No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

miércoles, 29 de mayo de 2013

La muerte de Pérez



I

Pablo González estaba sentado en la barra del único bar decente del pueblo. Ya llevaba dos meses trabajando en la agencia de detectives privados de Ernesto Benavides, y si bien es cierto ya estaba aprendiendo los gajes del oficio y utilizando su formación policial para facilitar su trabajo, no podía sacarse de la cabeza las amenazas del capitán Pérez. En el tiempo que llevaba aún no estaba participando activamente de ninguna investigación, pues primero debía aprender los asuntos administrativos del trabajo, que servían para informar a los clientes de los avances de aquello por lo que estaban pagando, y de paso podrían servir de respaldo ante algún requerimiento judicial, y todas las regulaciones que limitaban su campo de acción, para no cometer delitos que empeoraran más su aún precaria situación. Además, tuvo que comprarse un arma de fuego, pues al ser dado de baja debió devolver su revólver institucional; por un asunto de costumbre y nostalgia, decidió comprar el mismo modelo que usaba en su trabajo anterior, un Taurus calibre 38 de seis tiros, cañón mediano y empuñadura de madera. Luego de una aburrida tarde de papeleos varios, González se regaló un tiempo para ir al bar a tomar en silencio mientras miraba el espejo delante del cual estaban alineadas todas las botellas, y en el cual, además de reflejarse las etiquetas traseras de los licores, podía ver el alma amargada de quien aún no se acostumbraba a no ser quien había sido, y que no sabría si podría acostumbrarse a ser lo que era y tal vez sería por el resto de sus días.

González estaba bebiendo su segunda piscola; de pronto una voz conocida hablando tras él lo hizo girar bruscamente y  quedar de frente a quien venía entrando, casi como un reflejo.

—Mi sargento Salgado—dijo González poniéndose de pie y cuadrándose frente a un hombre canoso y obeso que entró al bar con ropa deportiva.
—Despabílate huevón, ya no eres carabinero, no tienes que cuadrarte ni tratarme de “mi sargento”, menos cuando ando de franco—respondió el hombre, para luego saludar efusivamente a González.
—Qué gusto verlo de nuevo, mi sargento—dijo González, contento de ver por fin una cara conocida.
—Manuel, me llamo Manuel huevón porfiado—respondió Salgado.
—Prefiero que me diga Pablo, mi… perdón, Manuel—dijo González, tratando de acostumbrarse al nuevo trato que debía darle a quien fuera uno de sus superiores.
—Está bien, Pablo—dijo Salgado, sonriendo al ver la cara de González al tratarlo por su nombre—. ¿Qué ha sido de tu vida, hombre? ¿Cómo está tu familia?
—Bien, estoy empezando a trabajar en una agencia de detectives privados. Por ahora sólo estoy haciendo pega administrativa y pidiendo los permisos necesarios, pero al menos me alcanza para mantenerme. Mi familia está bien, mi esposa me ha apoyado en todo y el resto de mi familia le hace propaganda a la agencia para que tengamos clientes.
—¿Detective? ¿Te pasaste al bando contrario, ahora eres tira?—dijo Salgado sonriendo, aludiendo a la histórica rivalidad entre carabineros e investigaciones.   
—Detective privado, nada que ver con los tiras, eso jamás—respondió González—. ¿Y qué ha pasado en la comisaría, cómo están todos por allá?
—Quedó la cagada con lo de tu sapeo, Pablo. No creo que sea recomendable que te aparezcas por allá al menos por algunos meses—dijo Salgado.
—¿Y por qué tanto?—preguntó González, debiendo tragarse la rabia al saber que no podía contar la verdad, pues ello pondría en riesgo la vida de su familia.
—Lo de Pérez era sabido por muchos, y todos lo callaban. El día después que te dieron de baja y que trasladaron a Pérez, llegó un general con gente de la Dipolcar para intervenir la comisaría. Dos semanas después había cinco bajas más, incluido el teniente que estaba reemplazando a Pérez,
—¿Mi teniente Gómez?—preguntó sorprendido González
—Ya no es tuyo, ni es teniente.
—Cierto, aún no me acostumbro.
—El asunto es que ahora estamos haciendo la misma pega de antes, pero con siete menos—continuó Salgado—, así que no eres recordado con mucho cariño que digamos.
—Lo imagino—respondió González, mirando su vaso medio vacío.   
—Y han pasado más cosas, tanto o más importantes que las bajas y los arrestos.
—¿Qué más podría haber pasado que fuera peor que lo que vivimos?—preguntó González, cabizbajo.
—Mataron anteayer a Pérez—contestó Salgado.
—¿Qué?—dijo González, casi atragantándose con el sorbo del trago que estaba bebiendo.
—Aún no ha llegado la información oficial a la comisaría—dijo Salgado—. Tengo un amigo que trabaja en la frontera, él me contó ayer cuando nos juntamos.
—¿Pero qué chucha pasó, si apenas llevaba dos meses allá?—preguntó González, sorprendido por la noticia.
—¿Tienes tiempo?—dijo Salgado— Mi amigo me contó todo con lujo de detalles, incluidos los que no se sabrán.
—Por supuesto que tengo tiempo—respondió González, recordando la amenaza que le había hecho Pérez, y que ya no se concretaría.

II

El capitán Dagoberto Pérez llevaba un mes y medio en el puesto fronterizo. El lugar al que había sido destinado no tenía ni la mitad de las escasas comodidades que había en su comisaría de origen, en la región de Atacama. El frío y la poca concentración de oxígeno en el aire hacían sus días cada vez más desagradables, y los constantes roces con sus compañeros lo tenían aislado en uno de los lugares más aislados del país. Pero lo peor de todo para él era estar rodeado de “cholos”, gente con rasgos aymara por doquier, y con un modo de hablar arrastrado que le incomodaba sobremanera, máxime pensando en la cuna que lo había visto nacer, y con el entorno socioeconómico con el que le gustaba codearse, que no era otro que aquel que giraba en torno a las esferas de poder. Inserto en una familia cuyos miembros prominentes ostentaban cargos de alto rango y responsabilidad dentro de carabineros, gracias a los sacrificios propios de una carrera profesional bien llevada, y con un tío ejerciendo como diputado reelecto debido al cariño que le tenían sus votantes, Pérez era la oveja negra de la familia, pues a cada rato intentaba usar a sus seres queridos como plataforma y escudo para cometer abusos de toda índole, sin pagar nunca las consecuencias de sus actos. Sin embargo su último delito fue lo suficientemente grande como para no quedar impune, haciendo obligatoria su destinación a otra comuna para evitar un evidente ajuste de cuentas contra quien creían que lo había delatado, y también evitar que los traficantes intentaran cobrar su cuota en ese perverso juego.  

El capitán Pérez se encontraba de turno una noche, en las cercanías de un paso fronterizo no habilitado, pero usado comúnmente por traficantes menores, burreros, y algunos aymaras que no se consideraban bolivianos ni chilenos, sino miembros de la raza que los vio nacer y cuya sangre llevaban con orgullo. Los policías ya conocían a todos quienes frecuentaban ese paso, así que para evitar problemas innecesarios dejaban pasar a los aymaras de siempre, lo que ocurría a ambos lados de la frontera como una suerte de acuerdo tácito, destinado a respetar a la etnia originaria del lugar, y a mantener las buenas relaciones locales entre ambos pueblos, ajenos del todo a los discursos de la clase política que de tanto en tanto inventaban conflictos limítrofes en una frontera administrativa. Cerca de las diez de la noche, y cuando el frío viento del altiplano arreciaba con violencia en el lugar, el sargento Mamani fue a buscar un poco más de mate de coca al vehículo para soportar el frío y la puna: al ver que no quedaba nada, decidió manejar hasta la comisaría para tener con qué pasar la noche.

—Pérez, te quedas un rato solo acá. Si pasa algo me avisas por la radio—dijo el sargento.
—Capitán Pérez, huevón, respeta mi rango—dijo Pérez mirando con odio al cholo vestido de carabinero.
—Y tienes cara de echar encima tu grado después del cagazo que te mandaste… agradece que no te mandaron a la conchetumadre, huevón—respondió el sargento, mientras encendía el vehículo y empezaba el viaje de media hora a la comisaría.

Pérez se quedó en la inmensidad de la noche solo, vigilando un pedazo de tierra que no parecía terminar en ningún lugar, pensando en quién querría pasar por ahí que no fuera un traficante. De pronto tres sombras aparecieron entrecortadas a la luz de la luna, acercándose al lugar en que se encontraba; de inmediato Pérez encendió una linterna y pasó bala en su ametralladora UZI.

—¡Alto ahí, carabinero!—gritó Pérez hacia las sombras, dos de las cuales empezaron a mover sus manos en alto como si estuvieran saludando.
—¿Sargento Mamani? Somos nosotros—dijo una arrastrada y parsimoniosa voz de mujer, con el típico timbre agudo del altiplano.
—El sargento no está, soy el capitán Pérez, acérquense con las manos en alto y lentamente—dijo Pérez hacia las sombras.
—Buenas noches capitán, soy Violeta Quispe y él es mi hermano José—dijo la joven muchacha, acercándose a la luz de la linterna de Pérez.
—¿Qué hacen por acá a estas horas de la noche?
—Traemos un encargo de nuestro padre—dijo la morena y menuda joven de larga cabellera, al hacerse visible en la inmensidad del desierto—. Nos pidió que fuéramos a comprar un llamito para una ceremonia a Bolivia, porque allá salen más baratos.
—Un llamito para una ceremonia… ¿de verdad creen que me voy a tragar esa mentira?—dijo Pérez con voz altanera—Ese animal debe estar cargado de cocaína.
—Esperemos al sargento Mamani, él nos conoce y le explicará…—empezó a decir el muchacho.
—¿No  sabes la diferencia entre un capitán y un sargento, pendejo?—preguntó Pérez, para luego agregar—. Ese huevón es mi subalterno, yo soy acá el que decide de ahora en adelante, cholos de mierda.   
—No le haga caso a mi hermano capitán, es arrebatado desde chico. Le diré a mi papá para que lo ponga en regla—dijo la muchacha, sujetando del brazo a su hermano y medio escondiéndolo tras ella.
—No es asunto mío este cholo malcriado, lo que me interesa es la droga que traen en ese animal—respondió Pérez, cada vez más enojado.
—Capitán, el llamito es para un ritual religioso, nosotros no llevamos droga, ni siquiera mascamos hoja de coca porque nacimos acá, así que no nos apunamos. Si quiere revise el llamito, no lleva nada encima.
—No llevará nada encima, pero probablemente sí adentro—dijo Pérez pasando la ametralladora hacia su espalda y sacando un gran cuchillo con filo en un lado y borde aserrado en el otro.
—¿Qué va a hacer con ese cuchillo?—preguntó asustada la muchacha.
—¿Qué crees que voy a hacer, chola de mierda?—dijo airado Pérez—. Voy a abrirle la panza a tu bicho para sacarle la coca que trae dentro, y después meterlos presos a ustedes por tráfico.
—¡No puede hacer eso!—gritó espantado el muchacho, cruzándose por delante del animal—. El llamito es sagrado, lo vamos a usar en una ceremonia, no lo puedes matar.
—Quítate maricón, estás obstruyendo una operación policial—dijo Pérez avanzando hacia el animal, siendo nuevamente bloqueado por el joven aymara.
—Por favor, esperemos al sargento, él le explicará—dijo la muchacha, casi paralizada en su lugar.
—No metan a esa mierda de Mamani acá, el caso es mío—dijo Pérez dirigiéndose a la muchacha, para luego girar y tomar por la ropa al joven—. Y tú te sales de en medio, o no respondo.
—No lo puede matar…—en ese instante Pérez tiró con fuerza de la ropa al muchacho lanzándolo al suelo, para luego tomar al llamito por la correa y darle un certero corte en el cuello, matándolo de inmediato. Cuando el joven vio morir al animal, se abalanzó sobre Pérez, el cual lo recibió con un violento puñetazo en la cara, para luego botar el cuchillo, tomar la ametralladora, y dispararle al muchacho cuatro tiros al abdomen.

La muchacha estaba consternada, de la nada su hermano yacía en el suelo herido a bala y desangrándose, en un viaje que revestía una connotación religiosa y que ahora se había convertido en un desastre.

—¡Maldito maricón, mataste a mi hermanito!—gritó la muchacha en medio de las lágrimas.
—Fue en defensa propia. Además, cuando le abra las tripas a ese bicho y le saque de dentro la droga, se van a ir en cana por años—respondió Pérez poniéndole el seguro a la ametralladora. Justo en ese instante llegó al lugar el sargento Mamani, iluminando el lugar con las luces de la camioneta verde y blanca.
—¿Qué chucha hiciste, pedazo de ahuevonado?—gritó Mamani, al ver al menudo José Quispe desangrándose en el suelo, y a Pérez con la ametralladora aún humeante.
—Pillé a estos tratando de pasar ese animal cargado con cocaína…
—Ni siquiera sabes de qué estás hablando, mierda—interrumpió Mamani—. ¿Sabes quiénes son estos niños? Qué vas a saber, si lo único que sabes es dejar la cagada en donde estás.
—Te digo que son traficantes…
—¡Cállate mierda!—gritó desaforado Mamani, tratando de encontrarle el pulso al joven—. Estos niños son los hijos del chamán Alfonso Quispe, él es una autoridad religiosa aymara, es conocido en todo el sur de Bolivia y el norte de Chile, maldito huevón.
—¿Y qué me importa a mi, acaso le van a creer más a los cholos que a un capitán de carabineros?—dijo soberbio Pérez.
—No te preocupes Violeta, tu hermano aún tiene pulso. Vamos en la camioneta al hospital regional—dijo Pérez, tomando en brazos al muchacho agónico y subiéndolo a la doble cabina del vehículo, al lado de su hermana.
—Voy contigo adelante para completar el procedimiento—dijo Pérez, acercándose a la puerta del copiloto. En ese instante Mamani pasó por delante del capitán, empujándolo con violencia, lo que desestabilizó al oficial, dejándolo sentado en el suelo.
—No sabes lo que hiciste huevón, no tienes idea lo que hiciste—dijo Mamani, mirando al capitán casi con pena, para luego subir a la cabina y partir raudo hacia el hospital para tratar de salvar a José Quispe.

III

—¿Que le disparaste a quién?—preguntó con voz incrédula el coronel Gamboa.
—Mi coronel, los sospechosos aparecieron…
—Llevas apenas seis semanas acá, seis semanas y baleaste al hijo del chamán Quispe—interrumpió iracundo Gamboa—. ¿Qué mierda tienes en la cabeza para degollar un llamito que traen dos hermanos en medio de la nada, y luego balear a un cabro de doce años porque te empujó? Maldito huevón, si no fueras sobrino del general Pérez ya estarías fuera de la institución hace años, ¿cómo mierda puedes ser tan distinto al resto de tu familia?
—Coronel, si me deja explicarle…
—Sal de aquí, ándate a tu casa, mañana haré un par de llamados para decidir tu próxima destinación—dijo Gamboa—. Y trata por favor de no toparte con nadie en el camino.
—Coronel, si me da la oportunidad…
—Yo te puedo dar todas las oportunidades que se me antojen Pérez, pero el asunto no es tan simple como parece—dijo Gamboa, mirando por la ventana—. Yo tampoco estoy de voluntario, no hay que ser un genio para darse cuenta que es un tremendo esfuerzo vivir y trabajar acá. Cuando llegué me costó entender un poco a esta gente, pero a diferencia tuya me dediqué varios meses a observar a los lugareños, y por sobre todo a los carabineros que estaban desde antes que yo. Aunque tu orgullo te diga otra cosa, hasta el raso más rasca sabe más que tú cuando llegas a un lugar que desconoces.
—Entiendo mi coronel, le prometo que de ahora en adelante seguiré en silencio al sargento Mamani, aprenderé todo lo que él sepa, y lograré limpiar mi imagen—dijo Pérez, tratando de convencer con su discurso al coronel.
—Lo que te acabo de decir es para que lo apliques en tu próxima destinación, de te acá te irás lo antes posible por tu propio bien—dijo Gamboa.
—¿Por qué insiste en que debo irme, mi coronel?—preguntó casi con rabia Pérez—, ¿acaso teme que lo habitantes del lugar intenten hacerme algo, o que la familia del chamán tome represalias en mi contra?
—Pérez…—empezó a decir Gamboa, para luego suspirar profundamente—. Mira, hay cosas que no se entienden desde nuestra formación. El chamán Quispe es un líder religioso querido y respetado, pero también temido, porque la gente le atribuye poderes. Yo nunca he visto nada por mis propios ojos, pero los rumores vuelan, y mucha gente cuenta cosas de este chamán. Inclusive un carabinero dice que vio cosas no explicables respecto de alguien que le quedó debiendo un animalito a Quispe.
—Disculpe mi coronel, pero eso para mi es ignorancia.
—Ese es otro motivo por el que tienes que irte, no puedes andar gritando a los cuatro vientos que las creencias de la gente que nos rodea es ignorancia. Ándate a tu casa, estás con permiso hasta el lunes. Buenos días—terminó de decir Gamboa, no dando pie a continuar el diálogo.

Dagoberto Pérez estaba frustrado, nada estaba saliendo como debía salir, él debería estar en alguna oficina en Santiago haciendo trabajo administrativo y no en el extremo norte de Chile, cuidando la frontera y siendo cuestionado por balear a un cholo que de seguro era traficante, o que en poco tiempo más lo sería. Y ahora más encima estaban preparando una nueva destinación, por el miedo que todos le tenían al padre del cholo. Pero Pérez no pensaba quedarse callado o sin hacer nada, estaba dispuesto a desenmascarar a ese tal chamán Quispe, pues lo más probable es que fuera un traficante de marca mayor que usaba como pantalla lo de ser chamán. Si era capaz de aclarar ese caso, en vez de redestinarlo le darían la jefatura de la comisaría, y por fin podría limpiar ese antro de toda la basura que lo contaminaba.

Pérez estaba terminando de vestirse. En ese momento, unos pasos apagados y que avanzaban con lentitud empezaron a sentirse en el pasillo que daba al vestidor, y que no se correspondía con el sonido característico de los bototos oficiales que todos usaban en la comisaría. Pérez sacó su arma de servicio y se acercó lentamente a la puerta.

—¿Quién anda ahí?—preguntó con voz fuerte, sin recibir respuesta—. Soy el capitán Pérez, ¿quién anda ahí?

De pronto Pérez vio una silueta menuda acercarse por el lado del pasillo en que había un tubo fluorescente quemado. Su semblante palideció al ver que se trataba de José Quispe, el chico al que le había disparado la jornada anterior. De inmediato Pérez amartilló su revólver y apuntó al joven.

—¿Qué haces acá, cholo de mierda?—preguntó con miedo Pérez—. Ayer te metí cuatro tiros, no te pueden haber dado de alta altiro. Levanta las manos huevón, o te juro que con la quinta bala no fallo.

El muchacho pareció no escuchar, y siguió caminando con su lenta y leve marcha hacia Pérez, quien sin mediar una nueva advertencia disparó de inmediato a la cabeza del niño. En ese instante el tubo fluorescente quemado se encendió, dejando el pasillo iluminado, una bala incrustada en la pared, y nadie más acompañando al oficial. Un par de segundos después todos los carabineros llegaron al lugar con sus armas desenfundadas.

—Capitán Pérez, ¿qué pasó?—preguntó el sargento Mamani, mientras guardaba su revólver.
—El cholo de mierda al que le disparé, vino a atacarme… ¿dónde chucha se metió?—dijo Pérez, aún asustado.
—Mi capitán, con todo respeto, yo soy amigo del chamán Quispe, y ayer fui a visitarlo al hospital—dijo un carabinero de evidentes facciones aymaras—. El hijo del chamán está en la UTI, conectado a no sé qué máquina porque no puede respirar por sus propios medios. Quien sea que se haya metido acá, no era el niño.
—¿Me están agarrando para el hueveo acaso?—preguntó Pérez, desconcertado—. Si creen que van a lograr echarme están muy equivocados, yo sé lo que vi, estaba en penumbras, justo debajo del tubo fluorescente malo, el que ahora está funcionando.
—Capitán Pérez, por favor guarde su arma—dijo Mamani—. Acá no hay ningún tubo fluorescente malo, están todos funcionando normal, y evidentemente lo que sea que usted vio no fue el muchacho al que baleó.
—¿Estás insinuando acaso que lo inventé?—preguntó enrabiado Pérez.
—No capitán, estoy diciendo que no hay nadie en el pasillo que no sea carabinero, que el tubo fluorescente nunca ha estado malo, y que el muchacho al que le disparó está grave e internado en el hospital. No tengo idea qué habrá visto, yo sólo veo una bala incrustada en la pared—respondió calmadamente Mamani.

Dagoberto Pérez guardó su arma, y enfiló sus pasos hacia los vestidores, mientras el resto de los carabineros volvía a su rutina normal. Mientras terminaba de amarrarse los zapatos intentaba entender qué diablos había pasado, sin lograr encontrar explicación alguna. Luego de cerrar su mochila salió al pasillo para dirigirse a la salida, encontrándose nuevamente con el tubo fluorescente en mal estado; de inmediato sacó su revólver y empezó a caminar apegado a una de las paredes. Cuando miró hacia atrás, a la puerta del vestidor, vio nuevamente la silueta de José Quispe, quien avanzaba lentamente hacia él.

—Pendejo culiao—dijo el capitán, para dispararle dos tiros al cuerpo, instante en el cual la luz se normalizó, y la silueta desapareció en el aire.

Pérez se devolvió al vestidor, viendo afirmado frente a su casillero al muchacho, quien parecía mirar permanentemente al suelo.

—Cholo de mierda, ¡muérete de una vez!—gritó Pérez, descerrajándole nuevamente dos disparos.

Dagoberto Pérez salió despavorido corriendo del pasillo de los vestidores, para llegar al salón central de la comisaría donde todos los carabineros estaban con sus armas desenfundadas y listos para ir en ayuda del capitán. El hombre apareció con ojos desorbitados y el arma apuntando al cielo, mirando a todos a ver si en alguno encontraba la explicación que necesitaba para no volverse loco.

—Pérez, guarda el arma hombre, acá estás seguro—dijo frente a él el coronel Gamboa—. Veremos el modo de ayudarte, pero por favor, guarda ese revólver.
—El cholo de mierda ese anda por acá, me está buscando para matarme—dijo Pérez, sin dejar de mirar a todos lados.
—Tranquilo capitán, ya lo hablamos en el vestidor, el niño Quispe está hospitalizado grave, no pudo ser él a quien vio—dijo con voz suave Mamani.
—Sé lo que vi, ese pendejo me está buscando para matarme—dijo Pérez.
—Pérez…—empezó a decir el coronel.
—¡Cállense mierda!—gritó Pérez, mirando para todos lados, y sin bajar su arma—. Ustedes le tienen miedo a ese…—de pronto su mirada se clavó en la puerta de entrada de la comisaría—. Ahí está…

Los ojos de los carabineros se dirigieron al punto que indicaba Pérez con su arma. En el lugar todos vieron la silueta de José Quispe, parado mirando al suelo, y con las cuatro heridas visibles en su polera ensangrentada.

—Dios mío, este huevón tenía razón—dijo espantado el coronel Gamboa.
—Les dije que era ese cholo de mierda, se los dije—dijo Pérez. En ese instante la silueta levantó la cabeza y miró con sus vacíos ojos al capitán.
—No puede ser, ese niño estaba hospitalizado grave anoche—comentó casi como un susurro el carabinero amigo de la familia.
—Pero no te saldrás con la tuya, jamás, cholo de mierda—dijo Pérez, para luego abrir su boca, introducir el cañón de su revólver y disparar la última bala que quedaba en la nuez. En ese preciso momento, la silueta en la comisaría desapareció, para no volver a aparecer nunca más.

IV

Pablo González estaba casi paralizado en su asiento, con la piscola aún en su mano y sin querer creer lo que Manuel Salgado le estaba contando.

—No lo entiendo… ¿pero no me acababa de decir que lo habían muerto?—preguntó González, aún sorprendido con la historia.
—Esa es la versión oficial que llegará a la comisaría—dijo Salgado, apurando el último sorbo de su trago—. La historia dirá que hubo un enfrentamiento con traficantes en la frontera, que Pérez disparó su carga completa, y que una bala disparada por los traficantes le dio de lleno en la boca, matándolo instantáneamente.
—¿Y alguien sabe qué diablos fue lo que pasó, acaso era el fantasma del niño el que lo andaba penando?—preguntó intrigado González.
—Parece que no, porque el niño no murió, dicen que ya despertó y que sigue recuperándose de sus heridas—respondió Salgado.
—Entonces nadie sabe qué o quién era ese niño—dijo González
—Mi amigo dice que es obra del chamán, que así se encargó de vengar el baleo a su hijo—dijo Salgado—. Yo no sé de esas cosas Pablo, lo único que sé es que Pérez se mató, y por fin nos sacamos ese cacho de encima. Ahora simplemente hay que seguir viviendo no más.
—¿Y la familia del capitán aceptará esa historia sin chistar?—preguntó González a Salgado, quien sacaba en ese instante su billetera.
—Eso espero; si no, empezarán las investigaciones y esta cosa se pondrá color de hormiga—comentó Salgado—. De todos modos, como fueron ellos los que encubrieron lo de tu sapeo, no me extrañaría que también hubieran inventado esta historia medio heroica. Tú sabes, siempre es bueno tener un mártir en la familia. Ya Pablo, me voy, voy a dejar pagada la cuenta.
—No es necesario…
—Por lo menos esta vez pago yo—dijo Salgado—. Cuando ya tengas un sueldo seguro, tú invitas.
—Está bien. Gracias Manuel, estamos en contacto—dijo González
—Por supuesto, cuídate—dijo Salgado, despidiéndose de González y abandonando el bar.

Un par de minutos después, Pablo González salió del bar para ir a su hogar. Si bien es cierto la extraña muerte de Pérez lo sorprendió, al menos ahora tenía un problema menos del cual preocuparse. Pese a todo, el destino empezaba a mostrarle una cara algo más sonriente para su incierto futuro.

FIN
  

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martes, 14 de mayo de 2013

Matapacos (precuela de Kon© 2013)



Matapacos

I

—¿Estamos todos de acuerdo, correcto?—preguntó el coronel Gutiérrez.
—Sí mi coronel—se apuró en contestar el capitán Pérez.
—Sí mi coronel—respondió el carabinero González.
—Está bien. Este incidente no se debe dar a conocer a la luz pública, ese es el compromiso. Si no respetan este trato, esto llegará a la corte marcial y todos saldremos perdiendo, pero en especial ustedes, ¿quedó claro?
—Sí mi coronel—respondieron al unísono los dos carabineros.
—Correcto. Capitán Pérez, vaya a buscar sus cosas y diríjase a su nueva asignación. Y no quiero saber nada más de usted en mucho tiempo, al menos de aquí hasta mi retiro—dijo el coronel con evidente enojo—. Carabinero González, vaya a buscar sus pertenencias y entregue su  uniforme y su arma. Ojalá sus años como carabinero le sirvan de experiencia en la vida, y que esta destitución lo ayude a abrir los ojos para que no vuelva a cometer errores que comprometan su futuro y el de su familia. Que le vaya bien.
—Gracias mi coronel—respondió el ahora ex carabinero Pablo González, estrechando la mano de su ex oficial y mirando con rabia al capitán Pérez, quien dejaba ver una sonrisa socarrona luego de haberse salido con la suya.

Pablo González salió de la comisaría con rumbo a su casa. Ya había conversado con algunos ex colegas para ver la posibilidad de conseguir empleo como guardia de seguridad, y poder ganarse la vida de modo digno, y darle a su esposa y a su pequeña hija todo lo que merecían y necesitaban, pues ellas no eran responsables de los hechos que habían terminado en su destitución. González estaba destruido, había perdido el sueño de su vida y el sostén que le permitiría cumplir sus planes a futuro por culpa de su inocencia y sus ganas por hacer las cosas bien. De todos modos, y pese a la incertidumbre laboral en que se encontraba, estaba tranquilo con su conciencia y con las enseñanzas de sus padres, que siempre le inculcaron la rectitud como virtud principal.

Mientras caminaba por las polvorientas calles, González empezó a escuchar una suerte de murmullo a su paso, a veces susurrado, otras hablado en voz baja pero sin mirarlo directamente a él. De pronto, un hombre ebrio, que había estado en el instante en que se había sellado su futuro días atrás, se paró frente a él y le gritó:

—Te pasaste matapacos, ese huevón del capitán… ese poh… se merecía lo que le pasó…

González esquivó al hombre que seguía gritando alabanzas y parabienes a su nombre en medio de la calle, mezclado con bendiciones religiosas para el ex uniformado, y garabatos para el capitán Pérez, el gobierno, la locomoción y el clima. A esas alturas González sólo quería olvidar, pero al parecer su pueblo natal no se lo permitiría, al menos en el corto plazo.

Luego de cambiar un poco el rumbo para evitar al ebrio y su grandilocuente discurso, González se encontró en una calle poco concurrida pero cercana a la plaza de armas de la ciudad. De pronto vio un letrero puesto en una anticuada y bastante mal mantenida construcción, que correspondía a una pequeña agencia de detectives privados, y que ofrecía empleo a ex uniformados para hacer investigaciones contratadas por particulares. Dado lo fortuito del hallazgo, González decidió pasar a preguntar por el aviso, al menos para saber si tenía alguna alternativa a terminar sus días como guardia en algún supermercado o camión de transporte de valores. En cuando abrió la puerta y entró a la vieja oficina, un hombre enjuto y añoso apareció tras el escritorio situado al centro del lugar.

—Buenas tardes joven, soy Ernesto Benavides, ¿en qué lo puedo ayudar?
—Buenas tardes, quería preguntar por el aviso que hay pegado en la pared, en que piden ex uniformados para trabajar en su agencia.
—Ah, ya veo— dijo el hombre algo desilusionado al creer que tendría un cliente nuevo—. Asiento joven, ¿trajo su currículum?
—La verdad es que sólo pasé a preguntar… verá, acabo de quedar cesante y estaba viendo en qué ganarme la vida.
—Pero el aviso dice claramente ex uniformados, y usted es muy joven para haber jubilado—dijo el anciano.  
—Soy ex carabinero, de hecho me acaban de… dar de baja—dijo algo avergonzado González.
—Ah, ya veo. Entonces si lo acaban de dar de baja tiene que haber sido por alguna falta grave, por lo que es esperable que no tenga referencias—dijo el dueño de la agencia—. Y dígame, ¿qué falta cometió señor…?
—González, Pablo González—dijo el ex carabinero, esperando que el hombre al otro lado del escritorio no hubiera escuchado su nombre, o al menos no lo recordara.
—¿El matapacos?—preguntó sorprendido el viejo investigador privado—. ¿Y no lo metieron preso por lo que hizo?      
—La historia tiene más aristas que lo que la gente sabe o cree saber, señor Benavides—dijo González, bastante contrariado, mientras se ponía de pie—. Disculpe por quitarle su tiempo, es obvio que no tengo el perfil profesional que usted espera.
—¿Para dónde va, señor González?—preguntó Benavides—. La entrevista de trabajo está recién empezando, yo sólo manejo la historia que corre de boca en boca por este pueblo de viejas peladores y viejos copuchentos. Creo que lo menos que le debo es la posibilidad que me cuente su versión de los hechos, en una de esas podemos llegar a algún arreglo laboral que nos convenga a ambos.
—Está bien señor Benavides, le contaré lo sucedido, y usted decidirá si sirvo o no para este trabajo—dijo González, disponiéndose a contar los hechos que terminaron con su destitución.

II

Dos semanas antes de la entrevista en la agencia de detectives privados, el carabinero González se encontraba junto a otros colegas y suboficiales siguiendo la pista de un grupo de burreros que estaban internando cocaína y pasta base desde Bolivia, y que no habían podido ser capturados pues cada vez que había algún dato, parecían enterarse justo a tiempo para cambiar sus planes, lo que llevó al servicio de inteligencia a suponer que había alguien pasándoles información desde alguna institución del Estado. El fiscal a cargo del caso estaba furioso con las constantes caídas de las pistas que lograban obtener, lo que lo llevó a conseguir con el juez una orden para iniciar una investigación paralela encubierta, que estaría a cargo de personal especializado, mientras la gente de la comisaría seguiría en la investigación formal. Un martes en la tarde, cuando González iba saliendo de su turno, fue abordado por dos hombres desconocidos y vestidos de civil, quienes le mostraron credenciales que los identificaban como miembros de la dirección de inteligencia de carabineros, y que lo hicieron subir a una van sin distintivos.

—¿Qué sucede mi teniente, hice algo indebido?
—Parece que no sabe por qué está acá, González.
—No mi teniente—respondió confundido González.
—Estamos en una operación encubierta llamada Zorro Andino. ¿Sabe para qué son buenos los zorros, González?
—No mi teniente—respondió casi asustado González.
—Son buenos para robar sin dejar muchos rastros. Estamos siguiendo a un zorro de esta zona, que le está robando los arrestos a los carabineros.
—No entiendo mi teniente.
—Quiere decir que alguien de tu comisaría le pasa el dato a los traficantes bolivianos, o les roba la droga para hacerse de plata, huevón pavo—dijo el acompañante del teniente.
—Mi sargento, yo no tengo nada que ver…
—Claro que no, se necesita ser inteligente para una operación así—interrumpió el sargento—. Necesitamos de tu ayuda, González. Tenemos listo un palo blanco que pasará mercancía a través de un paso fronterizo, tú vienes con nosotros para hacer la identificación de quien detengamos.
—Sí mi sargento, ¿y esto cuándo será?
—No le comunicaremos fecha ni hora González, es imprescindible que nadie sepa nada de esto—intervino el teniente—. Usted lo sabrá en el instante en que deba saberlo. Ah, y como comprenderá, nada de esta conversación debe salir de este lugar, no puede comentarlo ni con su familia, ni con sus superiores, ni menos con sus compañeros. ¿Está claro, González?
—Sí mi teniente—respondió González, mientras el sargento abría la puerta y le hacía señas para que bajara rápido de la van.

Una semana después, justo antes de entrar a su turno, la misma van estaba esperándolo frente a la comisaría, en esta ocasión con el motor encendido. En el instante en que González pasó frente a la puerta lateral del vehículo ésta se abrió, y la desagradable cara del sargento haciéndole señas para que entrara apareció entre varios rostros desconocidos, dos de los cuales iban con pasamontañas de color verde institucional. En cuanto estuvo arriba la puerta se cerró y el vehículo inició su marcha con rumbo desconocido.

—Buenos días mi teniente, buenos días mi sargento—dijo con voz marcial González, ante la desidia de todos quienes viajaban en el vehículo.
—¿Andas con tu arma de servicio?—preguntó el sargento.
—Sí mi sargento—respondió González, preocupado.
—Ponte la pistolera y el arma, y deja tu mochila acá en la van—ordenó el sargento; una vez que González estuvo listo, el sargento echó mano a un chaleco antibalas negro, sin distintivos—. Póntelo, servirá para que el resto del personal del operativo no te confunda con los carabineros corruptos.
—De más está recordarle González, que todo lo que ocurra ahora es materia de investigación del servicio de inteligencia de carabineros, nada de esto se debe saber, bajo ninguna circunstancia.
—No se preocupe mi teniente, no revelaré nada de lo que pase—respondió González, cada vez más extrañado por el modo en que se estaban dando las cosas.
—Ah, por si acaso yo no soy tan confiado como mi teniente—agregó el sargento—. Yo sé dónde vives, con tu joven y bella esposa Marta y tu pequeñita recién nacida, la Marianita—al escuchar al sargento el semblante de González cambió de inmediato—. Qué bueno que te haya quedado claro el mensaje, huevón pavo. Nada de lo que pase se te puede salir, y si se te sale, te doy donde más te duele.
—No le hagas caso al sargento, le gustan mucho las series de televisión de espías y esas cosas.
—Dile eso al último huevón al que se le cayó el casete—dijo uno de los miembros del equipo que miraba fijamente al suelo.  
—Suficiente—dijo uno de los hombres con pasamontañas, al ver que González acercaba su mano a su arma de servicio.
—Vamos a lo nuestro señores—agregó el teniente—González, usted va junto al sargento, no se separe de él.
—Sí mi teniente—respondió González mirando con odio al sargento, que lo seguía mirando con una sonrisa en su rostro.

De pronto la van se detuvo, bajando todo el contingente en silencio, quedando al final el sargento y Pablo González. Cuando el sargento se devolvió a cerrar la puerta de la van, González sujetó con fuerza el brazo del suboficial, lo miró a los ojos y le dijo:

—No vuelvas a meter a mi familia en esto.
—Si sigues la única regla, nunca se enterarán de nada—respondió el hombre, soltándose sin dificultad de la tomada del joven carabinero, para luego agregar—Ahora vamos a lo nuestro, mientras antes terminemos, antes dejarás de ver mi inolvidable sonrisa.

III

El grupo de hombres seguía de cerca a los dos encapuchados, quienes subieron rápidamente una loma y se parapetaron tras unas rocas, lo suficientemente altas y extensas como para esconder a todo el grupo. González  se ubicó al lado del sargento, y a una señal de éste se asomó con cuidado para tratar de ver sin ser visto. Justo antes de asomarse, una voz conocida para él se dejó escuchar en el desierto.

—¿Trajiste lo acordado?—dijo la voz del capitán Pérez, el comisario de la tenencia donde él prestaba servicios.
—Por supuesto jefecito, acá está la mercadería que hablamos—respondió una voz con marcado acento altiplánico—. Es cocaína de alta pureza, quince kilos, tal como acordamos, jefecito.  
—Así me gusta, que la gente cumpla sus compromisos—dijo Pérez mientras miraba los paquetes con la droga—. Déjalos en la parte de atrás de mi camioneta, y ándate luego para que no tengas problemas.
—Bueno jefecito. ¿Cuándo puedo pasar mi cargamento con seguridad?—preguntó el tipo que trajo la droga.
—Ah, eso, casi lo olvidaba—dijo Pérez mostrándole una gran sonrisa a su interlocutor—. El martes próximo estaremos toda la tarde cuidando el paso que hay cinco kilómetros al norte, así que ahí tienes vía libre para que tu cargamento pase seguro.
—Muchas gracias, jefecito Pérez—respondió el hombre.

En ese instante los dos hombres con pasamontañas se pusieron de pie y sacaron de entre sus ropas ametralladoras UZI de 9 milímetros: el policía encubierto había dado la clave para que entrara el equipo en acción.

—¡Dipolcar, todos al suelo, mierda!—gritó uno de los hombres con pasamontañas identificándose como miembro de inteligencia de carabineros, y apuntando su arma a la cabeza del capitán Pérez, mientras el resto de los hombres rodeaba al resto de los involucrados. En ese instante el sargento llamó a Pablo González y lo llevó al lado del capitán.
—¿Identifica a alguien acá?—preguntó el sargento mientras se desarrollaba la revisión de las vestimentas de los detenidos.
—A mi capitán Pérez, mi sargento—respondió nervioso González, al ser confrontado con su comisario.
—Tenemos identificación positiva—dijo el sargento a los carabineros de pasamontañas, para luego girar hacia González y estrechar su mano—. Gracias por su colaboración González, la información que nos dio nos permitió descabezar esta banda de policías corruptos.

González quedó paralizado: el sargento lo había sindicado en público como un soplón. Justo cuando el carabinero se disponía a responder al sargento, fue violentamente derribado: el capitán Pérez se había liberado de sus captores y se había abalanzado sobre él.

—¡Sapo conchetumadre, te voy a matar!—gritó descontrolado el oficial, mientras se trenzaba a golpes con González, quien sólo atinó a enfrentar al capitán, sin ser capaz de hablar en su defensa. Antes que el sargento permitiera que el resto de los hombres interviniera, González logró ponerse de pie, y gracias al duro trabajo físico que le tocaba desempeñar, pudo tomar ventaja de la pelea y golpear con la suficiente fuerza a Pérez como para derribarlo e impedirle volver a ponerse en pie. La rabia lo llevó a descontrolarse y a arrojarse sobre Pérez, a quien empezó a golpear con inusitada violencia en el suelo, debiendo ser reducido por el equipo de inteligencia a cargo del procedimiento. Desde el suelo Pérez empezó a revisar sus heridas, para después sentarse en una piedra y mirar con odio a González.

—No te voy a matar conchetumadre porque no quiero, pero me voy a encargar que te echen y que nadie más te dé trabajo en tu puta vida, mierda—dijo mirando a su subalterno.
—No estás en condiciones de amenazar, te pescamos con suficiente evidencia para que no salgas por años de la cárcel—intervino uno de los policías con pasamontañas.
—Eso es lo que ustedes creen, manga de ahuevonados—dijo con soberbia el capitán—. Tengo familiares influyentes en el parlamento y en el alto mando de la institución, y les aseguro que no me va a salir por nada esta huevada. Y esto te va a costar carísimo, sapo de mierda—dijo Pérez, dirigiéndose a González.
—El testimonio de González ya no es necesario—dijo el teniente que lo había contactado—. De todos modos no podemos dejar de agradecer su colaboración.  
—Pero…—intentó intervenir González, siendo asido por el brazo por el sargento, quien le habló en voz baja.
—Recuerda a la Marta y a la Marianita huevón—dijo el sargento—. Necesitamos mantener en reserva a nuestros agentes encubiertos, así que para efectos de este caso tú lo delataste. Y recuerda, si no rompes la regla, nada le pasará a tu familia.
—Te van a echar y te vas a morir de hambre, hocicón culiao, nadie te va a dar trabajo en la ciudad, te lo juro mierda, no te vas a salir con la tuya—dijo descontrolado el capitán Pérez, mirando con furia a Pablo González, quien sólo atinaba a mirar el suelo sin poder responder.
—Ya, se acabó esta cháchara—dijo uno de los hombres encubiertos—. Suban a este huevón a la van, para trasladarlo a la fiscalía militar y hacer la formalización de cargos. González, te vas en el otro vehículo.

IV

—Eso es todo señor Benavides. El capitán Pérez es sobrino del fiscal militar, primo de un diputado e hijo y sobrino de dos generales del alto mando de carabineros, así que movió sus influencias para salir limpio de la situación, siendo castigado sólo con un traslado forzoso a la frontera, donde estará varios años y será vigilado por la gente a cargo de pasos fronterizos. A mi… a mi me dieron de baja por denunciar supuestamente esta operación fuera de tiempo. Según la resolución, si yo hubiera denunciado antes, se hubieran evitado varias operaciones de los traficantes. ¿Le sirve mi versión de los hechos, señor?
—Sólo tengo una duda, ¿por qué te dicen matapacos?—preguntó el detective privado.
—Ah, eso… porque en el arresto había también un consumidor, que llegó al lugar buscando un mejor precio, y que vio cómo le pegué a mi capitán Pérez. Él llegó diciendo que hubo una pelea en que un carabinero casi mató al otro a puñetazos.
—Vaya historia, hombre.
—Bueno, esa es mi verdad. Gracias de todos modos por haberme escuchado, necesitaba contarle a alguien de mis desventuras. Buenas tardes, señor Benavides.
—Buenas tardes señor González, lo espero el lunes a las ocho… no, nueve de la mañana—dijo Benavides, quien sonrió ante la aparatosa cara de sorpresa de González—. Usted fue utilizado por la Dipolcar y por sus superiores, y pese a ello sigue hablando con respeto de todos. Eso señor González, respeto, es lo que le hace falta a esta sociedad. Tal vez encuentre algo aburrido el trabajo, pero tendrá un sueldo seguro todos los meses. Le aconsejo que cuando su economía esté más estable saque algún seguro de vida a nombre de su familia, nunca está de más. Y bueno, si con los años le toma el gustito a este trabajo, puede que cuando decida retirarme le venda a un precio conveniente esta agencia.
—Gracias señor Benavides, le aseguro que no lo defraudaré. Buenas tardes, y gracias de nuevo.                                  

Pablo González llegó caminando a su casa, a algunas cuadras de lo que sería su nuevo empleo. Cuando llegó encontró a Marta, su esposa, parada en la puerta con su hija Mariana en brazos, para darle un largo y cariñoso beso de bienvenida.

—Qué bueno que llegaste, me tenías algo preocupada—dijo la joven mujer, que miraba con curiosidad la leve sonrisa que dejaba ver el rostro de su esposo—. ¿Ya terminó todo?
—No. De hecho acaba de empezar—respondió esperanzado el detective privado Pablo González.

FIN

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