No creas todo lo que lees, y por ningún motivo dejes de creer. No pierdas la capacidad de asombro, pero deja de asombrarte por todo

sábado, 29 de junio de 2013

Benavides y González, detectives privados



I



—Buenos días, “Benavides, detectives privados”, habla Pablo González, ¿con quién hablo?—dijo el detective González, repitiendo la frase de presentación que decidió usar en su trabajo en la agencia de seguimientos.

—Bah, ¿desde cuándo el maricón Ernesto tiene empleados? Parece que le ha ido bien al viejo hijo de perra—dijo una voz al otro lado del teléfono.

—Ya que no desea contratar nuestros servicios voy a cortar—respondió González, usando otra de de las frases que tenía a mano para facilitar su desempeño como telefonista—. ¿Desea dejar algún recado?

—Sí, dile a ese viejo hijo de puta que voy a ir por él cuando menos lo espere—dijo la voz.

—Su recado será entregado a la brevedad. Buenos días.



Pablo González siguió organizando su horario del día, tenía un par de seguimientos pendientes, y uno de ellos debía realizarse ese día, pues había averiguado que el esposo infiel de una de sus clientas se juntaría con su pareja furtiva esa tarde en un café de la periferia. Era imprescindible llevar pruebas fehacientes, para que la mujer se convenciera y asumiera que su esposo la engañaba, pero no con otra mujer. Justo cuando se aprestaba a salir, llegó Ernesto Benavides.



—Buenos días don Ernesto, ¿cómo está?

—Hola Pablo, bien—respondió Benavides—. ¿Y tú cómo has estado?

—Bien jefe, ordenando el tiempo del día para alcanzar a hacer todo lo que debo. Hay que cerrar los casos para poder cobrar las lucas—dijo González.

—¿Ha habido alguna novedad?—preguntó Benavides.

—Una llamada hace unos diez minutos de algún tarado  al que probablemente usted pilló en malos pasos, y que ahora llama para insultar—respondió González—. Le corté educadamente, como usted me enseñó.

—¿Y dijo algo en especial quien llamó, o sólo las típicas amenazas de siempre?—preguntó Benavides mientras se servía un café.

—¿Aparte de los garabatos? Dijo que vendría por usted cuando menos lo esperara—respondió González, poniéndose de pie para salir a su primer destino de la jornada.

—¿Por casualidad se refirió a mi de algún modo distinto?—preguntó Benavides, mirando a González.

—No, con garabatos, como todos los infieles a los que desenmascaramos y creen que somos los culpables de sus fracasos matrimoniales—respondió González, sin darle mayor importancia al tema.

—¿No te fijaste si se refirió a mi por mi nombre o por mi apellido?—volvió a preguntar Benavides, haciendo que González se devolviera y se sentara en una de sus sillas.

—Por su nombre—dijo González—, de hecho lo llamó el “maricón Ernesto”

—Apareció este chuchesumadre—dijo Benavides, dejándose caer en su silla y llamando la atención de González, quien nunca había escuchado salir de la boca de su jefe alguna mala palabra, ni menos un improperio de ese calibre.

—¿Qué pasa don Ernesto, hay algo en que lo pueda ayudar?—preguntó preocupado González.

—No Pablo, no hay nada que me puedas ayudar, esto es parte de mi pasado y es mi obligación hacerle frente solo—respondió Benavides.

—Don Ernesto, tal vez esto no sea asunto mío, pero si estoy trabajando es por usted, que me dio la confianza después que me dieran de baja de carabineros—dijo González, casi emocionado—. Déjeme agradecer todo el apoyo que me ha dado, yo sé que   puedo hacer algo, cuente conmigo.

—Gracias Pablo, de verdad,  pero esto es más bien personal. Anda a hacer los seguimientos del día, los clientes no van a esperarnos eternamente—dijo Benavides, poniéndose de pie y entrando a su privado.



González salió algo contrariado a hacer su trabajo, no le gustaba ver complicado a su jefe; mal que mal el añoso hombre le enseñaba día a día los trucos del oficio, y pese a que a veces los clientes escaseaban, se daba la maña para pagarle el sueldo íntegro y a tiempo. Muchas veces González había intentado escudriñar en la vida personal de Benavides, pero el hombre de inmediato se cerraba a la posibilidad de compartir algo más que trabajo con su empleado y aprendiz, y por un asunto de respeto, González no intentaría investigar el pasado de su jefe. Luego de masticar su momentánea rabia, González salió en busca del marido de su clienta y su amante.



Un par de horas más tarde González volvió a la oficina, luego de haber ido a dejar el rollo fotográfico al revelador que se encargaría de entregarle el material que serviría para cerrar un nuevo caso. En cuanto entró, notó que había algo de desorden en el estar, y que tras la puerta del privado de Benavides se escuchaban algunos quejidos. De inmediato sacó su revólver y entró a la oficina, encontrando a su jefe tirado en el suelo con evidencias de haber sido golpeado en el rostro en reiteradas ocasiones, y con un gran corte en el cuero cabelludo, justo donde se hacía la partidura para peinarse. González, luego de mirar a todos lados y cerciorarse que no hubiera nadie oculto, guardó su arma, llamó una ambulancia e intentó confortar a Benavides mientras llegaba el vehículo de emergencias. Cuando González empezaba a limpiar la sangre de su rostro e intentaba evitar que su jefe se incorporara, el viejo detective se desmayó, no sin antes decir:



—Aléjate del tiburón Albornoz…



II



Pablo González estaba en la sala de espera del servicio de urgencias del hospital base. Al no ser familiar de Benavides no tenía autorizada la entrada, así que no quedaba más que esperar la llegada de la esposa de su jefe, a ver si a ella le decían algo. Cerca de una hora después de haber llegado, las puertas de la sala de atención se abrieron, y por ella salió Ernesto Benavides en una silla de ruedas, acompañado por una enfermera.



—Don Ernesto, ¿cómo está?—dijo preocupado pero más tranquilo González.

—¿Usted es Pablo González?—preguntó la enfermera—. Quería darle las gracias por cuidar a mi marido y conseguir una ambulancia tan rápido. En general se demoran mucho más en atender los llamados.

—Por nada, señora…

—Ay, disculpe, me llamo Antonieta Garrido. Creí que Ernesto le había contado de mi—dijo la mujer.

—No, don Ernesto en general es muy reservado con su vida personal—comentó González—. ¿Cómo quedó don Ernesto, no le pasó nada grave?  

—Gracias a dios no—respondió Garrido—. El médico de turno tuvo que ponerle puntos a la herida de la cabeza, y además encontró la nariz y un par de costillas rotas, todo muy doloroso pero nada grave. Ah, y perdió un diente.

—¿Tienen cómo irse a su casa?—preguntó González.

—Conseguí que me prestaran la ambulancia, no estamos tan lejos de la casa, y en esas condiciones no puede caminar. ¿Nos acompaña?—dijo Garrido, mientras su esposo la miraba contrariado.

—No quiero importunarlos—dijo González, viendo la expresión de su jefe.

—Para nada. Además, es bueno que sepa dónde vivimos, ante cualquier eventualidad—dijo la mujer, mientras ayudaba al conductor y a González a subir la silla de ruedas a la parte de atrás del vehículo de emergencias.



Diez minutos después Ernesto Benavides estaba durmiendo profundamente en su cama, luego que al llegar al hogar su esposa lo obligara a tomar una pastilla tranquilizante. Luego de dejarlo con las cortinas y las puertas cerradas, la mujer volvió donde González, quien esperaba sentado en el living.



—¿Quiere un café, señor González?—preguntó la mujer.

—No, muchas gracias, debo volver luego al trabajo, tengo un seguimiento pendiente—dijo González.

—¿Usted sabe quién le puede haber hecho esto a mi marido?—preguntó Garrido, con evidente cara de cansancio.

—No sé si sea prudente hablar de eso ahora—dijo González—, de hecho don Ernesto evitó hablarlo conmigo antes que lo atacaran.

—Eso quiere decir que lo amenazaron—dijo Garrido.

—Sí, hoy en la mañana llamó alguien que lo trató en duros términos.

—¿A qué se refiere con “duros términos”?—preguntó Garrido—. Señor González, trabajo en un servicio de urgencias, estoy acostumbrada al trato con “duros términos”.

—La persona al otro lado de la línea se refirió a él como el maricón Ernesto—dijo González.

—Maldita sea, no puede ser Albornoz, no otra vez…—dijo la mujer, rompiendo en llanto.

—Disculpe señora, ¿quién es ese tal tiburón Albornoz?—preguntó confundido González.

—Necesito conversar con mi marido, señor González—dijo Garrido, secándose las lágrimas—, quédese por mientras a cargo de la agencia, nosotros lo llamaremos cuando sea oportuno.



González se fue a la agencia con las llaves, sin entender el por qué de tanto misterio con el tal “tiburón” Albornoz. En cuanto llegó se puso a ordenar el desorden que había quedado luego de la agresión, y de la intervención de la Policía de Investigaciones en busca de huellas o evidencias que aportaran datos a la investigación judicial. Mientras metía los papeles en sus correspondientes carpetas para luego organizarlas dentro del mueble que hacía las veces de archivador, el teléfono sonó una vez más.



—Buenas tardes…

—¿Cómo quedó el maricón Ernesto después de mi visita, está hospitalizado todavía?—preguntó la misma voz de la llamada de la mañana.

—No sé de qué me habla, vengo recién llegando a la oficina y me encontré con…

—No sabes mentir, huevón—interrumpió la voz—. Tú ayudaste a llevar al maricón Ernesto a la posta, y después lo llevaste a su casa junto con la Antonieta.

—No entiendo entonces para qué pregunta si está hospitalizado, si me vio llevarlo de vuelta a su casa—respondió rápidamente González para no ser interrumpido otra vez.

—¿Te doy un consejo, mariconcito? Cierra ese cuchitril, entrega tu renuncia y te vas para tu casa. El problema es entre…

—Lo lamento, no puedo renunciar por un asunto de lealtad—interrumpió ahora González.

—Pobre pendejo, el maricón Ernesto no sabe de lealtad, en cuanto pueda te va a cagar… bueno, es cosa tuya, si sales herido será bajo tu responsabilidad. Date por avisado—dijo la voz, para luego colgar.



Justo en ese instante un ruido extraño, como de una explosión pero algo apagado, sonó contra la vieja pared externa  de adobe de la oficina. En cuanto salió se encontró con la pared cubierta por fuego y restos de vidrio en el suelo. En el instante en se aprestaba a entrar para sacar el extintor que había en el privado de Benavides, un golpe con un objeto duro contra sus costillas lo desestabilizó por el dolor, cayendo de rodillas al lado de las llamas; sólo los reflejos adquiridos en sus años lidiando con narcotraficantes le permitieron bloquear el bastonazo que iba a su cabeza y que habría terminado con él sobre las llamas. Fue el instinto el que lo hizo rodar por el piso hacia el agresor con el bastón, enredándolo con su cuerpo y derribándolo junto con él, dándole el tiempo suficiente para darle un certero puñetazo en el rostro que de inmediato le quebró la nariz, lo que no fue suficiente como para evitar la huida del hombre. González no fue capaz de correr por el dolor en sus costillas, así que se devolvió a buscar el extintor para apagar el incendio y llamar nuevamente a Carabineros e Investigaciones para que tomaran conocimiento de lo sucedido.



Una hora después, tres fuertes golpes sonaron en la puerta de la casa del matrimonio Benavides Garrido. Dejando a su esposa encerrada con llave en el baño de la casa, Ernesto Benavides se acercó a abrir la puerta, con una pistola semiautomática en su mano derecha y ataviado con un chaleco antibalas. En cuanto la abrió encañonó a quien golpeaba.



—¿Qué mierda…?



III



Pablo González entró al comedor y se sentó en el living. Aún tenía el rostro algo ahumado, le costaba bastante caminar y respirar, y traía una voluminosa venda en su antebrazo izquierdo. Luego de sentarse y de dejar su revólver en la mesita de centro, al lado de la pistola Smith & Wesson calibre 45 de Benavides, y mientras éste iba en busca de su esposa, González volvió a tocar sus costillas, a ver si lograba identificar algún crujido que se le hubiera escapado al médico que lo examinó, y que explicara el por qué de tanto dolor. De pronto una voz de mujer lo sacó de su concentración.



—Dios mío señor González, ¿se siente bien, qué le pasó?—dijo Antonieta Garrido, al ver el estado en que había quedado el ex carabinero.

—Eso mismo iba a preguntar—dijo Benavides.

—El tal tiburón Albornoz, supongo—dijo González—. El tipo llamó a la tarde para decirme que renunciara y huyera del lugar. Luego tiró una molotov a la muralla, y me atacó cuando quise apagar el fuego.

—¿No te pasó nada grave?—preguntó preocupado Benavides.

—Un palo en las costillas y otro en el brazo, pero que iba a la cabeza… ah, y el olor a humo—dijo González—. Igual me guardé su nariz de recuerdo.

—No debiste involucrarte en esto Pablo, ahora hasta tu familia está en peligro—dijo Benavides, apesadumbrado.

—Por mi familia no se preocupe don Ernesto, están con un sargento amigo mío en la comisaría, fue lo primero que hice después de apagar el fuego—dijo González—. Bueno, supongo que ahora sí puedo saber quién es el tal tiburón Albornoz.



Benavides y Garrido se miraron; de inmediato la mujer se dirigió al mueble del comedor, a buscar una botella de pisco y tres vasos.



—Evaristo Albornoz, nombre de combate Tiburón, ex sargento primero de la Armada, buzo táctico e instructor de fuerzas especiales hasta su retiro hace dos años de la institución—recitó casi como un mantra Benavides.

—Vaya, no me gustó para nada ese currículo—dijo González—. ¿Y cuál era su nombre de combate, don Ernesto?

—Parece que ha aprendido a hacer la pega, Ernesto—dijo su esposa, pasándole a cada uno un vaso corto, para luego llenarlos hasta la mitad con un amarillento pisco envejecido.

—Sí, la lleva en la sangre—dijo Benavides mirando su vaso, para luego mirar a González y responder—. Sargento segundo en retiro, nombre de combate Barracuda.

—Debo suponer que usted nadaba más rápido, y él era más agresivo—dijo González, degustando el pisco.

—Sí. Hacíamos un buen equipo entrenando a los buzos tácticos y fuerzas especiales… teníamos a los aspirantes derechitos, y a la primera caída los mandábamos de vuelta a sus unidades—dijo Benavides mirando con nostalgia a través del dorado licor.

—¿Y qué pasó entre ustedes, que ahora son enemigos?—preguntó González.

—Yo—respondió a secas Garrido, mientras Benavides la miraba sonriendo para luego volver a perder la vista en la nada—. En esa época yo estaba recibida hacía un par de años, y una amiga me dijo que el hospital de la armada necesitaba enfermeras, así que postulé y quedé de inmediato. El trabajo era excelente, me tocaba ver muchos casos graves, así que además del sueldo la pasaba bien haciendo mi pega. Un día llegaron dos buzos jóvenes que habían tenido un accidente en un entrenamiento, y los ingresaron para evaluación de eventuales lesiones internas.

—Tiburón y Barracuda—dijo González.

—Exacto—dijo Garrido—. El asunto es que Evaristo estaba casi totalmente sano, así que se fue de alta al día siguiente, y Ernesto tenía algo raro en uno de sus pulmones, que el médico jefe de sala decidió estudiar en profundidad pues podía jugarle en contra para su actividad de buzo táctico, así que lo dejó hospitalizado por diez días.

—En esa época nos llevábamos muy bien con Evaristo, así que no me extrañó que me viniera a visitar todos los días—agregó Benavides—. Después supe que en realidad me usaba como excusa para ver a Antonieta e intentar conquistarla.

—Lamentablemente para Evaristo, en cuanto llegó Ernesto a la sala me enamoré de él, y los días que estuvo hospitalizado me sirvieron para conocerlo y terminar de convencerme que era el hombre de mi vida—dijo Garrido.

—Y supongo que Albornoz no tomó muy bien eso—comentó González.

—Exacto Pablo—dijo Benavides—. Evaristo creyó que yo lo traicioné al enamorarme de la mujer que él había elegido, y desde esa fecha en adelante él se convirtió en mi enemigo. Una vez que nos casamos, decidí alejarme del equipo de buzos tácticos y cambiar de rubro dentro de la armada, para evitarlo; pero de todos modos se dio maña para hacerme la vida imposible, hasta que decidimos con Antonieta mi retiro.

—Y como tenía contactos dentro, supo la fecha en que Ernesto firmaría su retiro voluntario, así que también se apareció ese día—dijo Garrido.

—Y ahí me juró que una vez que se retirara, cobraría su venganza—dijo Benavides—. Es por eso que llevo dos años esperando a que se aparezca en nuestras vidas, a cumplir su palabra de hombre de mar.

—¿Tuvo algo que ver el retiro de Albornoz con mi contratación?—preguntó González, recordando que llevaba dos años ya junto a Benavides.

—Por supuesto—respondió Benavides—. A partir de esa fecha empecé a preparar las cosas ante su eventual reaparición, así que necesitaba tiempo para dejar todo listo, sin descuidar mucho el trabajo. Por eso cuando llegaste recién dado de baja, te tomé de inmediato, por tu experiencia y juventud.

—A qué se refiere con preparar las cosas?—preguntó González.

—Contratar seguros de vida, comprar armas y chalecos antibalas, mandar a hacer puertas de seguridad, todo lo que dificulte el accionar de Albornoz. De hecho creo que sería útil que te lleves esta pistola, es mucho mejor que tu viejo Taurus—dijo Benavides, ofreciéndole a González la pistola calibre 45 que había usado al recibirlo.

—Gracias don Ernesto pero no, desde siempre he usado mi revólver institucional,, no sabría cargar otra arma que no fuera el modelo de toda mi vida—respondió González, afirmando su mano en la empuñadura de madera del revólver—. ¿Y qué se supone que hay que hacer ahora, esperar a que este tipo aparezca, irlo a buscar, qué?

—Por ahora hay que tratar de hacer nuestras vidas lo más normal que se pueda, Evaristo aparecerá sin que lo llamemos—respondió Benavides—. Él viene por Antonieta y por mi, por mucho que le hayas pegado tú eres un actor secundario en esta historia, y sólo cobrarás importancia si logra acabar con nosotros.

—Bueno, entonces volveré a la agencia a tratar de ordenar todo y ver si puedo seguir cerrando alguno de los casos pendientes—dijo González, poniéndose de pie—. Al fin y al cabo, con plata se compran balas.



IV



—Buenas tardes, “Benavides detectives privados”…

—¿No te cansa repetir esa cantinela huevona, pendejo?—preguntó al otro lado de la línea Albornoz.

—Menos que lo que a usted le debe cansar respirar, señor Albornoz—respondió González.

—No te vanaglories pendejo, un golpe de suerte lo tiene cualquiera. Supongo que el maricón Ernesto está escondido bajo siete llaves con la Antonieta, ¿cierto?

—No pregunte lo que sabe, señor Albornoz—dijo González, con la mano en la empuñadura de su revólver.

—Cierto, ya no tengo que seguir jugando, estamos en los descuentos… empieza a buscar trabajo pendejo, voy a matar al maricón Ernesto—dijo Albornoz.

—Haré todo lo posible por impedirlo—dijo González.

—Lo posible no es suficiente a mi nivel, pendejo—dijo Albornoz—. Por si no te diste cuenta, no dije que intentaría matarlo, sino que lo voy a hacer… aunque me lo puedo cagar peor aún… ya, date por cesante pendejo, aunque en una de esas puede que no—dijo misterioso, para luego colgar.



González colgó el teléfono y se dispuso a seguir ordenando. De pronto cayó en cuenta que en las dos ocasiones en que Albornoz había actuado, había sido poco después de cortar una llamada telefónica. De inmediato González empezó a cerrar todo para ir a la casa de Benavides; justo en ese instante, comprendió cuando Albornoz dijo que podía perjudicar a Benavides sin matarlo, y que tal vez él no quedaría cesante. Sin pensarlo dos veces dejó todo como estaba e inició una vertiginosa carrera hasta la casa de su jefe, para intentar impedir el asesinato de Antonieta Garrido.



Algunos minutos después, González llegaba a la casa de Benavides, jadeando luego de haber corrido casi como si su vida dependiera de ello. A lo lejos vio que la puerta de la entrada estaba abierta hasta atrás, y que faltaba el pedazo en que iba la cerradura, por lo que desenfundó su revólver y empezó a correr más lento y agachado, tratando de evaluar la situación a la distancia. Al llegar a la reja empezó a mirar sin entrar, por si Albornoz había dejado algún tipo de trampa, anticipándose a su evidente llegada. De pronto, y cuando se disponía a entrar, divisó desde la reja al fondo del pasillo principal a Albornoz de espaldas, con una pistola en su mano, y botados en el suelo a Benavides y a su esposa; justo bajo el pie derecho de Albornoz, se veía un delgado bulto que de inmediato González reconoció como el arma de puño de su jefe. Era el momento de actuar, pero debía medir muy bien lo que haría, pues Albornoz estaba justo frente a sus víctimas, lo que aumentaba el riesgo que un disparo de su arma no hiriera sólo al atacante.



Evaristo Albornoz miraba con odio y satisfacción a Benavides y a Garrido, botados a sus pies, todos los años de rencor estaban por terminar, en el instante en que se concretara su venganza.



—¿No te da vergüenza maricón?—preguntó enrabiado Albornoz—, ¿no te da vergüenza no ser capaz siquiera de defender a tu mujer?

—Evaristo, por favor, no vayas a hacer una locura—dijo Garrido—. No vale la pena, nunca hubo nada entre nosotros, nunca me fijé en ti, todo lo que haya pasado por tu mente siempre estuvo ahí, en tu mente.

—Cállate, puta de mierda—dijo con odio Albornoz—. ¿Cómo te fuiste a fijar en esta mierda? El maldito maricón está botado en el suelo en vez de estar peleando por tu vida, eso no es ser hombre.

—Está bien Evaristo, ganaste—dijo Benavides, adolorido por la herida de bala en su pierna, luego que Albornoz volara la puerta con su arma con silenciador y le disparara bajo el chaleco antibalas—. Mátame de una vez, y deja tranquila a mi mujer.

—¿Matarte a ti? No te quiero muerto conchetumadre, te quiero sufriendo por el resto de tus putos días en esta tierra—dijo Albornoz, apuntando a la cabeza de la mujer, quien sólo atinó a cerrar los ojos.



En ese momento dos fuertes impactos sonaron contra la pared al lado de Albornoz, quien instintivamente se agachó y giró para ver qué los había producido. Justo frente a la reja de la entrada se encontraba Pablo González, con el revólver sujeto con ambas manos, apuntando a Albornoz, quien en vez de intimidarse dio un paso adelante para poner rodilla en tierra y acabar con la vida del entrometido ex carabinero. En el instante en que lo hizo se dio cuenta de su error: Benavides se incorporó con su pierna sana y empujó a Albornoz derribándolo, y dándole el tiempo suficiente como para tomar su pistola del suelo y descargar tres tiros al pecho de su enemigo, destrozando con las enormes balas calibre 45 el corazón y los pulmones de quien otrora fuera su compañero de armas en la marina, acabando con su triste existencia instantáneamente. Pablo González llegó corriendo al lado de Benavides y Garrido, para ver la precisión de los disparos de su viejo jefe, y la copiosa pérdida de sangre por el agujero en la pierna de Benavides.



—No se preocupe don Ernesto, llamaré a carabineros y al SAMU de inmediato—dijo González, para luego girar hacia Antonieta Garrido, quien intentaba contener el sangrado de su esposo mientras lloraba por la situación que le había tocado vivir—. No se preocupe señora Garrido, todo estará bien.

—Claro que todo estará bien Pablo, gracias a tu llegada todo estará bien—dijo Benavides, mientras luchaba por no perder el conocimiento.



V



Pablo González se había desocupado recién, luego de entregarle a un cliente toda la evidencia que demostraba que su esposa no lo engañaba, junto con la sugerencia de buscar ayuda psicológica para controlar sus celos sin sentido. Justo cuando se aprestaba a tomarse un café, la puerta se abrió.



—Don Ernesto, señora Antonieta, ¿cómo están? No sabía que había terminado su licencia médica—dijo González, feliz de ver a su jefe volviendo a la oficina, ayudado por su esposa y un bastón canadiense.   

—Hola Pablo. No te quisimos avisar para que no dejaras todo botado por irme a buscar—dijo Benavides, estrechando la mano de González—. ¿Cómo ha estado todo por acá?

—Gracias a dios sin sobresaltos jefe, sólo casos comunes y corrientes, sin novedades y sin balazos.

—Justamente por eso vinimos Pablo, tenemos que hablar acerca de tu trabajo—dijo Benavides.

—No entiendo, ¿pasó algo malo?—preguntó extrañado González.

—No señor González, nada malo—respondió Garrido—. Después de lo que nos tocó vivir, ya nada puede catalogarse de malo.

—Después que nos salvaste la vida…—empezó a decir Benavides.

—Disculpe don Ernesto, pero yo no les salvé la vida—interrumpió González—, yo sólo disparé a la muralla para distraer a  este tipo, y darle tiempo a usted para reaccionar y hacerse cargo de la situación.

—No sea modesto señor González, si usted no hubiera llegado a tiempo…—dijo la mujer, sin poder aguantar las lágrimas—, si usted no hubiera llegado, esto habría terminado mal para todos nosotros.

—Como te iba diciendo Pablo, después que nos salvaste la vida estuvimos conversando con Antonieta acerca de cómo se vendrá nuestro futuro—dijo Benavides—. Demostraste una lealtad a todo dar, y es tiempo de agradecer esa buena leche.

—Simplemente es una vuelta de mano don Ernesto, en agradecimiento por darme este trabajo y acogerme pese a mis antecedentes—respondió González.

—Bueno, de todos modos tomamos una decisión con Ernesto, que vinimos a comunicarte—dijo Garrido.

—Decidimos cambiarle el nombre a la agencia—dijo Benavides—. A partir de ahora somos “Benavides y González, detectives privados”

—Con todo lo que ello implica—agregó Garrido.

—¿Qué significa eso?—preguntó extrañado González.

—Que a partir de ahora somos socios—dijo Benavides—Ya no eres mi empleado sino mi compañero de trabajo.

—Pero… ¿no se les habrá pasado un poco la mano?—preguntó González, emocionado con la decisión de su jefe.

—No señor González, es lo justo, ustedes reparten responsabilidades, ahora llegó la hora de repartir las ganancias—dijo Garrido.

—Tampoco te hagas tantas ilusiones Pablo, esta agencia no es una fábrica de plata. Ya te darás cuenta lo que cuesta llegar a fin de mes—dijo Benavides, sonriendo.

—Gracias, de verdad, infinitas gracias—dijo González, abrazando al añoso matrimonio—. Tengan por seguro que no los defraudaré—agregó González, siendo interrumpido por el teléfono.

—Te toca hacer los honores—dijo Garrido.

—Está bien—dijo Pablo González, levantando el auricular y contestando por primera vez—. Buenos días, Benavides y González detectives privados, habla Pablo González.



FIN

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