ¿por qué aparece usted en la lista de buscados de la Policía de Investigaciones?—preguntó González, mirando a los ojos a la ahora asustada mujer.
—Por favor señor González, créame, mi hermana se está aprovechando…
—¿Señora Ana María del Pilar Millar Echeverría?—preguntó una voz de mujer tras la clienta de González—. Policía de Investigaciones, queda detenida por el delito de falsa identidad, intento de chantaje, e intento de secuestro. Por favor, acompáñenos—agregó la inspectora, tomando por el brazo a la mujer, quien no opuso resistencia.
—Están cometiendo el error más grande de sus vidas, esta maldita perra…
—Es mejor que guarde silencio señora Millar, por su bien—dijo González, mientras la mujer era sacada de su oficina y subida al vehículo policial.
—Señor González, se lo ruego, revise las fotos una vez más…—dijo Ana María Millar, antes que el vehículo policial emprendiera el viaje al cuartel.

Pablo González se sentó en su silla, y sacó nuevamente las fotos, para volver a mirar los detalles del extraño caso. Algunos minutos después Héctor Matamala, el concesionario del casino de la empresa minera, entró tímidamente a la oficina.

—¿Señor González?—preguntó con voz temblorosa.
—Adelante señor Matamala, pase por favor, asiento—dijo González, estrechando la mano del nervioso hombre—. ¿Cómo se siente?
—Mal señor González, esta situación es lo más extraño que me ha tocado vivir—dijo el hombre, que en cuanto vio un cenicero con un par de colillas encendió un cigarrillo y empezó a fumar apresuradamente—. ¿Cómo se dio cuenta de lo que estaba pasando?
—La historia de la señora Pérez y su supuesta hermana gemela obsesiva era demasiado extraña, así es que antes de empezar a gastar recursos en un seguimiento como tal, decidí visitarlo encubierto en su casino para poder ver en dónde vivía en realidad—dijo González, guardando las fotos en el sobre que había traído la mujer—. Cuando llegué a su domicilio me contacté con un amigo que tengo en el conservador de bienes raíces, quien averiguó a nombre de quién estaba esta casa: ahí apareció el verdadero nombre de su esposa, junto al suyo. Pero también en ese instante apareció el aviso de búsqueda por parte de la Policía de Investigaciones, los que me contactaron para que les explicara el por qué de mi interés en el caso. La inspectora a cargo entonces me contó que no eran dos sino una sola persona, que usaba sus dos nombres como identidades aparte, Ana y María, y que en los antecedentes figuraba el trastorno de personalidad de su esposa, el que se había mantenido estable, hasta ahora.
—No lo entiendo, no entiendo nada de esto—dijo Matamala.
—De hecho necesitaba confirmar la situación, y con el permiso de la inspectora me entrevisté con su esposa, quien no me reconoció, y me pasó la fotocopia de la falsa identidad de la gemela—dijo González, mostrándole a Matamala las fotocopias de las dos cédulas de identidad que tenía su esposa, aparte de la real—. Con eso confirmamos que era la persona que ellos estaban buscando, y nos pusimos de acuerdo para hacer la detención aquí, lejos de sus hijos.
—Es que aún no lo puedo creer, ¿cómo nunca me di cuenta…?
—Es difícil de creer y de entender en realidad—dijo González, mientras miraba al cabizbajo hombre—, de hecho si no hubiera contactado a mi amigo del conservador de bienes raíces, o su esposa no hubiera usado la misma ropa después que usted salió de su casa esa mañana, que cuando me trajo las fotos en la primera entrevista, jamás hubiera sabido que era la misma persona.
—¿Pero cómo no me di cuenta de su enfermedad mental? Estuve casado cinco años con ella, y ahora resulta que está detenida por varios delitos…—dijo angustiado Matamala.
—Tiene que entender que los delitos que cometió fueron antes que ustedes se conocieran, y lo más probable es que hayan sido provocados por su enfermedad mental—respondió González—. Lo que la inspectora sospecha es que la vida en pareja haya estabilizado su cuadro, y la decisión de trasladarse de ciudad y de modo de vida lo haya reactivado. Ahora viene un proceso largo, que requerirá de su ayuda para demostrar que su esposa es inimputable, y que más que una cárcel necesita del apoyo de una clínica psiquiátrica y del cariño de su familia para salir adelante. Debe entender señor Matamala que aquí no hay maldad sino enfermedad.
—No sé si pueda hacerlo…
—No puede, debe hacerlo, recuerde a sus hijos—dijo González en tono paternalista—. De hecho le recomiendo que busque lo antes posible ayuda psiquiátrica para usted y sus hijos. Ustedes tienen que salir adelante, y para eso necesitarán apoyo profesional. Y si alguna vez decide que la madre de sus hijos puede volver a ejercer esa labor, usted y sus hijos deben estar preparados para esa determinación.
—Gracias señor González, trataré de seguir mi camino con mis hijos, y de ayudar a que mi esposa mejore lo antes posible. No dejaré que mi familia se desarme por culpa de esta enfermedad—dijo Matamala, poniéndose de pie y despidiéndose de Pablo González, para empezar a recorrer la nueva vida que el destino le había impuesto.

FIN

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